lunes, 31 de marzo de 2014

Liberalismo y federalismo en el siglo XIX (Por Daniel Guerra Sesma*)

El republicanismo federal y el liberalismo democrático surgen como reacción al limitado liberalismo doctrinario y en demanda de mayores cauces de participación. Los republicanos federales no eran aún federalistas, no pensaban en un programa de división territorial del Estado, sino que federal era su acción y su forma de toma de decisiones. Fue Pi y Margall, ya bien avanzado el siglo, el que traslada el modelo de esa acción política federal a un paradigma federalista para el Estado


El pasado 23 de marzo el historiador Joaquim Coll publicó un interesante artículo en Esquerra sense fronteres titulado “Mito y realidad de la Pepa”. En él partía de una tesis principal, siguiendo a José Álvarez Junco, que comparto: la de estudiar pero no utilizar políticamente el proceso constituyente de Cádiz. Ese proceso, sobre bases liberales, significa la configuración de España como nación política y el establecimiento del principio de soberanía nacional y de la monarquía constitucional. Ha habido por parte de la derecha un intento de asimilar esa base constituyente con su ideología actual, pretendiendo además imponer un relato histórico propio, tal como hace el nacionalismo catalán con los hechos de 1714. Los neoliberales de ahora se justifican en el liberalismo político de entonces, pero, recordando el cuadro de Gisbert, yo no sé si en aquel contexto político estarían junto a Torrijos o más bien en el pelotón de fusilamiento.



Pi y Margall pensaba que el federalismo era la forma más democrática de organizar el Estado


Ciertamente, el nacionalista no fue el único resorte de la Guerra de la Independencia (1808-1813), sino que fue concurrente al menos con otros dos: el absolutismo monárquico y el tradicionalismo religioso. Sin embargo, sí fue el más importante entre los liberales y en las Cortes de Cádiz. Lo que nos integra en la relación entre nacionalismo y liberalismo inaugurada, aún de manera incipiente, por la revolución inglesa de 1688, y luego por el jacobinismo francés, las revoluciones europeas de 1820, 1830 y 1848 y la unificación italiana de 1861. En contra de lo que muchos creen, el origen del nacionalismo español no fue conservador, sino liberal.
A partir de esa tesis principal, Joaquim expone otras dos ideas en su escrito que han provocado mi interés. A saber, que el liberalismo tenía una idea de nación pero no de organización interna, y que el federalismo del siglo XIX surge por esta falla. Son dos ideas importantes que merecen un comentario.
En cuanto a la primera, Joaquim se basa en la redacción del artículo 11 de la Constitución (12 del proyecto), que deja abierta la división territorial de la nueva nación. Tal como afirma Argüelles en su Discurso Preliminar y en la discusión del artículo, las razones logísticas impiden cerrar una nueva demarcación (lo que Joaquim reconoce en su artículo). Sin embargo, ello no obsta para que el liberalismo doceañista, que influyó decisivamente en el texto constitucional, sí tuviera un programa territorial definido, que consistía en sustituir las Juntas provinciales surgidas durante la guerra por nuevas Diputaciones de ámbito igualmente provincial. Así, el diputado extremeño Antonio Oliveros ya propuso el 11 de octubre de 1810, recién inauguradas las Cortes, un Reglamento de Arreglo de Provincias para el reclutamiento y la recaudación de impuestos (aprobado el 16 de marzo de 1811), lo que nos indica dos cosas: que el liberalismo gaditano ya tenía la demarcación provincial en su cosmovisión ideológica, y que su intención era ir creando servicios administrativos iguales para todo el territorio. Este esfuerzo unificador avanzó en esos primeros compases del proceso con una propuesta del diputado catalán Espiga, presentada el 5 de febrero de 1811, para unificar las diversas legislaciones territoriales en materias civil, penal, fiscal, mercantil.
El propio texto constitucional reitera el provincialismo del liberalismo gaditano. Así, el Cap. V del Título III establece la provincia como demarcación electoral; el Título V provincializa la administración judicial a través de las Audiencias, dejando al Supremo Central como unificador de doctrina, y el Cap. II del Título VI consagra la organización política y económica de las provincias a través de las Diputaciones. Finalmente, el 23 de mayo de 1812 se decreta –aún provisionalmente- la nueva demarcación territorial con la creación de 33 nuevas provincias, que se amplían a 36 con la nueva demarcación encargada a Felipe Bauzá en junio de 1813, 52 en el proyecto de José Agustín Larramendi de 1822, y 49 en el de Javier de Burgos en 1833.
Así pues, el liberalismo doceañista no sólo tenía una idea nacional para España, sino también un programa de división territorial basado en la provincia. La mayoría liberal de las Cortes justificó históricamente la nueva Constitución en las leyes fundamentales de los antiguos reinos peninsulares, integrando y mencionando reiteradamente en diversas sesiones, desde el citado Discurso Preliminar de Argüelles, los fueros navarros, aragoneses y castellanos.

El federalismo del Partido Republicano Federal (PRF) no fue unívoco ni tampoco realmente dominante, sino uno de sus componentes ideológicos. Podemos decir que, al final, el Partido Republicano Federal fue más republicano que federal


