domingo, 29 de noviembre de 2015

El teatro llega al Parlament (Por Francesc Esteva)

Me ha fascinado el montaje de las últimas Diadas, los escenarios perfectamente planificados, su estupenda puesta en escena. Me gustaría saber quién es el director. También claro, el precio que cobra y su relación con TV3. Pero cuando el teatro llega al Parlament y los diputados se convierten en actores, sus movimientos me afectan y entonces me veo inmerso en una obra que no me gusta y en la que me obligan a estar presente sin dejarme actuar




Soy un gran amante del teatro. Muy joven descubrí las representaciones y las que mueven muchos actores como los autos sacramentales me fascinan. Ronda de Mort a Sinera fue mi iniciación. En un momento había todo el escenario lleno de personas que se iban moviendo y repetían el slogan “som els millors”. El sonsonete de fondo parecía un canon y los personajes moviéndose en escena decían más que lo que podrían haber dicho de otras formas. Por eso me ha fascinado el montaje de las últimas Diadas, los escenarios perfectamente planificados, su estupenda puesta en escena. Me gustaría saber quién es el director de las representaciones. También claro, el precio que cobra y su relación con TV3 para la organización de tales eventos. 
Pero fuera del magnífico espectáculo, me gustaría saber todo este esfuerzo a donde conduce porque no lo montan como espectáculo sino que lo montan, según dicen, para llevarnos a todos los catalanes al mejor de los mundos. Y ahí cuando llegamos a este punto toda mi fascinación se desvanece. Porque cuando el teatro llega al Parlament y los diputados se convierten en actores de una función sus actos, sus movimientos me afectan y entonces me veo inmerso en una obra que no me gusta y en la que me obligan a estar presente sin dejarme actuar. Fuera del teatro ¿tiene alguna lógica su actuación? Todo el mundo ha podido leer la declaración que, en el teatro en que han convertido el Parlament, se aprobó entre risas y aplausos de los proponentes. ¿Tiene esta declaración algo que ver con lo que decían los proponentes en la campaña electoral? Veamos algunos datos.
La CUP después del 27 S dijo que los resultados no avalaban una declaración unilateral de independencia cosa que han pactado y votado en la primera ocasión que han tenido. Decían en campaña que lucharían contra la corrupción. El famoso 3% ni se cita en la declaración que debe guiar este país a la Arcadia futura (otra vez el teatro, la literatura que tanto les gusta). Y ¿qué decir de Junts pel Si? Nos han mareado la perdiz diciendo que continuaríamos en la UE, que los que decíamos que sin acuerdo con España, estaríamos fuera y con acuerdo tendríamos un interregno seguramente corto pero interregno al fin, éramos unos agoreros. Y resulta que lo primero que hacen es situarse ellos (y por ende situarnos a todos los catalanes) fuera de la UE, de la OTAN y de la ONU de golpe, de un plumazo, con el artículo octavo de la declaración.  La aprobación de la declaración entre otras cosas nos remite a un país autárquico, cerrado consigo mismo sin relaciones exteriores que debería pactar posteriormente. Ahora si a posteriori, una vez declarada la independencia se muestran dispuestos a negociar. ¿Alguien con sentido común piensa que en la UE, la ONU o en España alguien está al otro lado del teléfono para tamaños dislates?

Llevamos cinco años sin un gobierno que resuelva ninguno de los graves problemas que tiene este país y sus gentes entre las que hay muchos que tienen verdaderos problemas de subsistencia


