lunes, 25 de diciembre de 2017

Por un federalismo robusto: la hora de avanzar en cinco dilemas (por Francesc Trillas)

Francesc Trillas analiza los cinco dilemas del federalismo planteados por Pablo Simón en Politikon. ¿Federalismo simétrico o asimétrico? ¿Federalismos a los que se llega a partir de realidades soberanas o introduciendo reformas para seguir juntos? Aquí las respuestas



En un artículo del politólogo Pablo Simón que fue escrito en 2014 y que ha vuelto a circular recientemente (lo que prueba su vigencia), se planteaban cinco dilemas que el federalismo en España debía resolver: “Si de verdad existen federalistas sinceros en España deberían ser capaces de manejar estos conceptos y mojarse en cada uno de los dilemas que plantean”. Como no sólo creo que de verdad existen federalistas en España (y en todo el mundo) sino que me considero uno de ellos, acepto el reto de Simón. Voy a intentar “manejar” los conceptos que plantea y “mojarme”, en el bien entendido que entrar en contacto con el líquido elemento no tiene que implicar necesariamente, aunque a veces sí, elegir entre conceptos que están en tensión (entre los que existe un “trade-off”), sino en ocasiones mejorar los términos del dilema, es decir, encontrar mecanismos para aliviar la tensión.

Dos libros (“Economía de una España Federal” y “Qué es el federalismo”) y mi respuesta a las diez preguntas más frecuentessobre el federalismo contenían ya algunas claves para estos dilemas, pero voy a intentar condensar los argumentos en el formato sugerido por Pablo Simón,

1. El origen de la palabra sugiere que viniendo federalismo de foedus (pacto), un sistema federal resulta de poner de acuerdo a un gobierno central y unas partes federadas. En realidad, en el federalismo europeo (y en el futuro y en parte en el presente, en un federalismo global) habría que ir más allá de dos niveles y hablar de la aceptación natural de la democracia multi-nivel, acomodando realidades distintas (una Francia más centralizada –aunque menos que en el pasado-, una Alemania con unos länder importantes, una Italia donde pesan más las ciudades que las regiones, unos continentes cada vez más integrados). Existen efectivamente federalismos a los que se llega a partir de realidades soberanas (coming together) y otros a los que se llega introduciendo reformas para seguir juntos (holding together). Estar en uno u otro creo que no se elige, sino que depende de la trayectoria histórica. España camina hacia una federación holding together y Europa hacia una federación coming together. La idea del demos como sujeto de soberanía creo que es una idea pre-federal: en el federalismo del siglo XXI creo que deberíamos relativizar el concepto de soberanía y simplemente reconocer que hay grados distintos (y en general decrecientes, como comprueban los británicos) de facilidad de separación. El federalismo debe contribuir a un marco institucional estable (como ocurre en la mayoría de federaciones) compatible con el asentimiento y la aceptación del marco legal por una gran mayoría y con el respeto de los derechos de las minorías.

2. El modelo cooperativo frente al modelo dual es el segundo dilema que sugiere Pablo Simón. Los sistemas federales se distinguen entre otros aspectos entre aquellos que tienen competencias concurrentes y otros donde existe una división más clara (dual) en la tarea de cada nivel de gobierno. Este es uno de los dilemas donde optar es imposible. Tiene que haber aspectos donde se coopere más y aspectos en los que la división de tareas sea más clara. En España se ha hablado de la necesidad de clarificar qué competencias corresponden al Estado central y dejar las demás como residuo, por defecto, para las Comunidades Autónomas. Seguramente hay muchos terrenos donde ello es posible. Pero Europa también nos muestra (por ejemplo, en la política de defensa de la competencia o la regulación de redes) que el federalismo cooperativo es necesario en áreas que requieren inputs de los distintos niveles de gobierno. Debería ser posible mejorar la claridad competencial y al mismo tiempo la calidad de la cooperación.

3. La elección entre un federalismo simétrico y uno asimétrico a menudo se presenta como algo dicotómico y además como algo en lo que algunos parecen jugarse su orgullo. En realidad, el grado de asimetría lo marca mucho la realidad, la existencia de rasgos objetivos (la geografía, las lenguas) o tradiciones legales. No debería ser tabú discutir los elementos de asimetría que existen actualmente en España ni tampoco discutir también la posibilidad de algunos elementos adicionales de asimetría que no comprometan la igualdad de derechos de los ciudadanos. El derecho a la diferencia debería ser posible sin diferencia de derechos. Todas las federaciones contienen asimetrías, especialmente la europea, pero en muchos terrenos está justificado, precisamente en aras de la igualdad, garantizar por lo menos unos “suelos” simétricos, por ejemplo en los impuestos. Nos entenderemos mejor si hablamos de federalismo flexible que si hablamos de federalismo asimétrico.