Ciertamente, una cosa fue la idea y otra la realidad aplicada. A lo largo del siglo XIX el liberalismo, con muchas dificultades tanto exógenas como endógenas, desarrolló un  centralismo administrativo (que tuvo que convivir con un fuerte caciquismo local) y un relativo programa de nacionalización española. La debilidad de este programa nacional, reconocida por Borja de Riquer pero discutida por otros autores (De Blas, Fusi) permitió el surgimiento, a finales de siglo, de unos nacionalismos periféricos que no estuvieron presentes en las Cortes de Cádiz. Asimismo, generó lo que Antonio Elorza y Álvarez Junco dan en llamar sensación de alteridad del Estado por parte de las capas populares y del incipiente proletariado. Éste identificó el centralismo con un poder que, más allá del establecimiento del servicio militar y de la simbología pública como elementos de socialización identitaria, no desarrollaba políticas públicas que integraran positivamente a la población en esa identidad estatal. Lo cual no significa que no tuvieran conciencia nacional, que se mantuvo de forma mayoritaria entre la población gracias a otros elementos identitarios de tipo cultural (lengua y literatura españolas, teatro barroco, zarzuela) e histórico (la conciencia de compartir durante siglos un espacio en común). Por lo tanto, la alteridad de clase no era con la Nación, de la que todos se sentían parte, sino más bien con el Estado, del que se sentían muy alejados. Y no por cuestiones territoriales, sino políticas y sociales.
El republicanismo federal y el liberalismo democrático surgen por esta alteridad, como reacción al limitado liberalismo doctrinario y en demanda de mayores cauces de participación. Los republicanos federales no eran aún federalistas, no pensaban en un programa de división territorial del Estado, sino que federal era su acción y su forma de toma de decisiones desde la base, en núcleos normalmente reducidos de ámbito local, casi siempre inconexos, desde los cuales buscaban el acuerdo con otros grupos para unas revueltas difusas, sin una organización general definida ni un programa revolucionario integral. Es cierto que Flórez Estrada, en sus Bases Constitucionales de 1810 propuso unos congresos provinciales con poder legislativo; es cierto que Ramón Xauradó mantuvo posiciones particularistas y protonacionalistas; como también que más tarde Fernando Garrido, en otro proyecto constitucional, propuso la autonomía regional. Pero fueron pronunciamientos puntuales que no ocultaban que el objetivo prioritario de aquellos republicanos federales no era aún el Estado Federal, sino el cambio político y social.
Fue Pi y Margall, ya bien avanzado el siglo, el que traslada el modelo de esa acción política federal a un paradigma federalista para el Estado. El Partido Republicano Federal (PRF) que contribuye a fundar lo es porque se forma reproduciendo esa base de grupos territoriales, con acuerdos entre ellos para la formación de una organización política estable. Pensando que esa manera de organizar un partido es la más democrática, Pi pensará que también será la manera más democrática de organizar un Estado. Fue Pi, por lo tanto, el que vinculó la cuestión política y social con la cuestión territorial, relacionando el abuso de poder con el centralismo. Y esto no le llevó a un particularismo nacionalista, sino a la transformación de la organización territorial del Estado.
Pero a la larga el PRF tampoco acabó siendo un partido únicamente federalista. Las ideas sinalagmáticas de Pi fueron contestadas por las orgánicas de Salmerón, Chao y Figueras, tomadas por débiles por los confederalistas intransigentes y simplemente rechazadas por los representantes de otras corrientes más centralistas (Castelar, Olías). Los más reacios al federalismo fueron, a la hora de la verdad, los que tomaron las grandes decisiones. Por lo tanto, el federalismo del Partido Republicano Federal no fue unívoco ni tampoco realmente dominante, sino uno de sus componentes ideológicos. Podemos decir que, al final, el Partido Republicano Federal fue más republicano que federal. En este punto, creo recomendable la lectura del libro coordinado por Manuel Chust Federalismo y cuestión federal en España (Univ. Jaume I, Valencia, 2002).
Así pues, entiendo que el surgimiento del federalismo en el siglo XIX se debe, sí, a la debilidad del liberalismo español, pero no en lo referente a la cuestión nacional o territorial sino a la cuestión social y política, y no apareció como una propuesta de división territorial del Estado sino como una idea democrática y de reforma social. Será Pi y Margall, en la segunda mitad del siglo, el que vinculará ambas variables de manera sistemática. La tesis de la debilidad nacional del liberalismo decimonónico puede explicar el origen de los nacionalismos periféricos, pero no el del federalismo. 

*Daniel Guerra Sesma es politólogo, profesor de Derecho Internacional Público en la Universidad de Sevilla y autor de Socialismo español y federalismo, 1873-1976 (KRK Ediciones-FJB, Oviedo, 2013)

jueves, 27 de marzo de 2014

Sense feina ni subsidis però “volem decidir” (per Siscu Baiges)

Des de que algú va pensar que era millor parlar de “dret a decidir” que de l’autodeterminació o la independència de Catalunya, aquesta fórmula ha estat la solució per totes les situacions compromeses. Començo a témer que a les reunions dels veïns d’una escala per decidir si es posa o no aire condicionat primer calgui apuntar-se al “dret a decidir”, el gran problema


Els secretaris generals dels sindicats UGT i Comissions Obreres a Catalunya, Josep Maria Alvarez i Joan Carles Gallego, van reunir-se amb el secretari general del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba, i el primer secretari del PSC, Pere Navarro. A la sortida de la reunió, els periodistes, més interessats en el debat independentista que en el combat dels treballadors contra l’Europa de l’austeritat, els van demanar sobre com havia anat la conversa amb els dirigents socialistes en matèria “sobiranista” i Alvarez i Gallego van dir allò tant amanit de mostrar-se partidaris del “dret a decidir”.



Des de que algú va pensar que era millor parlar de “dret a decidir” que de l’autodeterminació o la independència de Catalunya, aquesta fórmula ha estat la solució per totes les situacions compromeses. Si algun dia, la meva dona –cosa que no passarà mai- m’enxampa amb una amant al llit, en comptes del clàssic “no és el que et penses”, intentaré convèncer-la que estic exercint el meu inalienable “dret a decidir”.
Al portaveu del PSC al Parlament de Catalunya, Maurici Lucena, el va treure de polleguera que alguns titulars de mitjans de comunicació destaquessin la convicció autodeterminista d’Alvarez i Gallego en comptes dels temes laborals i socials que se suposa que preocupen prioritàriament als dirigents sindicals. Va dir-ho i va beure oli. Els mitjans pro-independentistes van titular “Lucena renya els sindicats per defensar el dret a decidir davant de Rubalcaba”. I ràpidament molts militants d’UGT i Comissions Obreres van saltar a la jugular del portaveu parlamentari socialista.
Farien el mateix els dirigents sindicalistes escocesos si es reunissin amb el líder de l’oposició laborista britànica? Si Cameron s’oposés a la consulta escocesa, els sindicalistes d’aquest país prioritzarien aquesta reivindicació en una trobada conjunta?
No és una qüestió que afecti només els sindicalistes. En un dels àmbits en què em moc més, el de la solidaritat amb el Tercer Món, algunes entitats han viscut com una pressió incòmoda les peticions perquè es definissin sobre “el dret a decidir” sobre la independència de Catalunya. Artur Mas reclamava fa uns dies que les associacions de pares i mares també s’apuntin al debat. És difícil participar de cap moviment associatiu on no hi arribi, d’una forma o altra, el requeriment per “mullar-se” en aquest àmbit. Començo a témer que a les reunions dels veïns d’una escala per decidir si es posa o no aire condicionat primer calgui apuntar-se al “dret a decidir” el gran problema. 
“Zapatero a tus zapatos”, diu la dita castellana. En català hi ha les versions “qui és sabater que faci sabates”, que a Mallorca adopta la variant més original i divertida “Des teu pa faràs sopes”.
No pot ser que el “dret a decidir” enterboleixi qualsevol altra debat. No ha de ser excusa per postergar el debat sobre la precarietat laboral, per posar banyes a la parella o l’ajuda que es dóna als nens sirians que viuen en camps de refugiats.
Si el “dret a decidir” és tan indiscutible i primari com es presenta, si és tant irrebatible com que “dos i dos fan quatre”, doncs no en parlem més. O que en parlin els que organitzen consultes populars i eleccions plebiscitàries, però els sindicats, les ONGDs o les entitats esportives s’haurien de dedicar a les seves sopes i els sabaters a fer sabates (i que no siguin totes estelades, sisplau!)

domingo, 23 de marzo de 2014

Mito y realidad de la Pepa (por Joaquim Coll)