Según nos dicen todo lo anterior está avalado por un mandato democrático del pueblo de Cataluña que resulta tan mayoritario que ni tan solo les permite formar gobierno. O sea que la declaración va dirigida a alguien que todavía no sabemos quien es ni si habrá alguien. A mi este espectáculo (insisto en que si sólo fuera espectáculo resultaría fascinante, como aquellas películas cuyo argumento siempre supera lo que uno espera) me recuerda el chiste de Eugenio cuando estando una persona colgada de una rama en un precipicio empieza a gritar pidiendo auxilio y le responde Dios diciendo que se deje caer que sus ángeles le recogerán y el hombre con un gran sentido común responde “Vale, pero ¿hay alguien más?”. Pues aquí nos meten en un precipicio y nos dicen déjense caer, no se preocupen que caeremos bien (en la Arcadia soñada) y creo que somos muchos a los que nos gustaría poder decir lo de Eugenio: vale, pero ¿hay alguien más sensato? La situación actual la describía muy gráficamente Marius Carol, director de La vanguardia, cuando decía que él recibía muchas llamadas de corresponsales extranjeros que le pedían les explicara lo que pasaba y que no sabía como explicarlo y ante la insistencia de un independentista le dijo: "por favor dame tu teléfono que cuando me llamen se lo paso y se lo explicas directamente”. 
Y esto va a durar porque a la CUP le encanta este interregno. Ni en el más sofisticado mundo que su imaginación pudiera haber creado se hubieran imaginado tener la atención mediática que tienen. ¿Para qué, pues, romper el encanto? ¿Para volver a la más aguda soledad? ¿Recuerdan como se hallaba David Fernández cuando entró en el Parlament? Pues vamos a tener que esperar al final para saber como se resuelve el dilema y mientras continuaremos en el teatro y con Mas implorando el voto a la CUP. Realmente patético.
¿Y el futuro? Aparte de la casi segura suspensión de la declaración por el tribunal constitucional y el nulo apoyo internacional creo que será curioso ver cómo se comportan los parlamentarios de los grupos que han apoyado la declaración del 9N en el parlamento español. Hay una probabilidad grande de que se abra paso una reforma profunda del sistema, muy posiblemente de la constitución. ¿Participarán en este debate que su declaración considera que no les incumbe? Yo y muchos catalanes queremos participar pero ellos parecen auto excluirse. De la misma forma que ahora nos han dejado a más de la mitad fuera del Parlament, ¿dejarán ellos a su 48% fuera del debate constitucional? Sinceramente como teatro me parece excelente y, repito, me gustaría conocer al director para felicitarlo. Como política solo puedo calificarlo de dislate. Ni coherencia, ni visión de futuro, ni realismo. Somos el hazmerreír de la prensa internacional y mientras tanto llevamos cinco años sin un gobierno que resuelva ninguno de los graves problemas que tiene este país y sus gentes entre las que hay muchos que tienen verdaderos problemas de subsistencia.

jueves, 19 de noviembre de 2015

Derrame emocional y parálisis política. Algunos comentarios al debate de investidura (por Ferran Gallego)

La amplia movilización de los catalanes es el resultado de una crisis orgánica del sistema, de una falla irrevocable en su edificio constitucional. No se trata solo de que el edificio necesita reformas. Estamos ante una rápida toma de conciencia de las clases populares de las limitaciones del régimen democrático parlamentario actual y del esquema de construcción europea al que se ha asistido



Al publicar la última edición de La realidad y el deseo, en 1958, Luis Cernuda redactó un extenso ensayo en el que explicaba el proceso personal y el aprendizaje literario que había creado aquella obra maestra de nuestra lírica. En Historial de un libro, se refirió a su contacto con los escritores británicos en tiempos de su exilio inicial y a la importancia que estos tuvieron en hacerle superar algunos aspectos que consideraba reprobables en la tradición lírica española: “Aprendí a evitar, en lo posible, dos vicios literarios que en inglés se conocen, uno,  como pathetic fallacy, lo que podría traducirse como engaño sentimental, tratando de que el proceso de mi experiencia se objetivara, y no deparase al lector su resultado, o sea, una impresión subjetiva; otro, como purple patch o trozo de bravura, la bonitura y lo superfino de la expresión, no condescendiendo con frases que me gustaran por sí mismas y sacrificándolas a la línea del poema, al dibujo de la composición.” Tras haber asistido a la inaudita puesta en escena del debate de investidura los días 10 y 12 de noviembre, podemos afirmar que los escrúpulos de Luis Cernuda ante los vicios verdaderos de la poesía lírica española deben aplicarse a las falsas virtudes de la prosa parlamentaria catalana. El patetismo, que se presentaba como autenticidad emotiva,  y la filigrana insignificante, que se nos proyectaba como contundencia argumental,  consiguieron templar algunos momentos nucleares de un debate cuyo estilo rezumaba las aspiraciones de solemnidad que cabe esperar del  reguero de jornadas históricas en que se ha convertido nuestro calendario institucional.

