Su falta deshabita nuestro espacio de la izquierda federal, en mayor medida, quizá, porque la protagoniza alguien que, en tierras andaluzas, no dejó nunca de presentar batalla por principios del socialismo, del republicanismo español, de la atención a una cultura propia que debía alcanzar su comprensión adecuada insertándola en el conjunto de la cultura española
“Nunca pensé que el dolor fuera tan parecido al miedo”. Con estas palabras iniciaba C.S. Lewis
su crónica de una aflicción inmensa, Una
pena en observación. La mujer que había irrumpido en su solitaria vida de
profesor algo extravagante, seguro de sí mismo, inclinado a pontificar sobre
asuntos de fe y de esperanza religiosas, había fallecido sin que ninguno de los
recursos que él había propuesto a los demás para afrontar una desgracia
pudieran consolarle. Sin embargo, la sensación de pérdida se acompañaba, ahora,
de la presencia de un recuerdo que le permitía vivir sintiendo que era una
persona mejor, más completa, más generosa, más dispuesta a comprender la
compleja trama emocional de la existencia.
La inesperada muerte de Concha Caballero, la espantosa
muerte de Concha Caballero, me ha
sumido en un dolor muy parecido al miedo. Ha sumido a miles de ciudadanos y
ciudadanas de izquierda en el estupor ante lo que sabemos que ocurrirá algún día,
pero que no creemos nunca merecer para algunas personas. Para algunas mujeres
buenas. Su falta deshabita nuestro espacio de la izquierda federal, en mayor
medida, quizá, porque la protagoniza alguien que, en tierras andaluzas, no dejó
nunca de presentar batalla por principios del socialismo, del republicanismo
español, de la atención a una cultura propia que debía alcanzar su comprensión
adecuada insertándola en el conjunto de la cultura española. Y de un proyecto
de relación entre los hombres y mujeres de España que desdeñaba el centralismo
y las opciones de separación, en especial cuando tales opciones estaban
lideradas por actitudes conservadoras, refugiadas en un súbito patriotismo
defensor de un pueblo al que no han dejado de explotar, ni en el comienzo de la
transición, ni en los albores de la quiebra del régimen que pretenden encarnar
tras haberlo monopolizado.
A Concha Caballero la conocí en debates ásperos, a los que
daba la perspectiva de una amable inteligencia con quienes compartían su
proyecto y discrepaban en algunos temas, y a los que daba una poderosa energía,
cuando se enfrentaba con quienes consideraba responsables de la miseria de la
gente. Había aprendido la dureza de la historia de España en la propia carne
familiar. Algo que yo entiendo perfectamente porque también nací (perdonadme)
en la época que para Gil de Biedma fue la de la pérgola y el tenis, y para
nosotros, para Concha y para mí, fue el tiempo de ajustar cuentas con nuestros
padres. Para los dos, la toma de
conciencia de un abismo moral español se realizó sin necesidad de salir de
casa, pero solo pudo afirmarse como esperanza cuando abandonamos un hogar
intoxicado por el odio para encontrar los espacios donde alentaba algo muy distinto
a la revancha: el sueño de una España republicana, democrática, federal y
socialista. No era solo una propuesta para adquirir el papel de los nuevos
vencedores, sino un horizonte hacia donde pudiera mirar la reconciliación de
las clases populares, y donde pudieran perfilarse sus verdaderos adversarios.
En estos tiempos en que tan fácil resulta hacerse un hueco exhibiendo palabras gruesas, haciendo ondear banderas y reclamando para cada uno una parcela propia en el paisaje flaco y entusiasta del mesianismo, Concha no dejó de ir anotando sus comentarios perspicaces, su lucidez sabiamente expuesta, sencillamente expresada, diciendo las cosas por su nombre
Recuerdo a Concha siempre a punto de emprender una sonrisa,
y se la adivinabas cuando hablabas con ella sin verla. No consigo recordarla de
otro modo. Se asomaba a la existencia como si la ternura fuera una disciplina a
la que hubiera ajustado su conducta, negándole la crispación y la flaqueza al
mismo tiempo. No dejó nunca de tener esa perspectiva de mujer atenta a la
sensibilidad de los demás, a la munición emocional con la que cargamos nuestras
percepciones. Lejos de restarle lucidez, eso le permitía alcanzar una visión más
completa de la condición humana, porque no puede construirse nada si no es
desde una bondad nada ingenua y desde la atención a los hombres y mujeres como
seres que no pueden identificarse con los esquemas ateridos de una sociología
desalmada.