Esta semana hemos celebrado el 202 aniversario de la Constitución de Cádiz, conocida como la Pepa y un mito revolucionario del imaginario popular del siglo XIXSi bien la Constitución de 1812 otorgó importantes libertades modernas, como la de expresión, imprenta, reunión, propiedad y seguridad, dejó al margen una muy importante: la libertad religiosa. Tampoco representa, como muchos aseguran, la materialización de la España uninacional


Intentar extraer lecciones de la historia es siempre tentador. Buscamos respuestas que no tenemos y la historia suministra argumentos de cierta utilidad. Esta semana hemos recordado el 202 aniversario de la Constitución de Cádiz, popularizada como la Pepa (pues se aprobó el día de San José). Aunque con mucha menor intensidad que hace dos años, en ocasión del Bicentenario, hemos vuelto a escuchar la repetición de algunos tópicos. No cabe duda de que la Carta gaditana marcó el paso del antiguo régimen al sistema político liberal, que se puede resumir en los principios de soberanía nacional y división de poderes. Ahora bien, no debe confundirse esto con un régimen democrático, parecido al actual, ya que, entre otras limitaciones, el poder ejecutivo lo seguía ejerciendo el monarca y el sufragio universal excluía a buena parte de la población: mujeres, pobres, analfabetos, sirvientes, negros, criollos o indios. No todos los españoles de «ambos hemisferios» eran iguales en derechos.



Si bien la Constitución de 1812 otorgó importantes libertades modernas (de expresión, imprenta, reunión, propiedad y seguridad), dejó al margen una muy importante: la libertad religiosa. Las circunstancias históricas particulares, derivadas del enorme peso del catolicismo y, sobre todo, de la influencia del clero en la sociedad, impusieron al liberalismo español esta cortapisa, si bien fue compensada con la abolición inmediata de la Inquisición. Con todo, pese a sus limitaciones, la Pepa se incrustó en el imaginario popular del siglo XIX como un mito revolucionario. A ello ayudó mucho que fuese derogada con el retorno del absolutismo oscurantista de Fernando VII. Con el texto de Cádiz, pues, lo primero que se debe evitar es la confusión entre liberalismo y democracia, ya que para garantizar un sistema de derechos democráticos universales el liberalismo político es condición necesaria pero no suficiente.
Al lado de esta precisión, hay otro peligro en este año de celebraciones: la tesis de aquellos que quieren ver en Cádiz aquel momento histórico donde se materializa la construcción de una España uninacional. La invocación que desde posiciones neocentralistas se hace de la Constitución de 1812 es la mejor prueba de ello. Así, cuando tiempo atrás se puso en marcha el programa de actos reivindicativos de la Pepa, el director de El Mundo, Pedro J. Ramírez, afirmó: «En el espíritu de 1812 la cohesión nacional y la libertad caminan unidas», «en Cádiz no hay provincia, no hay más que una nación, no hay más que España», y «en los revolucionarios [gaditanos] sobresale la defensa de la unidad nacional frente al federalismo».
Un primer aperitivo de este renacido historicismo nacionalista ya lo tuvimos en la pasada celebración de la guerra de la independencia, bicentenario que estuvo preñado en muchos libros, exposiciones y, particularmente, en los discursos de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, de un espíritu contrario a aquello que con tanto acierto recomendaba el historiador José Álvarez Junco cuando, avisando de lo que podía suceder, recordaba que «lo sustantivo de la guerra de la independencia no es la nación, sino la libertad». «Exaltemos, pues, aquel intento de establecer la libertad, en lugar de exaltar la nación», concluía el autor del excelente ensayo sobre la idea de España en el siglo XIX Mater dolorosa (2001).

Ya en Cádiz, se planteó otra idea de España, como la que hicieron algunos diputados catalanes, aragoneses y valencianos, que implicaba respectar la diversidad de las «provincias», de los antiguos reinos históricos, de «esas pequeñas naciones»


En ambos casos, estamos frente a un discurso que identifica la unidad con el unitarismo. Una visión que esconde que, ya en Cádiz, se planteó otra idea de España, como la que hicieron algunos diputados catalanes, aragoneses y valencianos, que implicaba respectar la diversidad de las «provincias», de los antiguos reinos históricos, de «esas pequeñas naciones», como las llamó Antoni de Capmany, que habían salvado España, mediante las juntas provinciales, de ser derrotada frente al invasor francés. Si bien la conciencia nacional española es indudable en todos los diputados, no fue unívoca, tal como se manifiesta en un interesante debate sobre el artículo 12 de la Constitución, referente a cómo dividir España, que las circunstancias políticas no permitieron concluir. Habrá, pues, que estar prevenidos frente al martilleo de una vulgata historiográfica que no quiere reconocer que si el federalismo surgió a lo largo del siglo XIX fue justamente porque el discurso liberal gestado en Cádiz no pudo consensuar una idea monolítica del Estado.
La vieja dialéctica entre la España horizontal (compuesta y diversa) y la vertical (unitarista y asimilacionista) no se pudo resolver definitivamente a favor de la segunda. Como tampoco bajo las dos dictaduras militares del siglo XX. En cambio, como escribe Ricardo García Cárcel en Felipe V y los españoles (2002), la Constitución de 1978 y el modelo autonómico que se desarrolla es «una vía de encuentro entre aquellas dos Españas de la historia conflictiva». Y añade, acertadamente: «Porque, si algo se ha constatado, es que la victoria absoluta de una de ellas es imposible». Pues bien, ahora que soplan vientos cruzados de recentralización en un lado y de soberanismo en otro, creo que deberíamos tener bien presente esta reflexión.

martes, 11 de marzo de 2014

El federalismo frente a la presión secesionista (por Stéphane Dion)


¿Permite el federalismo detener el riesgo de la secesión? Para neutralizar un movimiento secesionista potente y evitar la desmembración, ¿le interesa a un país convertirse en una federación o, si ya lo es, reforzar sus rasgos federativos? Son algunas de las preguntas a las que el parlamentario y académico canadiense, Stéphane Dion, intentó dar respuesta en la conferencia ‘La resposta federal a la tensió secesionista’ pronunciada en la Universidad de Barcelona el 10 de Marzo de 2014 y que reproducimos aquí íntegramente