El regreso de la soberanía

La aspiración al dramatismo de palabra y gesto con el que nos obsequiaron algunas intervenciones no carece de coherencia con lo que se ha contemplado en este país desde hace algunos años. Ni siquiera merece mordacidad, cuando lo que expresa es la intensidad y la importancia de lo que viene sucediendo, aunque en una línea muy distinta a lo que se permite suponer el nacionalismo secesionista. Digámoslo con claridad y sin doblez. La amplia movilización de los catalanes es el resultado de una crisis orgánica del sistema, de una falla irrevocable en su edificio constitucional. No se trata solo de que el edificio necesita reformas. Estamos ante una rápida toma de conciencia de las clases populares de las limitaciones del régimen democrático parlamentario actual y del esquema de construcción europea al que se ha asistido. Lo que hay es la reivindicación de la democracia: es decir, de la soberanía. De la república, del derecho a decidir sobre demasiadas cuestiones que han sido alejadas de la voluntad de los ciudadanos. 
La crisis ha tenido la virtud de desvelar el fondo de ciertas cuestiones que se consideraban accidentales y que son carga necesaria de la actual configuración de poderes a escala europea. La crisis, además, ha conseguido que los sufrimientos concretos, el aislamiento individualista y las experiencias fragmentarias con que la cultura neoliberal sustituyó las tramas de sociabilidad de las comunidades políticas previas a los años 90, hayan adquirido una vigorosa perspectiva de totalidad, de pertenencia a una misma peripecia colectiva, de profunda interdependencia. La derrota de la cultura social en que se fundaba el Estado del bienestar ha sido revisada gracias a la impunidad con que los gestores de la crisis creían que podían seguir actuando.  Compartir el sufrimiento social en tan diversas formas y matices ha acabado por provocar el retorno de la comunidad consciente de sí misma. El “no more society” de la señora Thatcher ha concluido. Esa es, sin duda alguna, la cara más decisiva de la movilización que se ha producido en Catalunya y que sin la crisis sería inimaginable: entre otras razones, porque no se había dado cuando existían idénticos motivos si estos se reducen a la reivindicación de una identidad o a la reclamación de un Estado propio.
Reconozcamos, por tanto unas condiciones que podrían resultar tan prometedoras para quienes creemos que debe recuperarse la primacía de la política, la acción de los ciudadanos y el desdén por la percepción privatizadora del conflicto social. Saludemos también el retorno, aún difuso, vacilante y lleno de una sana disposición a equivocarse, de las  tradiciones de emancipación,   tan apagadas en momentos de anemia ideológica que siguieron al fin de los “treinta gloriosos”, a la descomposición del llamado “socialismo real” y a la devastadora pérdida de pulso ideológico de las izquierdas. Aplaudamos como es debido este destello democrático que ha venido a iluminar un paisaje cobrizo, aletargado en la sensación de que nada podía hacerse contra el curso determinante y autónomo de los hechos, como si los acontecimientos hubieran dejado de tener que ver con los sujetos históricos. El estado de excepción decretado por la crisis, acompañado de una suspensión de derechos sociales que se creía sin respuesta posible, ha llevado a una asunción de responsabilidades y de esperanzas, que contienen la exigencia del retorno del hecho político por excelencia: la fijación de la soberanía. En efecto, es la democracia lo que se reivindica. Es la cultura republicana. Es la nación organizada en comunidad política,  y con la voluntad de una nueva legitimidad que no  puede ser secuestrada por quienes ensanchan el reino del poder a costa del exilio de la ciudadanía. Pero con mucha más ambición y por caminos muy distintos de los que pretende el discurso secesionista dominante.
           
