¿Qué podría deparar un proceso de reivindicación identitaria de la nación española, prolongado en el tiempo y alimentado por un relato ilusionante, si gozase del apoyo de alrededor de la mitad de la ciudadanía?
Lola García escribe en su excepcional crónica del procés, Naufragio, que la clave del éxito del propio procés para cuadruplicar el apoyo al independentismo en la sociedad catalana estuvo en ilusionar. Detalla como la denominada ‘revolución de las sonrisas’ tuvo su germen en una visión que los dirigentes de la hoy consumida CDC tomaron prestada de la brillante película No, de Pablo Larraín, sobre la campaña de la oposición chilena en el plebiscito sobre Pinochet de 1988. Cada vez más superada por la indignación en el actual ambiente de enfrentamiento centrado en el proceso judicial, es evidente, sin embargo, que esa ilusión ha conseguido mantener viva una movilización de enorme magnitud durante 7 años, con una resistencia excepcional a las fratricidas intrigas de sus líderes políticos.
Esa ilusión consiguió también otro objetivo fundamental. En plena crisis económica, el independentismo consiguió cambiar el eje dominante de la política catalana del social al nacionalista, y creó con ello el congelador más efectivo de la historia política moderna de España: el congelador de las demandas e inquietudes sociales, las cuales una gran parte de la sociedad catalana aceptó debían quedar relegadas, congeladas, durante unos años, hasta que el advenimiento de la república hiciera posible su solución mediante una nueva legalidad y unas finanzas boyantes. Es innegable el éxito del relato que, en esta vertiente sin duda, y a pesar de lo que reza el mantra, fue gestado y dirigido de arriba abajo.
Mucho se ha escrito sobre los sentimientos que el procés despierta en el nacionalismo español, reivindicado cada vez más como pilar central de la trinidad de la derecha. Si bien se mencionan a menudo la confrontación, el rechazo o la simbiosis tácita entre nacionalismos en competición, poco se ha hablado de la envidia.
Envidia, sin embargo, es lo que posiblemente sientan los ideólogos de la derecha española de corte más abiertamente nacionalista. No es difícil imaginar a los más osados estudiando el procés como ejemplo académico, tomando apuntes en cada sesión del juicio quién sabe si desde el palco de la acusación popular. Envidia por el músculo del independentismo para conseguir generar y mantener esa movilización sobre el eje nacionalista a través del relato eficaz, resistente y sostenido en el tiempo, de lo cual los actores del nacionalismo español han sido hasta ahora totalmente incapaces. Las movilizaciones reivindicativas de Colón, aún con su sonado fracaso de participación, son sólo la receta clásica del PP en la oposición: la de las manifestaciones contra la ley del aborto o del matrimonio homosexual. Receta de la vieja escuela, puntas de iceberg discontinuas carentes de mayor narrativa y centradas en el rechazo en vez de en el avance. Fósiles de la era analógica.
La onda expansiva del procés, sin embargo, es potente e impredecible. Existe el riesgo de que despierte, en algún sector de la derecha, ya sea veterano o advenedizo, la epifanía del relato, de la ilusión, de la clave de la movilización constante y la llave del congelador de las demandas sociales. ¿Qué podría deparar un proceso de reivindicación identitaria de la nación española, prolongado en el tiempo y alimentado por un relato ilusionante, si gozase del apoyo de alrededor de la mitad de la ciudadanía? Si un fervor popular arropado por una mayoría de escaños en el Congreso llevara al ninguneo y a la ruptura de la legalidad, ¿habría acaso un resorte análogo al 155 para detener el abuso de poder? Escenario húngaro. Atención a los últimos escaños de cada provincia en abril.