¿Permite el federalismo detener el riesgo de la secesión? Para neutralizar un movimiento secesionista potente y evitar la desmembración, ¿le interesa a un país convertirse en una federación o, si ya lo es, reforzar sus rasgos federativos?
Mi respuesta a estas preguntas es que el federalismo favorece la cohabitación fructífera de las poblaciones heterogéneas dentro de un mismo país, pero, que aún así, no hay certeza de que esta forma de gobierno constituya un antídoto infalible contra el riesgo de secesión. Mal entendido o mal implementado, podría incluso llegar a confundirse con una especie de antecámara de la secesión.
El federalismo está hecho a medida para las democracias que tienen poblaciones diversas y concentradas territorialmente. Se ajusta bien a las sociedades multiétnicas o multilingües.  En realidad, el federalismo es para algunos países la única forma constitucional de gobierno que les conviene. Sin duda este es el caso de Canadá.
Se concibe fácilmente que un grupo humano concentrado en un territorio, que se percibe como que tiene una identidad colectiva, como pueblo o como nación, deba tener instituciones en las que se encuentre a gusto y una autonomía. El federalismo puede conceder una autonomía tal a este grupo permitiéndole compartir un país más extenso con otras poblaciones. Pero para que esto funcione, es preciso que los miembros de este grupo se sientan también miembros del país en su totalidad y que se muestren solidarios con sus otros conciudadanos, en complementariedad con ellos. Deben desempeñar su función en las instituciones comunes a toda la federación: gobierno, parlamento, servicio público, banco central, etc. Es preciso invitarlos a que conciban la vida en sociedad de manera distinta que únicamente a través de su modelo de nacionalismo. Por lo tanto, es necesario mantener un equilibrio entre la autonomía dentro de un país y la solidaridad con el país en su totalidad.
El federalismo permite a las poblaciones que tienen fuertes sentimientos de identidad constituir mayorías en el seno de sus respectivas entidades constituyentes. Pero si intentan utilizar este estatuto mayoritario en su región para impulsar la secesión, para transformar esta región en un país independiente, el federalismo, en lugar de consolidar la unidad del país, no hace más que debilitarla.
En resumen, para que funcione una federación, no es necesario solamente que sus poblaciones diversas se identifiquen con su respectiva región, sino que tengan también un sentimiento común de pertenencia al país en su totalidad. El federalismo es indisociable de la identidad plural. El federalismo canadiense puede funcionar únicamente si sus ciudadanos, incluidos los quebequenses, se definen también como canadienses.
Esto es lo que pretendo demostrar hoy. Comenzaré estudiando los vínculos históricos entre estos dos fenómenos que son el federalismo y la secesión. A continuación explicaré por qué creo que una federación cometería un error al fundamentar toda su estrategia de unidad nacional en la concesión de una autonomía cada vez más forzada a una región nacionalista con vistas a contentarla y alejarla de la tentación secesionista. Se trata de una estrategia desequilibrada que corre un gran riesgo de fracasar, puesto que el federalismo es un principio de equilibrio entre la autonomía de las regiones y la unidad de un país en su conjunto.

1    Federalismo y secesión
En el plan técnico, el federalismo, según su definición, consta de dos niveles de gobierno: el gobierno federal y los de las entidades que constituyen la federación, cada uno de ellos elegido directamente, así como de una constitución que atribuye competencias legislativas a cada nivel de gobierno.
La Unión Europea tiene rasgos federativos pero no es una federación puesto que no tiene un gobierno que sea responsable ante el Parlamento europeo y que tenga una relación directa con los electores europeos.
Actualmente veintiocho países pueden ser considerados federaciones. Según expertos, España es uno de ellos, incluso si no se define a sí misma como tal. Según Ronald L. Watts, España "es una federación en todos los aspectos, excepto en el nombre". Pero esta clasificación de España como federación es un asunto de debate. En efecto, es probablemente más difícil para un país intensificar sus características federativas – y sobre todo la mente federal – si no se reconoce explícitamente como una federación.
Por su parte, la secesión es el acto de separarse de un Estado para constituir uno nuevo o unirse a otro Estado. Se trata de un gesto grave por el que se erige una frontera internacional entre conciudadanos que, de repente, dejan de ser conciudadanos.
Si examinamos los casos de federaciones que han sufrido un proceso de secesión o de disolución en la época moderna, constatamos que ninguna podía ser considerada como una democracia bien establecida (es decir que haya vivido como mínimo diez años consecutivos de sufragio libre y universal). Pienso en la federación de las Antillas (1962), en Rodesia-Niasalandia (1963), en Malasia (1965), en Pakistán (1971), en la URSS (1991), en Checoslovaquia (1992) y en la federación de Yugoslavia cuya disolución, a partir de 1991, ha provocado desmembraciones en cadena.          
Si estos regímenes autoritarios o totalitarios han podido pretender ser formalmente federaciones, de hecho no lo fueron. Por definición, el federalismo es una forma de gobierno democrática fundamentada en el imperio de la ley. Para existir realmente, supone un poder judicial independiente del poder político y capaz de limitar cada nivel de gobierno a las responsabilidades reconocidas por la Constitución. El federalismo supone asimismo que cada nivel de gobierno mantiene una relación directa con sus ciudadanos: no es el gobierno federal quien determina la composición de los gobiernos regionales, sino los electores.
El federalismo se somete a su verdadera prueba cuando el gobierno federal debe compartir el poder con los gobiernos regionales elegidos que pueden ser de orientaciones políticas diferentes. México, Brasil y Argentina se han convertido en verdaderas federaciones al democratizarse. Los gobiernos de estas federaciones dan ejemplo a los ciudadanos mostrándoles que es posible que personas que no comparten las mismas convicciones políticas trabajen juntas por el bien común.
Por tanto, se puede afirmar que ninguna federación verdadera, es decir democrática, ha conocido la secesión actualmente. En realidad, no se ha producido ninguna secesión en una democracia bien establecida que haya disfrutado de un mínimo de diez años consecutivos de sufragio libre y universal, ya se trate de federaciones o de países unitarios.  
A menudo los regímenes autoritarios solo ocultan los odios étnicos. Una vez que desaparece el autoritarismo, los conflictos de antaño vuelven a aparecer. A la inversa, puede ocurrir que una democracia solo pueda sobrevivir con el paso de los decenios estableciendo vínculos auténticos entre sus poblaciones.
Hasta hoy, la democracia y la secesión se han mostrado como dos fenómenos antitéticos. El ideal democrático alienta a todos los ciudadanos de un país a ser leales entre sí más allá de consideraciones de lengua, raza, religión, origen o pertenencia regional. En cambio, la secesión exige a los ciudadanos que rompan la solidaridad que les une y ello, casi siempre, sobre la base de consideraciones vinculadas a pertenencias específicas: lengua, religión o etnia. La secesión es este ejercicio raro e inusitado en la democracia por el cual se elige, entre los conciudadanos, los que se quieren conservar y los que se quieren transformar en extranjeros.
El principio de lealtad mutua entre ciudadanos de una misma democracia vale tanto para una federación como para un régimen unitario. Además, en derecho internacional, la integridad territorial de los Estados no es menos reconocida para las federaciones que para los Estados unitarios. Sería injusto e ilógico que fuera de otro modo, no teniendo los Estados ningún interés en convertirse en federaciones si su unidad estuviera fundamentada menos sólidamente en la legislación. El federalismo conlleva la lealtad entre las entidades federadas; es un principio que algunas federaciones, entre ellas Alemania, incluso han formalizado en la legislación:
"El principio constitucional del federalismo que se aplica al Estado federado impone pues a la Federación y a todos sus componentes la obligación legal de tener un comportamiento pro federal, es decir que todos los miembros de la 'alianza' constitucional tengan que cooperar juntos de una manera compatible con el refuerzo de ésta y con la protección de sus intereses, así como de los intereses bien fundamentados de sus miembros” (Sentencia del Tribunal federal de Alemania emitida en 1954).
Varias federaciones democráticas se declaran indivisibles en nombre de este principio de lealtad. España, Estados Unidos, México, Brasil, Australia y la India prohíben la secesión en su Constitución o su jurisprudencia, explícita o implícitamente. Estiman que cada parcela del territorio nacional pertenece a todos los ciudadanos del país y que éste no puede ser  dividido.
El hecho de que una democracia bien establecida no sea nunca escindida no quiere decir que el fenómeno sea imposible. También existen movimientos secesionistas en las democracias bien establecidas y siempre es posible que uno de ellos logre la secesión. Entre las democracias cuya unidad está más amenazada figuran una federación descentralizada (Canadá), dos países anteriormente unitarios que se han transformado en una federación (Bélgica)  y una cuasi federación (España), y un país unitario que ha sufrido una regionalización forzada (el Reino Unido).
Para frenar los ascensos secesionistas, es preciso que los defensores de la unidad nacional tengan más en cuenta las preocupaciones de los grupos regionales insatisfechos. Pero es necesario también que se dediquen a reforzar la lealtad de los ciudadanos hacia el país en su totalidad.
Ceder prácticamente a todas las reivindicaciones de los separatistas dentro de un país, esperando que pierdan todo interés por llevar a cabo la separación, es una estrategia arriesgada y probablemente ilusoria, a la que llamo la estrategia del contentamiento. Ahora voy a explicar por qué una estrategia tal no puede permitir que una federación fundamente su unidad sobre una base estable.