La representación parlamentaria

Es lógico que, arrancando de esa realidad en proceso de mutación radical, lo que se haya manifestado por los portavoces secesionistas en el Parlament haya sido el deseo de representarlo. Y de hacerlo en todos los sentidos que esta palabra posee. Lo que se ha querido, más allá de toda lectura razonable de los resultados electorales, ha sido concentrar en la bancada independentista un valor añadido de manifestación de la voluntad popular que no corresponde a lo que la ciudadanía ha votado. La cámara es la representante de la nación. Pero lo es en su conjunto. Ni siquiera puede identificarse con una mayoría fabricada mediante la absurda normativa cuya malevolencia sale a la luz siempre en momentos tan críticos y decisivos como estos. Aquí ya no se confunde la parte con el todo. Aquí se hace pasar el voto minoritario como la voluntad entera de una sociedad. O, como se ha dicho ya tantas veces, mediante el obsceno ejercicio de considerar la idoneidad del sufragio según su voltaje nacionalista. Tras haber superado las arcaicas nociones del voto censitario y del sufragio masculino, hemos llegado a una soberbia deformación de la democracia –incluso en su más humilde concepto procesal- para afirmar el valor distinto de los votos, según se ajusten con mayor o menor fidelidad a lo que es la nación según la imaginación nacionalista. Ni los votos valen lo mismo aritméticamente, según se depositen en Lleida o en Hospitalet, ni los sufragios son de legitimidad equivalente, según expresen una actitud nacionalista o procedan de una posición contraria. Si no fueran las cosas de este modo, ni se comprenderían algunas manifestaciones hechas en campaña acerca de qué organizaciones merecen ser consideradas parte del pueblo catalán y cuáles son meras franquicias españolas, ni se entenderían las actitudes que en el debate de investidura llegaron a poner de relieve algunas fases un tanto crispadas de las intervenciones secesionistas.
Claro está que estas actitudes han sido convenientemente compensadas con la retórica de un nacionalismo no menos contundente, que ha disfrazado su inmovilismo de respeto a la ley, aprovechando las chapuceras teorizaciones sobre legalidad y libertad, sobre primacía de la ley o primacía de la democracia,  que tanto daño han hecho ya no al rigor del pensamiento jurídico que debería inspirar a quienes profesionalmente se dedican a la política, sino a la indispensable confianza y respeto de los ciudadanos a las garantías que proporciona la ley. Sustituir un orden jurídico por otro es tan respetuoso con la legalidad como mantener el que ya existe. Y si algunos no tienen empacho alguno en manifestar sus convicciones nacionalistas, sería de agradecer que otros no llamaran de otro modo a su forma de defender algo más que el orden establecido. Algo más, porque no han dejado de poner en el mismo saco de enemistad y de ilegítimas aspiraciones a quienes desean burlar la ley y a quienes aspiran a cambiarla respetando los procedimientos que la misma ley ofrece.
Me preocupa mucho más, en cualquier caso, que sea en el campo de la movilización por la soberanía, que creo que es el que ha dispuesto de un mayor apoyo de los ciudadanos, donde se produce una grave distorsión del concepto de representación política. Ya es reprobable considerar más auténticos los votos secesionistas que los que no lo son, porque el pueblo catalán ha dejado de ser una realidad para convertirse en cargo de libre designación por el nacionalismo. Pero hay algo más grave.  Y es que en las sesiones de investidura se haya dado por sentado que la cohesión social de un pueblo que se ha movilizado por la democracia y que ha descubierto la urgencia de la conquista de la soberanía, solo puede realizarse en el marco del discurso, del espacio y de la estrategia secesionistas. Miquel Iceta llegó a decirlo de pasada, aunque su escasa disposición al patetismo de la jornada no le empujó a pronunciar una frase decisiva con mayor énfasis: “ a ver si por montar el Estado nos cargamos la nación.” Nada tenía que ver esta frase con el purple patch que denunciaba Cernuda: no es una frase feliz que vale por su propia sonoridad. Es una de las aseveraciones más contundentes y más cargadas de capacidad descriptiva de todo el debate. Pero podemos ir más allá: a ver si por establecer el secesionismo como única forma auténtica de conquistar la plenitud soberana del pueblo catalán, nos cargamos precisamente la oportunidad de lucha por la democracia y la soberanía que se han abierto en esta crisis de legitimidad. 
