lunes, 31 de marzo de 2014

Liberalismo y federalismo en el siglo XIX (Por Daniel Guerra Sesma*)

El republicanismo federal y el liberalismo democrático surgen como reacción al limitado liberalismo doctrinario y en demanda de mayores cauces de participación. Los republicanos federales no eran aún federalistas, no pensaban en un programa de división territorial del Estado, sino que federal era su acción y su forma de toma de decisiones. Fue Pi y Margall, ya bien avanzado el siglo, el que traslada el modelo de esa acción política federal a un paradigma federalista para el Estado


El pasado 23 de marzo el historiador Joaquim Coll publicó un interesante artículo en Esquerra sense fronteres titulado “Mito y realidad de la Pepa”. En él partía de una tesis principal, siguiendo a José Álvarez Junco, que comparto: la de estudiar pero no utilizar políticamente el proceso constituyente de Cádiz. Ese proceso, sobre bases liberales, significa la configuración de España como nación política y el establecimiento del principio de soberanía nacional y de la monarquía constitucional. Ha habido por parte de la derecha un intento de asimilar esa base constituyente con su ideología actual, pretendiendo además imponer un relato histórico propio, tal como hace el nacionalismo catalán con los hechos de 1714. Los neoliberales de ahora se justifican en el liberalismo político de entonces, pero, recordando el cuadro de Gisbert, yo no sé si en aquel contexto político estarían junto a Torrijos o más bien en el pelotón de fusilamiento.



Pi y Margall pensaba que el federalismo era la forma más democrática de organizar el Estado


Ciertamente, el nacionalista no fue el único resorte de la Guerra de la Independencia (1808-1813), sino que fue concurrente al menos con otros dos: el absolutismo monárquico y el tradicionalismo religioso. Sin embargo, sí fue el más importante entre los liberales y en las Cortes de Cádiz. Lo que nos integra en la relación entre nacionalismo y liberalismo inaugurada, aún de manera incipiente, por la revolución inglesa de 1688, y luego por el jacobinismo francés, las revoluciones europeas de 1820, 1830 y 1848 y la unificación italiana de 1861. En contra de lo que muchos creen, el origen del nacionalismo español no fue conservador, sino liberal.
A partir de esa tesis principal, Joaquim expone otras dos ideas en su escrito que han provocado mi interés. A saber, que el liberalismo tenía una idea de nación pero no de organización interna, y que el federalismo del siglo XIX surge por esta falla. Son dos ideas importantes que merecen un comentario.
En cuanto a la primera, Joaquim se basa en la redacción del artículo 11 de la Constitución (12 del proyecto), que deja abierta la división territorial de la nueva nación. Tal como afirma Argüelles en su Discurso Preliminar y en la discusión del artículo, las razones logísticas impiden cerrar una nueva demarcación (lo que Joaquim reconoce en su artículo). Sin embargo, ello no obsta para que el liberalismo doceañista, que influyó decisivamente en el texto constitucional, sí tuviera un programa territorial definido, que consistía en sustituir las Juntas provinciales surgidas durante la guerra por nuevas Diputaciones de ámbito igualmente provincial. Así, el diputado extremeño Antonio Oliveros ya propuso el 11 de octubre de 1810, recién inauguradas las Cortes, un Reglamento de Arreglo de Provincias para el reclutamiento y la recaudación de impuestos (aprobado el 16 de marzo de 1811), lo que nos indica dos cosas: que el liberalismo gaditano ya tenía la demarcación provincial en su cosmovisión ideológica, y que su intención era ir creando servicios administrativos iguales para todo el territorio. Este esfuerzo unificador avanzó en esos primeros compases del proceso con una propuesta del diputado catalán Espiga, presentada el 5 de febrero de 1811, para unificar las diversas legislaciones territoriales en materias civil, penal, fiscal, mercantil.
El propio texto constitucional reitera el provincialismo del liberalismo gaditano. Así, el Cap. V del Título III establece la provincia como demarcación electoral; el Título V provincializa la administración judicial a través de las Audiencias, dejando al Supremo Central como unificador de doctrina, y el Cap. II del Título VI consagra la organización política y económica de las provincias a través de las Diputaciones. Finalmente, el 23 de mayo de 1812 se decreta –aún provisionalmente- la nueva demarcación territorial con la creación de 33 nuevas provincias, que se amplían a 36 con la nueva demarcación encargada a Felipe Bauzá en junio de 1813, 52 en el proyecto de José Agustín Larramendi de 1822, y 49 en el de Javier de Burgos en 1833.
Así pues, el liberalismo doceañista no sólo tenía una idea nacional para España, sino también un programa de división territorial basado en la provincia. La mayoría liberal de las Cortes justificó históricamente la nueva Constitución en las leyes fundamentales de los antiguos reinos peninsulares, integrando y mencionando reiteradamente en diversas sesiones, desde el citado Discurso Preliminar de Argüelles, los fueros navarros, aragoneses y castellanos.