2.    Los escollos de la estrategia del contentamiento
La estrategia del contentamiento tiene como propósito contentar a los nacionalistas de una región dada trasfiriendo a dicha región más poderes y recursos. Se espera así que la gran mayoría de los habitantes de la región en cuestión queden satisfechos de este aumento de autonomía y que los separatistas duros y puros sean marginados. Esta estrategia, que puede ser razonable en algunas circunstancias, deja de serlo cuando se empuja al límite. Por tanto se puede describir así:  
"Puesto que los secesionistas quieren todos los poderes, se les concederá una parte deseando que los menos radicales queden satisfechos. Si no se contentan, quiere decir que no se han transferido todavía suficientes poderes. Por tanto es preciso agregar otros".
Dista de ser seguro que este razonamiento funcione. Los secesionistas no quieren poderes por unidades: quieren un país nuevo. Así pues reciben cada concesión, bajo la forma de transferencias de poderes, como un paso más hacia la independencia.
Un Estado unitario centralizado ofrece un amplio margen de maniobra constitucional para intentar calmar a los nacionalismos, mediante la regionalización y luego la federalización del país. Pero una vez que esté constituida la federación, la estrategia de contentamiento llega a ser más difícil de continuar. En una federación ya descentralizada, la estrategia de contentamiento puede querer decir que se dé al gobierno de la región tentada por la secesión casi todas las responsabilidades públicas.
Canadá es una de las federaciones más descentralizadas; Bélgica ya ha despojado al gobierno central de la mayor parte de las responsabilidades públicas;
"España es actualmente uno de los países más descentralizados de Europa"; el Reino Unido ha concedido al parlamento escocés una gran autonomía. Sin embargo, el secesionismo permanece presente en todos estos países e incluso se podría decir que llama a su puerta más que nunca. Los secesionistas invocan por todas partes los dos mismos argumentos: "el grado de autonomía que ya hemos adquirido no es suficiente para la nación que somos pero pone a nuestro alcance la verdadera independencia"; y: "transformando nuestra región en Estado independiente, tendremos un país en efecto más pequeño pero que será verdaderamente el nuestro, en vez de un país más grande que debemos compartir con otros".

Los defensores de la unidad de la federación deben ser conscientes de que se corre el riesgo de que varios escollos hagan tambalear la estrategia del contentamiento. Voy a examinar cada uno de ellos.

El primer peligro es el creciente distanciamiento psicológico entre la región tentada por la secesión y el resto de la federación. Cada nueva concesión hecha para calmar a los secesionistas, en cuanto a la transferencia de poderes y competencias, corre el riesgo de llevar a los habitantes de esta región a desinteresarse por la federación, a escudarse más en su territorio, a definirse como un "nosotros" excluyendo a "los otros"; se corre el riesgo de que solo vean a sus conciudadanos de otras regiones de tarde en tarde y de que rechacen el gobierno federal y las instituciones comunes a todos los ciudadanos del país, considerándolas como una amenaza a su nación, como un cuerpo extraño.

El segundo peligro vinculado a la estrategia de contentamiento es que ésta corre el riesgo de perder de vista el interés público como elemento de motivación de las reformas y de los cambios. Ya no se modifican las políticas con el propósito de mejorar la calidad de los servicios públicos, sino con la esperanza de contentar a la región tentada por la secesión. Esto se aplica principalmente a las transferencias de las competencias y de los recursos del gobierno federal frente al gobierno de la región tentada por la secesión, que se efectúan no porque creamos que estas responsabilidades serán asumidas mejor por el gobierno regional, sino porque se espera así apaciguar el secesionismo.

El tercer peligro es que el reto de la secesión sea banalizado. La estrategia del contentamiento puede crear la impresión de que lo que separa a una federación que se descentraliza cada vez más y a la secesión es solo una cuestión de grado, un pequeño paso a franquear, y no un desgarro traumatizante. Nos sentimos como en una situación intermedia entre la unidad y la secesión, una especie de separación a medias.

Cuarto peligro: al mismo tiempo que banaliza este gesto extremo que constituye la secesión, la estrategia del contentamiento puede dramatizar los desacuerdos totalmente normales que surgen en toda federación. En efecto, esta estrategia empuja a cada uno a presentar la resolución a sus quejas como el medio para salvar el país: "denme lo que quiero, que de lo contrario el país va a dividirse". El menor desacuerdo sobre un presupuesto, sobre una reforma adquiere dimensiones existenciales. Esta sobrepuja hace perder a todos el sentido de los matices. El federalismo no puede eliminar los conflictos: solo puede gestionarlos de manera que las diferencias regionales se tomen en cuenta.