¿Alguien puede dudar de que este sea el mayor riesgo a contemplar desde la izquierda? ¿Puede vacilarse en este punto, a la vista de las únicas alianzas que se plantean en el Parlament, y cuando lo que la CUP ofrece no es solo un acuerdo circunstancial, sino el arranque de un proceso constituyente hegemonizado por la derecha? ¿Cabe no comprender que la preocupación de la prensa conservadora está en la intolerable presencia de la CUP, pero no en el discurso secesionista en sí mismo, y mucho menos en la tranquilizadora división de la izquierda con que se paga esta preferencia? ¿Podemos prescindir del hecho clave de este proceso, que no es la ruptura de la legalidad, sino la quiebra de una posible mayoría social reformista que rompa, al mismo tiempo, con el dominio del bloque de poder en Cataluña y en el conjunto de España? ¿Podemos dejar de considerar, con la gravedad que merece, la marginalidad de los sectores de la tradición del PSUC, el carácter minoritario de la socialdemocracia y la conversión de un grupo como Ciudadanos en el primer partido de la oposición –y veremos a lo que nos llevan las elecciones del 20 de diciembre en este punto-? ¿Hemos de abandonar, en nuestro análisis y en nuestras propuestas, que a la abrumadora derrota del Partido Popular en Catalunya no ha seguido la formación de una alternativa que se inspire en la recuperación del movimiento organizado de las clases populares, dispuestas a llevar adelante un proceso de cambio radical en toda España? ¿Hemos de olvidar que la visibilidad agobiante del secesionismo, confundido con la reivindicación democrática de la soberanía, ha conducido a la creación de anticuerpos gestados en la misma lógica binaria,  que se han plasmado en el éxito de Ciudadanos? ¿Hemos de despreocuparnos de la debilidad de un proyecto nacional, popular, regeneracionista, de tradición de clase y de inspiración en las culturas del PSUC y del PSC –a las que pueden sumarse nuevos movimientos de ruptura-, que se ha expresado electoralmente tras haberse manifestado de una forma tan rotunda en la pérdida de perspectivas políticas y de la ausencia de habilidad comunicativa?
De lo que se trataba desde el principio, y de lo que se trata aún ahora, es de señalar que el combate por la soberanía nada tiene que ver con la demanda de un Estado propio que pretende absorber toda la potencia movilizadora en solo una de sus posibles expresiones, cuya fuerza respectiva depende de la capacidad de dar orientación política a una demanda social. La verdadera conquista de un Estado propio no vendrá de una secesión liderada por la derecha. No hay en este aspecto más ruptura social que la que supone entregar el mando en plaza a quienes llevan treinta años gobernando una autonomía, aunque con un prestigio renovado y con la imagen inaudita de ser una vanguardia emancipadora.
El secesionismo es fruto de una hegemonía ya hecha, pero puede dar lugar a otra forma de hegemonía aún más difícilmente revocable. Es decir, la que otorgue a los sectores representados por Junts Pel Sí la dirección de una respuesta a la crisis de legitimidad en que nos encontramos. La que convierta a esta plataforma en la expresión orgánica de la movilización por la soberanía, por la democracia, por los derechos expropiados y por la conquista de una conciencia de comunidad que el individualismo salvaje neoliberal había logrado introducir,  para romper cualquier experiencia de proyección social, de espacios compartidos, de tramas culturales destinadas a ofrecer al pueblo la residencia de su autonomía y de su libertad.
     