4. Autogobierno y gobierno compartido son dos rasgos que se destacan en la mayoría de definiciones de federalismo. De nuevo hay poco de antagónico entre ambos. Claramente, en España hay más autogobierno que gobierno compartido. Aquí hay mucho terreno por construir, desde la reforma del Senado hasta la cooperación entre comunidades con rasgos o problemas comunes, pasando por un mejor funcionamiento de las conferencias de presidentes. En general, sería enormemente deseable y contribuiría a la estabilidad institucional en España que las decisiones territoriales se tomaran en foros institucionales transparentes en lugar de en acuerdos partidarios cuando un partido necesita completar una mayoría.

5. El federalismo fiscal se construye haciendo compatible la corresponsabilización fiscal con la solidaridad interterritorial. El reto en España es doble: reducir la discriminación existente entre régimen foral y régimen común, y proporcionar mayor claridad y transparencia al régimen común. Más responsabilidad fiscal de las comunidades no debe ir reñida con más coordinación fiscal (suelos), y más fiscalidad europea. En los últimos meses y años varios grupos de expertos han avanzado en niveles de consenso más elevados que lo que ellos mismos admiten. Hoy es posible avanzar hacia una Hacienda federal en España, con mecanismos de recaudación cooperativos que tengan como objetivo común luchar contra el fraude y la elusión, con una financiación suficiente, y es posible avanzar hacia un presupuesto europeo digno de este nombre basado en formas de fiscalidad europeas. Sin una Hacienda federal en España y Europa es imposible sostener y mejorar el Estado del bienestar

En definitiva, la guía de Simón sigue siendo muy oportuna. Este texto no pretende ser un programa de solución definitiva de dichos dilemas, sino simplemente apuntar posibles direcciones en las que habría que trabajar mucho en los próximos meses y años en España y Europa. Sería en teoría imaginable un federalismo entendido como la preservación de privilegios. Pero no sería a la larga consentido por la mayoría de la ciudadanía, ni en España ni en Europa, ni respondería a unos valores éticos aceptables. Al mismo tiempo, el federalismo reconoce unas realidades pre-existentes (unas identidades, unos territorios), pero en lugar de enfrentarse al nacionalismo que generan, lo supera de alguna forma. Sin duda, eso genera tensión, pero es una tensión que es imprescindible saber gobernar con el máximo sentido de la tolerancia en unos tiempos sometidos a grandes convulsiones. 

Los grandes problemas de nuestra sociedad sólo se superarán aceptando que el viejo Estado-nación (con una lengua, una moneda, una bandera, un ejército y un himno) ha muerto. Debemos impulsar nuevos marcos mentales y nuevos modelos de organización y convivencia. Pero hacerlo con fiabilidad, ofreciendo seguridad a la ciudadanía. No se trata de ofrecer más descentralización, sino mejor gobierno. El federalismo no es una broma, y llegó para quedarse.

sábado, 16 de diciembre de 2017

¿Qué nos ha pasado? (por Josep Mª Asensio)

 Que la idea de ciudadano se supedite a la de nación, supone un apreciable riesgo para la democracia y la ética ya que una entidad superior en valor al sujeto, puede justificar acciones que de otro modo se considerarían reprobables



       Cuando uno se pregunta por lo sucedido en Cataluña resulta aleccionador considerar lo que escribía T. Todorov, hace unos diez años, en relación a las identidades de los individuos en la Unión Europea: “Un habitante de Barcelona puede enorgullecerse de formar parte simultáneamente de la cultura catalana, de la nación española y de los valores europeos. Esta separación no plantea en sí el menor problema, ya que hemos visto que el ser humano se acomoda fácilmente a múltiples pertenencias, en cualquier caso inevitable”[1]. Pues bien, a mi modo de ver, el intento del nacionalismo de revertir esta situación a otra monoidentitaria (concepción predominante en siglos anteriores), ha sido la principal causa del estrés que ha padecido buena parte de la sociedad catalana y que se ha visto reflejado de manera muy evidente en las relaciones sociofamiliares.