Quinto escollo: la estrategia del contentamiento corre el riesgo de exacerbar las tensiones entre las regiones. Para apoyar sus reivindicaciones nacionalistas y afirmar su estatuto distinto, es posible que la región tentada por la secesión exija que se le dé, solo a ella, poderes, recursos y un reconocimiento jurídico. En efecto, el federalismo puede responder a estas necesidades particulares, pero solamente hasta cierto punto. En una federación, es preciso tener cuidado de no romper el equilibrio y la equidad entre las regiones, bajo pena de que aquellas que no amenacen con separarse teman no recibir su parte justa de los recursos prestados por el gobierno federal y que se concedan a expensas suyas cada vez más privilegios a la región secesionista. A la larga, esta exacerbación de las tensiones regionales mancha la imagen del país ante sus propios ciudadanos. Estos llegan a percibir su país como un lugar de perpetuas disputas. Algunos deducen que la separación es el medio para obtener la paz, cuando de hecho es la facilidad con la que ésta se enfoca la que mina los propios fundamentos de la lealtad entre los conciudadanos.                          

Por último, el sexto escollo a evitar es que la estrategia del contentamiento corre el riesgo de liberar a los líderes secesionistas de la carga de la prueba en cuanto a la oportunidad y a la viabilidad de su proyecto, y de transferir toda esta carga a los defensores de la unidad nacional. Estos últimos tienen que asumir la responsabilidad de llevar a cabo las grandes reformas que solucionarán todos los problemas, así como la carga de la prueba. Así eludimos toda reflexión, y toda discusión, sobre el porqué y el cómo de la secesión. Ahora bien, los líderes secesionistas ya no tienen que justificar ni explicar su opción, y su tarea de persuasión es mucho más fácil si en lugar de deber probar en qué serían más felices los habitantes de la región al separarse, pueden contentarse al repetir:  "puesto que los federalistas no han llevado a cabo la gran reforma, nos marchamos".

Conclusión
En resumen, la estrategia del contentamiento comporta riesgos de efectos perversos de los que hay que ser conscientes. Induce una lógica de concesiones que puede hacer perder de vista el bienestar y los intereses de los ciudadanos. Corre el riesgo de banalizar la secesión y la ruptura que ésta representa. Puede suscitar celos entre las regiones así como confusión y hastío entre los ciudadanos. Corre el riesgo de descargar en los líderes secesionistas la obligación de justificar su proyecto.
Lo que podría ayudar a prevenirse de estos escollos sería, para los defensores de la unidad del país, imponerse la disciplina siguiente: repetir que nada justifica ante sus ojos la ruptura del país, y proponer cambios para mejorar la gobernanza del Estado, por medios constitucionales o de otro tipo. Es mejor si estos cambios convencen a los que se ven tentados por la secesión de cambiar de opinión. Pero sobre todo no es preciso presentar estas mejoras como esenciales hasta el punto de que sea necesario separarse de no poder obtenerlas. Más bien hay que concebirlas como medios de respetar la autonomía de las entidades federadas y al mismo tiempo aumentar la cohesión general de la federación  y la identidad plural de los ciudadanos.
Me parece que es en esta perspectiva que Federalistes d’Esquerres, por ejemplo, propone intensificar las características federativas de España para mejorar la cohesión general y la consideración de la diversidad del país, con la fundación de una Cámara de las entidades federadas, un mejor reconocimiento de las lenguas regionales, la clarificación de las competencias de los dos órdenes de gobierno y la relajación de las leyes marco del Estado.
El reto es muy importante, no solamente para las federaciones amenazadas por la secesión, sino para toda la humanidad. Es fácil adivinar cuál sería la reacción en el mundo si una federación democrática y descentralizada como Canadá se rompiera. De la difunta federación se diría que ha muerto por una sobredosis de descentralización, de tolerancia, en definitiva de democracia. "No sean tan tolerantes, descentralizados y abiertos como lo ha sido Canadá", se diría, "porque su minoría o sus minorías van a volverse contra ustedes, a amenazar la unidad de su país, si no a destruirla".
La razón por la que me lancé a la política en 1996 es justamente porque quiero oír lo contrario. Quiero que en todo el mundo se repita: "Podemos confiar en nuestras minorías, permitirles que se sientan realizadas a su manera, porque así reforzarán nuestro país, exactamente como Quebec refuerza a Canadá".
La federación canadiense reúne a gente y pueblos que no hablan todos el mismo idioma, cuya historia y referencias culturales nos son siempre las mismas, pero que se respetan y se ayudan mutuamente: es una baza inestimable y envidiable que tenemos que aprovechar y preservar para las siguientes generaciones. Este es el mensaje que nosotros, los canadienses, debemos enviar al mundo. Pero para ello, es preciso comprender bien lo que significa el federalismo.
En efecto, el federalismo se define por la autonomía de las entidades que constituyen la federación; pero comprende también el uso compartido de los recursos, la puesta en común de los esfuerzos y de las aspiraciones de todas las regiones y de todos los ciudadanos. Su éxito exige que todos los niveles de gobierno afectados se adhieran a una verdadera cultura de cooperación.
El federalismo es la fusión de la libertad y la solidaridad: la libertad de cada gobierno de legislar en los campos que le asigna la Constitución, y la solidaridad que une a todos los gobiernos y a todos los ciudadanos con el propósito de promover el interés de todo el país. Creer en el federalismo es querer apoyarse en la búsqueda múltiple de soluciones, gestión a la que cada gobierno aporta su experiencia y su punto de vista, de forma que se establezca una acción concertada. Creer en el federalismo es apostar por la emulación positiva que suscita la interacción de los gobiernos que buscan superarse e inspirarse entre sí, manteniendo una fuerte solidaridad que refleja la de los ciudadanos de todo el país.
El federalismo requiere y favorece al mismo tiempo el respeto de los derechos humanos, el imperio de la ley, la búsqueda múltiple de las mejores prácticas, la solidaridad en el respeto mutuo, valores compatibles con la democracia y que a su vez la alimentan.
Un federalismo totalmente eficaz es más que un sistema de gobernanza: se trata de un régimen que vincula el aprendizaje de la negociación con el arte de la resolución de conflictos, más allá de los complejos vericuetos de las relaciones intergubernamentales.

La apuesta del federalismo es reconocer que en un país la diversidad no constituye un problema, sino una oportunidad, una fuerza, un activo valioso. Es preciso que la federación canadiense gane esta apuesta. Por supuesto, les dejo a ustedes mismos juzgar el destino que desean para la suya.

domingo, 9 de marzo de 2014

Viento en las velas (Por Francisco Morente Valero)

Mariano Rajoy y Artur Mas coinciden en muchas cosas: el proyecto económico y social, la vacuidad de su mensaje o el gusto por vender espejismos como si fuesen realidades materiales incontestables, aunque, por ahora, solo a uno de ellos le compran el producto masas de ciudadanos


Con  ocasión del último «Debate sobre el estado de la nación» se estrenó en el Congreso de los Diputados una estupenda película de aventuras marineras. Temibles tormentas, un barco en peligro, un capitán con mano firme y un final feliz tras doblar la nave, contra pronóstico, el peligrosísimo cabo de Hornos. En lontananza, ya libres de toda amenaza, las acogedoras playas de los mares del Sur.