Hijos del pueblo

En efecto, el secesionismo se ha presentado en el debate parlamentario como el único modo de realización de estas ambiciones soberanas. De hecho, se ha presentado como la única forma legítima de conciencia nacional. Eso es lo que significaba, en el fondo, la frase de Iceta: ese Estado a construir destruirá la nación tal y como se ha manifestado en estos años, en favor de su plenitud soberana y en la reivindicación de un proceso de reconstitución institucional. Se agotará, con esa alianza absurda de izquierda y de derecha, el potencial reformador que ha tenido esta movilización, a la que ha querido señalarse con tanta insistencia, y con una desalentadora complicidad del discurso de la izquierda en buena parte del proceso, que la independencia y creación de un Estado más de Europa era la solución a nuestros problemas y la respuesta a la movilización más densa y prolongada a que ha dado lugar la crisis en el continente. Entregar un nuevo Estado a quienes han gestionado no solo la crisis actual, sino el funcionamiento regular del régimen desde el principio de la Transición y, desde luego, las orientaciones fundamentales de la política europea que se han diseñado cuando CiU tenía en sus manos un poder prácticamente absoluto en Catalunya.
Por ello me pareció tan escandalosa la intervención de Marta Rovira, que la prensa ha calificado de “emotiva”, y que fue recibida con prolongados aplausos por muchos de quienes, en realidad, deberían haberse sentido insultados por ella. El discurso de la señora Rovira  cubrió el flanco “de izquierdas” del discurso de Mas, como si esa fuera la responsabilidad adquirida por Esquerra Republicana de Catalunya en la plataforma electoral.  No bastaba con que el ya veterano presidente –y que, a este paso,  acabará siendo un veterano presidente en funciones- lanzara una soflama reformista que nada tenía que ver con lo que ha hecho durante su mandato, y que nadie espera haga en el futuro su liderazgo para dar contenido al “Estado propio”. No bastaba, y tuvo que ascender al púlpito la señora Rovira para acabar su intervención con una de las más vergonzosas manipulaciones ideológicas que recuerdo en el Parlament, crispada por un timbre emocional y enardecida por una  invocación al patriotismo social que, al parecer, solo quien esté por la secesión tiene el derecho a exhibir.
Marta Rovira llegó a decir que procede de una familia cuyos hijos eran puestos a trabajar antes de cumplir los doce años, en jornadas extenuantes que les hacían escupir sangre sobre los telares a los que les ataba la explotación social. Si la alusión era personal, la verdad es que la procedencia familiar de la señora Rovira es asunto que solo a ella concierne. Pero la cosa no iba de confidencia lanzada al hemiciclo para señalar un rasgo de identificación social. La señora Rovira pretendía colocar en la desembocadura del secesionismo una realidad de clase, una herencia de sufrimiento y una tradición de lucha que para nada es patrimonio de su partido, ni de su coalición ni de su proyecto en común con otras fuerzas secesionistas. Por el contrario: esas clases trabajadoras que escupieron sus pulmones en los telares de la burguesía catalana lo hicieron para dar beneficios a quienes forman políticamente a uno y otro lado nacional de la derecha social catalana. Por tanto, cuando miraba hacia su grupo arrobado por aquella soflama, a uno podía caberle la duda de si la diputada de Esquerra Republicana estaba  exhibiendo una tradición común o lanzando una acusación particular.
Me temo que se trataba de lo primero. Y esa función de Esquerra Republicana no debería sorprendernos al recorrer una trayectoria que, desde la lucha por la democracia en la agonía del franquismo, ha dispuesto de todos los rasgos del oportunismo político. Esa Esquerra fue la que, en el Consell de Forces Polítiques de 1976,  se dedicó a frenar todo protagonismo posible de los trabajadores en la lucha por la democracia, bloqueando las posiciones más rupturistas y optando por las más conciliadoras. Pero sobre todo, por las que liquidaran el excesivo protagonismo de l’Assemblea de Catalunya. Esa Esquerra fue la que, en 1980, en lugar de permitir que los trabajadores cuyos padres habían escupido sangre en los telares llegaran al gobierno de la nación catalana, pactaron con la UCD  y con CiU la formación de un gobierno de derecha que selló el tipo de reconstrucción nacional de Catalunya que se emprendió. Esa Esquerra desapareció, satelizada y marginada, en etapas posteriores, hasta recuperar impulso con la llegada de la Crida y su conversión a un independentismo algo más que retórico. Esa Esquerra se entregó a forcejeos internos que la desactivaron hasta finales del siglo XX, hasta que pudo apoyar a Pujol frente a Maragall tras la victoria en votos del PSC en las elecciones de 1999. Esa Esquerra eligió a Maragall frente a Mas en el 2003. Y, luego, eligió a Mas frente a cualquier alternativa de izquierdas. Esa Esquerra no es un prodigio de rectitud, aunque habrá que reconocerle que sí es una prueba flagrante del sentido de la oportunidad y el pragmatismo.
Pero el pragmatismo debería expresarse en prosa más contenida, y sin derramar invocaciones a una genealogía que no le pertenece. Los aspavientos con que la portavoz de ERC quiso completar unas sesiones en que contemplamos penosas escenas de seducción frustrada, lejos de compensar los desaires propinados al presidente Mas por el señor Baños, solo lograron dar la impresión de que se pretendía disputar a la CUP –y no solo a la CUP- una herencia respetable que merece no ser desquiciada y ofrecida como precedente histórico del secesionismo. Uno entiende perfectamente las intenciones de Marta Rovira. Porque, en su percepción política, y en aquel lugar que trata de ocupar el secesionismo a expensas de la soberanía, de lo que se trata es de decirle a la izquierda representada en el Parlament que la hegemonía se construye de este modo: o todas las tradiciones que representan el socialismo, el comunismo, el federalismo y el anarcosindicalismo se resignan a integrarse ahora en un movimiento nacional de liberación, o estarán traicionando a su propia trayectoria histórica.  No se conforman con querer representar a la totalidad de los verdaderos catalanes de hoy. Quieren encarnar al conjunto de las clases populares de la historia.
      