        Entre los principales factores que han contribuido a esta situación de estrés se encontrarían, a mi juicio,  los siguientes: la intensificación de la incertidumbre respecto al inmediato futuro; la contaminación de los espacios (banderas, himnos patrióticos, manifestaciones, celebraciones, etc.) y del lenguaje (¿qué esconden expresiones como “derecho a decidir”, “soberanía”, “DUI”, etc.,?); la constante presencia en los medios del problema catalán; la evidencia de engaños e intentos de manipulación por parte de muchos representantes políticos y sociales; el peso psicológico que representa sentirse en minoría en ciertos entornos sociales (lugar de trabajo, grupos de amigos, etc.) y el elevado control emocional que se requiere para evitar que las discrepancias familiares en un asunto de esta naturaleza, no se traduzcan en rupturas afectivas. Todos estos elementos transmiten una notoria sensación de conflicto, inseguridad y  temor que afectan al equilibrio psicológico de las personas, la convivencia y la idea de comunidad.
La mentalidad nacionalista a gran escala no se forma de cero, pero tampoco es la consecuencia de una espontánea respuesta colectiva ante la percepción de ciertos agravios
        La mentalidad nacionalista a gran escala no se forma de cero, pero tampoco es la consecuencia de una espontánea respuesta colectiva ante la percepción de ciertos agravios (el corredor mediterráneo, las autopistas de pago, el Estatut modificado por el Tribunal Constitucional, etc.,) así considerados por la ciudadanía de un territorio. Estas posibles afrentas influyen negativamente en la concordia, por supuesto. Pero, para que se produzcan unos efectos separadores como los vividos en Cataluña, ciertos “dedos señalizadores con poder” han de haber hecho previamente su trabajo. El de intentar orientar la mirada de la ciudadanía en una determinada dirección, intensificar los  sentimientos de pertenencia y superioridad por un lado (el “nuestro”) y de distanciamiento y desafección hacia el otro. El medio para conseguirlo no es otro, en cualquier nacionalismo, que una acción concertada y propagandística que magnifica las “diferencias” que separan a personas y territorios de uno y otro bando, intenta transformar éstas en “incompatibilidades” para, finalmente, concluir que lo que procede es independizarse de esos “otros”, causantes de buena parte de “nuestros” males y responsables de que  la considerada “nación propia”, no reconocida, ejerza el derecho que la asiste de liberarse y alcanzar su plenitud.

        Para que este proceso pueda desarrollarse es preciso, lógicamente, que los “dedos señalizadores” puedan desempeñar su influencia a través de las instituciones, las organizaciones sociales, los medios de comunicación y la educación. No es necesario que esa influencia se haga muy evidente o de manera doctrinaria. Es suficiente situar a “los nuestros” en los puestos claves de esas organizaciones, ignorar a los “otros” (a España en TV3  se la conoce por “Estado”), establecer en múltiples ámbitos (cultura, deporte, etc.,) ciertas comparaciones tendenciosas, la selección de unas u otras noticias, la infravaloración de “los otros” o destacar las virtudes de “los nuestros” por poco relevantes que sean.

        Con tiempo, y el nacionalismo en Catalunya lo ha tenido por obra y gracia de la apatía del estado y ciertos intereses partidarios, todos esos matices acaban “calando”, inconscientemente o no, en la mente de muchos ciudadanos que sienten la inquietud que les genera convivir en una atmosfera de enfrentamiento civil no declarado, pero sí perceptible. En términos de “psicopolítica” se ha de tener en cuenta, además, la probada tendencia de las personas a seguir acríticamente a sus líderes, a sentirse bien en grupos muy cohesionados y a valorar las propuestas que conlleven una cierta mística (un “nuevo” relato, la construcción de un “nuevo” país, etc.,).

        Esta deriva propicia, por otra parte, que la idea de ciudadano se supedite a la de nación, lo que supone un apreciable riesgo para la democracia y la ética ya que una entidad superior en valor al sujeto, puede justificar acciones que de otro modo se considerarían reprobables (pensemos, por ejemplo, en las antidemocráticas últimas sesiones del govern de Cataluña, en la ostensible corrupción/malversación reconocida  y en los múltiples engaños que se hizo a la población). Igualmente, se desdibuja el papel que en democracia juegan las distintas ideologías políticas (pueden gobernar conjuntamente partidos de pensamiento político muy dispar si lo requiere “la causa”), mientras que emerge la  tendencia a confundir “el pueblo” con la parte del mismo que se muestra afín a las concepciones nacionalistas. La política derivada de éstas  crea así un grave problema de convivencia que, paradójicamente, luego se propone resolver por la vía política en forma de un diálogo imposible. Y lo es porque una de las partes, El Estado, pierde siempre, ya sea cediendo su soberanía o permitiendo referendums que la pongan sucesivamente en cuestión.