El federalismo del Partido Republicano Federal (PRF) no fue unívoco ni tampoco realmente dominante, sino uno de sus componentes ideológicos. Podemos decir que, al final, el Partido Republicano Federal fue más republicano que federal


Ciertamente, una cosa fue la idea y otra la realidad aplicada. A lo largo del siglo XIX el liberalismo, con muchas dificultades tanto exógenas como endógenas, desarrolló un  centralismo administrativo (que tuvo que convivir con un fuerte caciquismo local) y un relativo programa de nacionalización española. La debilidad de este programa nacional, reconocida por Borja de Riquer pero discutida por otros autores (De Blas, Fusi) permitió el surgimiento, a finales de siglo, de unos nacionalismos periféricos que no estuvieron presentes en las Cortes de Cádiz. Asimismo, generó lo que Antonio Elorza y Álvarez Junco dan en llamar sensación de alteridad del Estado por parte de las capas populares y del incipiente proletariado. Éste identificó el centralismo con un poder que, más allá del establecimiento del servicio militar y de la simbología pública como elementos de socialización identitaria, no desarrollaba políticas públicas que integraran positivamente a la población en esa identidad estatal. Lo cual no significa que no tuvieran conciencia nacional, que se mantuvo de forma mayoritaria entre la población gracias a otros elementos identitarios de tipo cultural (lengua y literatura españolas, teatro barroco, zarzuela) e histórico (la conciencia de compartir durante siglos un espacio en común). Por lo tanto, la alteridad de clase no era con la Nación, de la que todos se sentían parte, sino más bien con el Estado, del que se sentían muy alejados. Y no por cuestiones territoriales, sino políticas y sociales.
El republicanismo federal y el liberalismo democrático surgen por esta alteridad, como reacción al limitado liberalismo doctrinario y en demanda de mayores cauces de participación. Los republicanos federales no eran aún federalistas, no pensaban en un programa de división territorial del Estado, sino que federal era su acción y su forma de toma de decisiones desde la base, en núcleos normalmente reducidos de ámbito local, casi siempre inconexos, desde los cuales buscaban el acuerdo con otros grupos para unas revueltas difusas, sin una organización general definida ni un programa revolucionario integral. Es cierto que Flórez Estrada, en sus Bases Constitucionales de 1810 propuso unos congresos provinciales con poder legislativo; es cierto que Ramón Xauradó mantuvo posiciones particularistas y protonacionalistas; como también que más tarde Fernando Garrido, en otro proyecto constitucional, propuso la autonomía regional. Pero fueron pronunciamientos puntuales que no ocultaban que el objetivo prioritario de aquellos republicanos federales no era aún el Estado Federal, sino el cambio político y social.
Fue Pi y Margall, ya bien avanzado el siglo, el que traslada el modelo de esa acción política federal a un paradigma federalista para el Estado. El Partido Republicano Federal (PRF) que contribuye a fundar lo es porque se forma reproduciendo esa base de grupos territoriales, con acuerdos entre ellos para la formación de una organización política estable. Pensando que esa manera de organizar un partido es la más democrática, Pi pensará que también será la manera más democrática de organizar un Estado. Fue Pi, por lo tanto, el que vinculó la cuestión política y social con la cuestión territorial, relacionando el abuso de poder con el centralismo. Y esto no le llevó a un particularismo nacionalista, sino a la transformación de la organización territorial del Estado.
Pero a la larga el PRF tampoco acabó siendo un partido únicamente federalista. Las ideas sinalagmáticas de Pi fueron contestadas por las orgánicas de Salmerón, Chao y Figueras, tomadas por débiles por los confederalistas intransigentes y simplemente rechazadas por los representantes de otras corrientes más centralistas (Castelar, Olías). Los más reacios al federalismo fueron, a la hora de la verdad, los que tomaron las grandes decisiones. Por lo tanto, el federalismo del Partido Republicano Federal no fue unívoco ni tampoco realmente dominante, sino uno de sus componentes ideológicos. Podemos decir que, al final, el Partido Republicano Federal fue más republicano que federal. En este punto, creo recomendable la lectura del libro coordinado por Manuel Chust Federalismo y cuestión federal en España (Univ. Jaume I, Valencia, 2002).
Así pues, entiendo que el surgimiento del federalismo en el siglo XIX se debe, sí, a la debilidad del liberalismo español, pero no en lo referente a la cuestión nacional o territorial sino a la cuestión social y política, y no apareció como una propuesta de división territorial del Estado sino como una idea democrática y de reforma social. Será Pi y Margall, en la segunda mitad del siglo, el que vinculará ambas variables de manera sistemática. La tesis de la debilidad nacional del liberalismo decimonónico puede explicar el origen de los nacionalismos periféricos, pero no el del federalismo. 

*Daniel Guerra Sesma es politólogo, profesor de Derecho Internacional Público en la Universidad de Sevilla y autor de Socialismo español y federalismo, 1873-1976 (KRK Ediciones-FJB, Oviedo, 2013)

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