El discreto encanto del derecho a la  autodeterminación

¿Sobre qué derecho se actualiza esta demanda de fusión entre la vieja lucha de clases y la nueva lucha nacional? Sobre lo que la misma diputada defendió como el permanente derecho a la autodeterminación de los pueblos. Creyó que con ello habría de incomodar a los diputados y diputadas de Catalunya Sí que es Pot –lo cual no puedo dudar; así están las cosas- y que pondría contra las cuerdas a todos los que nos encontramos en el campo ideológico y político de la izquierda. No es así. Entre otras cosas, porque creo haber argumentado en exceso hasta qué punto el secesionismo está frustrando las posibilidades abiertas por la movilización en favor de la soberanía. Nadie en su sano juicio puede pensar en adquirir la soberanía plena, incongruente con las condiciones de dependencia que aceptan los actuales gestores de la Generalitat, en la lógica actual del de la Unión Europea.  Entre otras cosas –y no es la menor-, porque los famosos 72 diputados y diputadas ni siquiera están de acuerdo –y no lo estarían algunos de los que forman CSQP-  en un tema crucial. Nada menos que en la precisión del sujeto soberano al que se refieren. Y si para unos ese sujeto es la actual comunidad autónoma de Catalunya, mientras que para otros la nación solo puede entenderse incorporando todos los ingredientes de los Països Catalans…¿de verdad puede afirmarse que existe la posibilidad de una estrategia de liberación nacional y la alusión al derecho a la autodeterminación?
Pero es que, además, ya sería hora de que la izquierda avanzara con algo más de tiento y tino por ese espinoso camino que parece más fácil esquivar a base de consignas que recorrer a fuerza de experiencia histórica. El derecho a la autodeterminación exige la capacidad del ejercicio de la soberanía. De otro modo, se convierte en mecanismo renovado de explotación de los pueblos, ya sea por la propia oligarquía local, ya sea en una cadena de dependencias que aprovechará las condiciones de debilidad estructural del pueblo constituido en Estado nacional. No hace falta entrar en las condiciones en que este derecho fue defendido en la historia de los movimientos democráticos y socialistas,  y en su objetivación en declaraciones universales. Lo que sí haría falta es abrir el debate sobre la experiencia general de la construcción de nuevos Estados nacionales desde el inicio mismo de la descolonización. Y dedicar, claro está, una reflexión urgente a las condiciones en que se ha producido la aparición del escenario internacional que deriva de la crisis del espacio hegemonizado por la URSS.
Como las condiciones políticas y sociales de Catalunya poco tienen que ver con las que se hallaban en las naciones liberadas en procesos de lucha contra el imperialismo a lo largo del siglo XIX y tras la segunda guerra mundial, la portavoz de Esquerra Republicana se apresuró a buscar el apoyo documental de declaraciones que establecen la diferencia entre aquel proceso y el que fue justificado y promovido por el derecho a la autodeterminación después de 1945. E
En lo que se refiere a independencias producidas antes de la crisis de la URSS, será cuestión de empezar a recordar cómo se construyeron naciones desde Estados, y no al contrario. Cómo la lucha contra la dominación imperial española dio lugar a un reparto de poder entre oligarquías regionales americanas que convirtieron sus espacios de dominación en repúblicas que poco tenían de soberanas. Será cuestión de que la izquierda deje de dar algunas cosas por sentadas, porque suenan bien –Cernuda hablaría de purple patch- y que confunden el verdadero sentido y dirección de la liberación de los trabajadores y los pueblos explotados. Con el derecho a la autodeterminación en la mano, vio el mundo construirse Estados y naciones al servicio de quienes practicaban la discriminación racial de los pueblos originarios. Con el derecho a la autodeterminación en la mano, se incitó desde poderes centrales una ruptura de Estados dependientes destinada a la apropiación de recursos naturales de la zona, con la cómoda intermediación de un gestor más dócil.
En lo que afecta a las experiencias más próximas, deberíamos empezar a abrir el debate sobre la consistencia de algunos sujetos soberanos y sobre el verdadero carácter de “autodeterminación” que han tenido procesos de ruptura nacional y estatal en la Europa del Este o en el Oriente Próximo.  Porque no toda independencia es fruto de la voluntad de autodeterminación, ni toda construcción de Estado mantiene las garantías de la emancipación general proclamada como causa de la ruptura. Por lo que no nos hallamos ante un principio general a invocar al modo de San Agustín de Hipona –por tomar la fuente que utilizó Baños en la segunda de sus intervenciones-: “¿quién os invocará sin conoceros?, porque así se expondría a invocar otra cosa muy diferente de Vos, el que sin conoceros os invocara y llamara.” En la fiebre de una invocación que desconocía el objeto de su llamada, pero sabía sacar los réditos políticos de la mística de una ciega movilización,  hemos visto constituir regímenes al servicio de mafiosos y caciques, hemos visto la construcción de Estados cuya definición nacionalista se aproxima al totalitarismo. Hemos visto absorciones que han condenado a pueblos enteros, conscientes de su soberanía, a la condición de ciudadanos subalternos,  gobernados por quienes han dirigido el proceso de constitución de un Estado presuntamente “reunificado”.