        Reconducir esta situación en Cataluña no va a ser una tarea fácil. Solicitará no pocos esfuerzos para lograr una mutua comprensión, la vuelta a la democracia constitucional, transformar las fuerzas separadoras en cohesivas y generar  mentalidades que valoren la convivencia cívica por encima de cualquier otra pretensión transformadora de la sociedad. Pienso que quizás la idea de un federalismo con alta sensibilidad social, propenso a contemplar la diversidad como una riqueza para el conjunto y leal a las instituciones, pueda ser una vía de solución a medio o largo plazo.


Resumen de la intervención  Federalistes d’Esquerra en Sant Cugat el 1 de diciembre de 2017




[1] Todorov, T. (2008) El miedo a los bárbaros, Círculo de Lectores, Barcelona, p.117.

miércoles, 13 de diciembre de 2017

Identidades Rivalizadas (por Gaby Poblet)

La gran contradicción que arrastra el modelo de estado-nación es que la identidad nacional sirve para velar una realidad: la desigualdad y la brecha social dentro de la misma comunidad política




        Los balcones de Catalunya se han convertido en el escenario de una guerra de banderas. Las estelades blaves dueñas de una anhelada libertad y las roji-gualdas representando el amor a la tierra de Cervantes se miran con recelo. En ningún balcón conviven las dos banderas. Son banderas rivales y representan identidades nacionales rivales. Y aunque estén en una misma finca, entre ellas hay una frontera. No es un fenómeno nuevo, ni tampoco exclusivo de Catalunya y España.

        Las identidades nacionales, habitualmente representadas con banderas, fueron premisas fundamentales para forjar la creación de los estados-nación en el mundo burgués del siglo XIX, un mundo dividido pero a la vez interdependiente. En su ya clásico libro Comunidades Imaginadas, Benedict Anderson definió a la nación como una “comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana”. Explica este autor que la nación se concibe como comunidad porque a pesar de la desigualdad y la explotación, existe un compañerismo profundo y horizontal, y existe una conciencia nacional de quiénes forman parte de esa nación, aunque nunca se llegue a conocer a todos los miembros.

        En el Siglo XIX, circunscribir a esta “comunidad imaginada”, no resultó nada fácil. Para definir y cohesionar a la colectividad de ciudadanos pertenecientes a un estado-nación, se bregó especialmente sobre la identidad nacional basada en la idea de Volksgeist (espíritu del pueblo), un concepto definido por el filósofo Heider y difundido por el romanticismo alemán. La idea de Volkgeist asume la existencia de naciones independientes, cada cual con una identidad nacional diferenciada como una fuerza propia y natural de un pueblo, que se manifiesta a través de elementos considerados inmutables, como la lengua, la historia, la poesía o determinadas costumbres y tradiciones, muchas revalorizadas de la épica medieval.

        Pero el romanticismo alemán, la construcción de la conciencia nacional y la propia idea de estado-nación han hecho olvidar que en realidad la identidad nacional es un concepto meramente relacional. Toda identidad nacional requiere de Otra identidad para poder destacar su diferencia. Las identidades nacionales se fueron construyendo a partir de rivalidades políticas existentes que luego fueron delimitando la pertenencia a un estado-nación. En un principio, ni siquiera la lengua era excluyente para pertenecer a una comunidad política. Tal como explicó el antropólogo Frederik Barth, fueron, paradójicamente, las situaciones de contacto las que diferenciaron y marcaron las identidades nacionales como “propias”.

        La gran contradicción que arrastra el modelo de estado-nación es que la identidad nacional sirve para velar una realidad: la desigualdad y la brecha social dentro de la misma comunidad política. La identidad nacional – siempre de una forma rivalizada entre naciones - es lo que permitió generar vínculos horizontales y reforzar la idea de fraternidad entre ciudadanos de una misma nación. Es lo que legitimó también, morir en guerras e incluso matar por la pertenencia y el amor a esa nación. Y aunque no se llegue a matar o morir por ello, hoy en día aún resulta muy difícil que una lucha enmarcada en cuestiones territoriales y nacionales, no derive en debates identitarios también de forma rivalizada, que acaban dividiendo a la clase trabajadora, tal como ocurre en Catalunya y en muchos países europeos.