Más allá de la increíble autocomplacencia del discurso del presidente del gobierno, lo verdaderamente estremecedor del mismo fue la insensibilidad que supone decretar el final de la crisis mientras se obvia el sufrimiento pasado, presente y, por desgracia, futuro de tantos millones de personas que no ven que el viento esté hinchando las velas tal y como el capitán del barco pregona. Lo macro mejora, nos dice. Pero el sufrimiento diario es micro. Y no tiene margen de espera. No lo tienen los amenazados de deshaucio, ni los niños en riesgo de pobreza, ni quienes perdieron hace tiempo su trabajo y con él la esperanza. No lo tienen la educación pública, que amenaza con venirse abajo, o el asediado Sistema Nacional de Salud, en su momento orgullo de un incipiente estado del bienestar arduamente ganado con una lucha popular de décadas. No lo tienen los excluidos o quienes están a un paso de serlo, independientemente de dónde vivan y de dónde vengan.
Tampoco va quedando tiempo para abordar la grave crisis política e institucional que asuela el país. La falta de representatividad de las instituciones, la desconfianza ante los partidos políticos, la certeza de una corrupción rampante que no se persigue más que con declaraciones, la irresponsable forma de abordar el problema territorial que tenemos planteado y que va acumulando en la sentina los barriles de pólvora que pueden hacer que todo salte por los aires.

Mariano Rajoy decreta el final de la crisis mientras obvia el sufrimiento pasado, presente y, por desgracia, futuro de tantos millones de personas que no ven que el viento esté hinchando las velas tal y como el capitán del barco pregona


Nada de todo ello pareció importarle al presidente. En esto, como en el gusto por las imágenes náuticas, coincide con el president Mas. En realidad, coinciden en otras muchas cosas: el proyecto económico y social, la vacuidad de su mensaje o el gusto por vender espejismos como si fuesen realidades materiales incontestables, aunque, por ahora, solo a uno de ellos le compran el producto masas de ciudadanos que han llegado a la conclusión de que de perdidos, al río; o a la mar océana, para estar a tono con la moda discursiva del momento.
La imagen tópica de Rajoy es la de un presidente tumbado a la bartola, fumándose un buen puro y esperando que el tiempo le resuelva los problemas. Por aquí, la cosa se disfraza del estajanovismo propio de los catalanes, pero los hechos nos hablan de una sola ley aprobada en todo un año de actividad parlamentaria, mientras se dedican todas las energías a plantear preguntas imaginativas para consultas que sus impulsores saben que no se van a celebrar. Claro que eso no es inocente porque permite sacar del foco de atención lo que es verdaderamente sustancial: el paro, la pobreza, la creciente desigualdad social y el deterioro imparable de los servicios públicos. De todo lo cual, el culpable, ya se sabe, es Madrid.
La realidad, claro está, es otra. Mientras el Govern no deja de lloriquear por el brutal expolio al que nos somete España, ejercita a fondo sus competencias entregando cada día recursos públicos a los poderosos del país en un proceso de liquidación de lo que es de todos al que nadie le ha obligado y que aplica a rajatabla porque sarna con gusto no pica.

En Cataluña, Artur Mas ha conseguido sacar del foco de atención lo que es verdaderamente sustancial: el paro, la pobreza, la creciente desigualdad social y el deterioro imparable de los servicios públicos. De todo lo cual, el culpable, ya se sabe, es Madrid


Naturalmente, tanta coincidencia con el gobierno popular resulta contraproducente para el proceso de transición nacional hacia nadie sabe dónde. Como resulta incómoda para la sacrosanta unidad de España tanta coincidencia de los populares con los separatistas catalanes. La imagen de ese proyecto clónico en lo económico y social ha de ser contrarrestada, en Madrid y en Barcelona, con insuperables diferencias en el modelo territorial. De modo que de entenderse con el gobierno central para salir del agujero en el que nos hemos metido, ni hablar. Negociar un nuevo marco de relaciones financieras, culturales y políticas con la Generalitat, ni pensarlo. Mis líneas rojas, ni tocarlas. La culpa, toda la culpa es del otro. La responsabilidad de resolver el problema, también. Que se muevan ellos.
Así las cosas, el Hispania, con su indolente capitán escuchando un cuarteto de cuerda mientras lee el Marca, avanza imparable hacia la zona de icebergs sin que los avisos de los vigías sirvan para cambiar el rumbo. El pasaje, desesesperado, cuenta los botes salvavidas y comprueba que no va a haber para todos.
A su vez, el Catalonia surca orgulloso un mar lleno de arrecifes, de cuyo peligro advierten desde los faros europeos. En cubierta, mientras se dan la mano, muchos ignoran las advertencias, convencidos como están de que esto va a ser jauja. Otros, que han sido embarcados en el crucero sin quererlo, miran hacia el puente de mando esperando que la cordura reine entre los oficiales. Se les hiela el sudor cuando ven manejando el timón al mismísimo capitán Schettino.

lunes, 3 de marzo de 2014

Ana María Moix. In Memoriam (por Margarita Rivière)


El viernes falleció nuestra amiga Ana María Moix. Ella fue una de las primeras firmantes de la Crida a la Catalunya Federalista i d’Esquerres que dio lugar a Federalistes d’Esquerres. Muchos la han recordado estos días con cariño, entre ellos el editor Jorge Herralde. Nosotros también queremos rendirle un pequeño homenaje a esta escritora magnífica y comprometida con este texto que preparó nuestra colaboradora Margarita Rivière para el libro de Ana María Moix "Manifiesto Personal”





Estamos ante un texto singular: excepcional en su escritura, de una claridad límpida, entendible por todos, transforma todos los tópicos de la indignación y de la protesta en piezas dignas de atención humanística. Su óptica es la del ciudadano normal, la del cómplice. Por lo cual, el lamento sobre la mala educación de los jóvenes, el drama del paro o el secuestro de la política por la economía es algo que verdaderamente reconocemos en nuestras vidas. No hay sectarismo, sino una crítica radical que afecta a la moral colectiva, un dardo certero plagado de asombrosas anécdotas sobre esta emergencia cotidiana compartida. Hay enfado acerca de la estupidez humana y una reivindicación de la inteligencia: ¡no somos tontos!