El sufrimiento social,
aquel que era resultado de la voluntad de los miserables y que podía resolverse
agrupando a la buena gente en un proyecto revolucionario, le provocaba una
amargura irrenunciable. Vivir con la conciencia a punto no es nada fácil ni es un camino de rosas. La
ejemplaridad no es bien recibida por quienes escandalizan el sentido de la
decencia. Concha no buscaba en esta vida la diversión mezquina, sino la alegría
generosa, que exige prestar atención constantemente al orden moral del mundo.
No era amiga de consignas simplificadoras, sino experta en análisis complejos,
muy mal dotados para el conformismo. En estos tiempos en que tan fácil resulta
hacerse un hueco exhibiendo palabras gruesas, haciendo ondear banderas y
reclamando para cada uno una parcela propia en el paisaje flaco y entusiasta
del mesianismo, Concha no dejó de ir anotando sus comentarios perspicaces, su
lucidez sabiamente expuesta, sencillamente expresada, diciendo las cosas por su
nombre, y sin nombrarlo todo con las evasivas retóricas y la palabrería
hacinada en el lenguaje de los presuntos rebeldes de nuestra crisis.
Yo era (soy) mucho más escéptico que ella, al contemplar cómo
se movilizan, solo ahora, aquellas personas que nunca nos hicieron el menor
caso cuando hablábamos de los riesgos del euro, del aquelarre de la construcción
europea, de la degradación de la izquierda, de la capacidad del sistema para
corromper todo aquello que se le pone a tiro. A mí me ha entrado una reprobable
melancolía al ver el modo en que quienes organizan la lucha contra la
obscenidad política y social de nuestro tiempo olvidan tradiciones de lucha sin
las que ni ellos mismos podrían haber aprendido a comprender lo que sucede. A
Concha, en cambio, solo le llegó la carga de la ilusión de estos movimientos. Y
se asomaba a ellos, como lo escribió en una ocasión, como la enamorada que
contempla el paso airoso y excitante de quien le ha robado el corazón. Mirándolo
no lejos, sino desde la propia edad, desde una experiencia, con una esperanzada
complicidad y dejando paso y protagonismo a quienes devolvían el color al
rostro lívido de una tierra devastada.
Para los republicanos, para los federalistas, para los de izquierdas, Concha Caballero es una compañera a la que hay que empezar a echar de menos activamente, sin que la pérdida nos paralice, sin que la soledad nos pueda
En Concha Caballero habitaba el equilibrio entre ese respeto a tradiciones
políticas indispensables y la apertura de miras hacia lo que solo es nuevo en
parte que a mí me cuesta tanto llevar a mi conducta. Será que a mí me la experiencia me pesa, y a ella la
experiencia le permitió volar, porque nunca la tuvo como un anclaje de
seguridad, sino como un punto de apoyo para poder levantar su mirada. Intentaré
aprender de ello. Ahora, con más empeño, porque no puedo comentarlo ni siquiera
en los breves diálogos sobre paisajes, literatura, circunstancias sociales o
proyectos que podíamos trenzar, o
cuando esperaba que sus colaboraciones periodísticas me dijeran algo distinto
siempre, y siempre algo interesante.
Nunca pensé que el dolor fuera tan parecido al miedo. Me asusta nuestra condición humana, que
tan fácilmente reduce una vida intensa, combativa, alegre y bondadosa a la
ceniza. Temo esa reiteración de ausencias que va cercando nuestro lugar en la
tierra, porque no es verdad que el recuerdo nos consuele ni que el ejemplo nos
sostenga la tristeza hasta disolverla. A mi mundo, al mundo de los que llevamos
mucho tiempo luchando por la emancipación de las personas, se le ha arrancado
algo cuya falta no solo nos duele, sino que también nos empobrece. Aquí vemos a algunas mujeres
oportunistas, vivarachas, deslenguadas, petulantes y que quieren hacer pasar su
falta de escrúpulos por apego a la tierra, respeto al orden constituido o
sometimiento a una sociedad que ha demostrado sobradamente su
incompetencia. Y Concha nos ha
dejado sin su prudencia, su respeto por cualquier ser humano, su sensibilidad
ante el dolor social, su resuelta convicción de que teníamos que acabar con
esto, porque era necesario y porque era posible. Para los republicanos, para
los federalistas, para los de izquierdas, Concha Caballero es una compañera a
la que hay que empezar a echar de menos activamente, sin que la pérdida nos
paralice, sin que la soledad nos pueda.
Para recordarla como se imaginó a sí mismo uno de sus poetas favoritos
de Sevilla, Luis Cernuda, cuando dijo que “cuando la muerte quiera/una verdad
quitar de entre mis manos,/ las hallará vacías, como siempre/ardientes de
deseo,/ tendidas hacia el aire.”