        ¿Qué está pasando ahora en Europa?
        La comunidad nacional también se convirtió en garante de la seguridad y la protección dentro de esa comunidad, en tanto otorga los derechos de ciudadanía por pertenecer a ella. Cuando hay una crisis económica profunda y escasean el trabajo y los recursos, la comunidad nacional se hace más pequeña. En vez de revisar los vínculos verticales causantes de estas crisis, se revisan los vínculos horizontales y enseguida aparecen chivos expiatorios, que son aquellos cuya identidad es la más diferenciada, y por lo tanto, la más fácil de rivalizar: extranjeros, grupos de otra religión o cultura, o comunidades vecinas. La idea del Volkgeist vuelve a resurgir y se produce un repliegue dentro de la comunidad para proteger los derechos de los miembros que se consideran “auténticos”. Es lo que se denomina repliegue nacionalista, que apela a “recuperar” la esencia cultural y los privilegios sociales de esa comunidad (que pudieron haber sido reales o bien que se transmitieron como forma de mito).

         El exponente más significativo es la ultra derecha europea con lemas como “Au nom du peuple” de Lepen, o el “America First” de Trump. El miedo a la globalización también contribuye a un repliegue nacional e identitario. El mundo está más comunicado y las amenazas están más cerca. Surge la sensación de que en una comunidad más pequeña estamos mejor protegidos y de que a su vez esta comunidad más pequeña será más fácil de proteger. Es como cuando hay una tormenta y sentimos que lo mejor es estar en casa con nuestra familia al calor de una chimenea. El problema aparece cuando necesitamos salir a la intemperie para buscar recursos y no tenemos paraguas.

        La realidad es que el Volkgeist y esa comunidad imaginada que aparentemente nos protege, son un mito. Tal vez fueron útiles en su momento como refugio, pero ahora ya no son un refugio, ni mucho menos una solución. La globalización ha dejado obsoleta aquella creencia de que la soberanía radica en la nación, y el estado por sí sólo como instrumento apenas alcanza para garantizar los derechos de ciudadanía. Las soluciones a las crisis deben pasar por tejer alianzas más allá de esas fronteras imaginadas, que promuevan integración, fraternidad y cooperación.

        En estas nuevas alianzas y marcos cooperativos, las identidades nacionales no deben ser excluyentes ni rivales. El federalismo tiene la responsabilidad de desnaturalizar las rivalidades entre identidades nacionales, y validar la identidad nacional como una premisa relacional y múltiple. Esto no se trata de romper ni fraccionar las identidades nacionales, ni mucho menos de negarlas o invisibilizarlas. Tampoco se trata de fusionarlas, ni diluirlas en banderas blancas o de varios colores. Se trata de eliminar rivalidades denunciando la instrumentalización de las identidades nacionales por parte de las élites económicas y políticas, para volver a situar el conflicto en su eje vertical, y no de forma horizontal. Eliminar y desmitificar estas rivalidades es el primer paso para lograr redefinir el sentido de pertenencia a una comunidad política que proteja y otorgue derechos.
El federalismo debe legitimar la convivencia de diferentes identidades nacionales en un espacio más amplio, democrático y plural, y reafirmarse sobre la existencia de múltiples pertenencias. Debe encontrar elementos aglutinadores para generar nuevos vínculos emocionales horizontales que permitan ampliar las fronteras de la “comunidad imaginada”
        El federalismo debe legitimar la convivencia de diferentes identidades nacionales en un espacio más amplio, democrático y plural, y reafirmarse sobre la existencia de múltiples pertenencias. Debe encontrar elementos aglutinadores para generar nuevos vínculos emocionales horizontales que permitan ampliar las fronteras de la “comunidad imaginada”. Es a través de estos nuevos vínculos y de las múltiples pertenencias que el federalismo podrá abrirse camino y consolidarse como una forma de organización cooperativa y solidaria, erradicando definitivamente las viejas y míticas “guerras de banderas”.


        Nota de la autora: Al igual que Amin Maalouf cuando acaba su libro Identidades Asesinas, deseo que dentro de unos años cuando mis hijos o nietos encuentren este artículo perdido en el ciberespacio, me digan: ¿En serio era necesario explicar esta tontería?