“Los abusos del capitalismo están acabando con el mundo diseñado por el dinero y el consumo”, escribe. Pero la intención de Moix es reflejar “cómo vive la gente en nuestro país, qué problemas les quitan el sueño”. Los títulos de sus seis capítulos trazan el siguiente panorama: Niños. Adolescentes. Jóvenes; Adultos; Las viudas; Ancianos. Enfermedad. Muerte; Crisis de la construcción. Los desmanes del ladrillo y Una democracia anémica.
Éste es el libro que hubiera debido hacer Stéphane Hessel. Sólo un texto como el de Ana María Moix merece el reconocimiento y la cantidad de lectores recibidos por el exabrupto de ¡Indignaos!. Sólo una escritora notable como Moix puede leer la cartilla a los padres, a los adolescentes, al sistema moral de comprar, usar y tirar, a la usura financiera, al poder del ladrillo con su tela de araña, y poner a los políticos en su sitio al tiempo que revindica el voto de los ciudadanos para fortalecer la democracia. Sólo un espíritu delicado y muy observador puede reivindicar a las viudas –a las mujeres– y alzar la voz en nombre de la desaprovechada experiencia de los viejos sin caer en el melodrama o la cursilería al uso, sino todo lo contrario.

sábado, 1 de marzo de 2014

De conciertos y sus correspondientes melodías (Por Adrià Casinos)

Artur Mas se presentó en 2012 en La Moncloa pidiendo un pacto fiscal semejante al llamado concierto vasco y amenazó con echarse al monte independentista si no se le concedía ¿Realmente quería Artur Mas un pacto fiscal a la vasca? Modestamente creo que no. Los privilegios de Euskadi y Navarra no tienen futuro dentro de la fiscalidad europea y son más bien un anacronismo destinado a desaparecer 


Rememoremos. El tour de force en el que se encuentra inmerso el gobierno de Artur Mas respecto al ejecutivo central, se remonta a setiembre de 2012. Como consecuencia de la manifestación del 11 de dicho mes y año, el político catalán decidió “hacer la ola” con la Assemblea Nacional Catalana y demás convocantes. Se presentó en la Moncloa con una petición que revestía el carácter de ultimátum. Se trataba de que se concediera a Cataluña un pacto fiscal semejante al del concierto económico vasco. En caso contrario el presidente de la Generalitat amenazaba con echarse al monte independentista, que es lo que finalmente hizo. Fue una opinión generalizada que Artur Mas iba a Madrid a forzar la ruptura. Pedir el cielo es la mejor manera de obtener un no rotundo. 



A ese propósito, y ahora que estamos de conmemoraciones, y no solo la de 1714, me viene a la mente el ultimátum con el que el imperio austro-húngaro justificó la declaración de guerra a Serbia en julio de 1914. La opinión de los historiadores es prácticamente unánime: se redactó de tal manera que se hiciera inasumible por el gobierno de Belgrado.
La negativa de Rajoy se debatió largo y tendido. En los medios, se adujeron diversas razones para justificarla, tales como la manera de ser planteada, la premura con la que se exigía la respuesta, el hecho de que, para el estado, aceptar la demanda supusiera la quiebra, dado el peso considerablemente superior, desde el punto de vista tributario, de Cataluña, en comparación con Euskadi,…A mi modo de ver, y en términos generales, los análisis obviaron una faceta importante del problema, que se puede empezar a formular  a partir de la siguiente pregunta: ¿de verdad quería Artur Mas que un posible pacto fiscal catalán se asemejara al llamado concierto vasco?
Veamos. De entrada hay un problema semántico. Entre paréntesis, reconozco que soy un maniático de los términos, por la sencilla razón de mi convencimiento en que si se precisa el lenguaje, muchos conflictos desaparecen. Y el problema es el siguiente. Con no demasiadas excepciones, cuando se habla del concierto vasco se asume que éste es un pacto entre Euskadi y el gobierno de Madrid. Y eso es rotundamente falso. La capacidad normativa y recaudatoria de todos los impuestos (IVA, IRPF, impuesto de sociedades), fruto del concierto, no la tiene el gobierno vasco, sino las tres diputaciones forales de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya por separado. Y no puede ser de otra manera. El primero de dichos conciertos data de 1878; en cierta manera fue formulado como una compensación a la anulación de los fueros, llevada a cabo dos años antes. Y no se podía otorgar a Euskadi por la sencilla razón de que legalmente no existía. Como no existía Cataluña, Aragón o Andalucía. Me explico. La primera constitución española que reconoce la existencia generalizada de unidades supraprovinciales es la actual. Incluso la de la segunda república, lo que en último extremo contemplaba era la posibilidad de la formación de regiones, así como su correspondiente autonomía. Es más, en el caso de Euskadi ni siquiera existía en la fecha citada de 1878 nominalmente, ya que el denominador fue un  neologismo creado por Sabino de Arana años después.
¿Evidencia empírica de lo dicho? La sentencia de los tribunales europeos sobre las vacaciones fiscales: se condenó a las tres diputaciones vascas y, como responsable subsidiario, al gobierno español, mientras que el vasco salió de rositas.   
Como es sabido, las tres provincias vascas no son los únicos territorios que gozan de esa capacidad en el contexto tributario. La llamada Comunidad Foral de Navarra también la tiene. ¿Podría entonces afirmarse que en ese caso sí se trata de un privilegio de la comunidad autónoma? A mi modo de ver, tampoco. Cuestión diferente es que al ser Navarra una autonomía uniprovincial, el asunto se embrolle. Porque antes de la constitución de 1978 tampoco era Navarra otra cosa que una provincia. Y es esa provincia la que lleva a cabo un pacto con el estado en 1841, origen del presente privilegio fiscal. Debe recordarse que se trata de la única región que no tiene aprobado un estatuto de autonomía propiamente dicho. Se rige por la llamada Ley de Reintegración y Amejoramiento del Régimen Foral, que implica la adecuación del fuero de la antigua provincia homónima a la nueva realidad territorial.
¿A qué nos lleva todo eso? Muy sencillo, a que la reclamación que llevó Artur Mas a, digamos, negociar a la Moncloa, ya de por sí difícil, lo era más en la medida en que no existían precedentes: Cataluña hubiera sido la primera comunidad autónoma, como tal, en gozar de un concierto económico, pacto fiscal, o como quiera se califique. A no ser que el gobierno catalán hubiera admitido que dicho pacto se hubiera llevado a cabo entre el ejecutivo central y cada una de las cuatro diputaciones catalanas. ¿Pero alguien se imagina al presidente de la Generalitat aceptando que fueran las tan denostadas, por su espurio origen jacobino, provincias, las que dispusieran de las “pelas”, que luego él tendría que mendigar? Yo, claramente, no.
Por supuesto que cae dentro del dominio de la futurología preguntarse si en el proceso, que veo imparable, de uniformización de la fiscalidad europea, los privilegios de las tres provincias vascas y Navarra tienen futuro. Modestamente creo que no; principalmente por su anacronismo. Fueron pactados en tiempos en los que IRPF o IVA eran, incluso, conceptualmente impensables. El tiempo dirá si ando errado, pero lo que me parece fuera de toda lógica es imaginar que el imbroglio se amplíe con Cataluña. En ese sentido creo que la principal patronal catalana, Fomento del Trabajo Nacional (¿a qué nación se referirá el tal adjetivo?) debería bajarse del guindo al que, supuestamente, se ha encaramado, al reclamar la extensión del concierto como solución el manido “encaje” catalán.