Evitar la frustración, defender  la soberanía

Pero el encanto del derecho a la autodeterminación no solo es discreto, sino altamente seductor. Sencillamente, porque nadie lo discute como principio, y acaba no discutiéndolo como horizonte o como estrategia, a las que no se da el nombre de derecho a la autodeterminación por los actuales inquilinos de la Generalitat, sino “derecho a decidir”. Probablemente, porque la derecha que gobierna el proceso intuye la fuerza democrática y popular que puede tener una literal apreciación de la palabra “autodeterminación”, sin que pueda tranquilizar del todo a nuestros conservadores populistas los ejemplos de continuidad en la servidumbre social que las experiencias de independencia permiten contemplar en nuestro continente.  A ese horizonte y a esa estrategia se subordina todo, incluyendo, en este caso, que la crisis orgánica del régimen haya ido a depositarse en el campo de juego que más le conviene a los sectores conservadores de Catalunya. Y ese campo es el que impide la unidad de la izquierda, la convergencia de los trabajadores, el debate sobre cómo organizar esa fascinante conciencia democrática que se ha revitalizado con la crisis, y que ha permitido una rápida politización de las masas. No dejar que la lucha por la soberanía quede a medio camino, y mucho menos en esa paradójica vía muerta que se presenta como culminación, es lo que nos corresponde. Y habrá que armarse de argumentos sólidos y de paciencia histórica. Muchos argumentos y mucha paciencia. Para evitar ese terreno de consignas y de prisas en que se mueven, como pez en el agua, quienes abominan de la ruptura democrática que, por primera vez en muchos años, parece posible constituir sobre una gran mayoría social.  El escenario de ese cambio nunca podrá ser el que nos ofreció de forma tan elocuente el debate parlamentario de los días 10 y 12 de noviembre. Habrá de ser el que establezca otra hegemonía, otras alianzas y una síntesis destinada a la formación de un gran bloque histórico en España. Es muy difícil. Y no soy muy optimista. Pero, en este caso, como en tantas otras ocasiones, el camino más sencillo es el que no lleva a ninguna parte. Es el que lleva, como ocurría a los extraños habitantes de aquel reino al otro lado del espejo que visitó Alicia, a correr mucho para no tener que moverse de sitio.
        
Sant Just Desvern, 13 de noviembre 2015

        

jueves, 12 de noviembre de 2015

Sonrisas y lágrimas (por Francisco Morente Valero)

Un 48,7% de votos no legitima ningún proceso unilateral de independencia pero no hay tampoco un estado democrático que pueda aguantar sin dar una respuesta política, y no meramente legal, a la mitad de la población de un territorio que ha decidido que no quiere seguir vinculada a su estado de pertenencia. Exista o no razón para la percepción de maltrato, la realidad es que el problema existe y exige ser abordado




El Partido Popular propone en su programa para las próximas elecciones generales suprimir las comunidades autónomas en caso de obtener mayoría absoluta en las Cortes. Según ha afirmado un destacado dirigente del partido, dada esa situación, y aunque la mayoría absoluta de escaños se haya obtenido sin mayoría absoluta de votos, una votación en el Congreso de los Diputados, ratificada depués con otra en el Senado, pondrá fin a la existencia de gobiernos y parlamentos autonómos. Aunque para hacer algo así sería legalmente necesaria una reforma de la constitución, el portavoz del PP ha afirmado que eso es un mero legalismo que no puede estar por encima de la voluntad popular. Una mayoría absoluta de escaños los legitimaría para llevar adelante su hoja de ruta: “Se llama democracia”, ha afirmado con rotundidad.
Se trata de un fake disparatado, claro. Sin embargo, un disparate similar es lo que aprobó el pasado lunes el Parlament de Catalunya sin que a quienes votaron a favor les temblaran las neuronas. No digamos ya la fibra ética. Por mucho que sea repetirse, hay que recordarles a los impulsores de la declaración de ruptura con España que la mayoría de escaños en que se apoyaron corresponde a una profunda distorsión democrática del principio de igualdad del voto. Les guste o no oírlo, esa declaración representa a muchos menos ciudadanos que a los que representan las fuerzas que en el Parlament la rechazaron. Vencerán, pero no convencerán. Sobre todo a las diferentes instancias internacionales que observan con estupor el peculiar concepto de democracia sobre el que se va a fundar la nueva República Catalana.
La cosa se agrava porque la fibra democrática tampoco goza de buena salud en la Moncloa. Han hecho falta tres años para que el presidente cayera en la cuenta de que España tenía un serio problema de estado en Cataluña. Hasta hace cuatro días parecía que todo eran suflés y juegos de encantadores de serpientes para gentes ansiosas de dejarse engañar. Para qué hacer nada si tarde o temprano se iban a cansar, sobre todo cuando vieran que los dirigentes catalanes eran tan corruptos como los populares españoles. Ahora resulta que no, que la cosa va en serio y hay que llamar a la Unión Sagrada y poner en primer tiempo de saludo al Tribunal Constitucional y a los diversos instrumentos coercitivos del Estado. ¡En guardia!

Cuando está en juego la convivencia entre catalanes y entre una parte de los catalanes y el resto de los españoles, el tacticismo político y el uso electoralista del problema resultan despreciables


Un 48,7% de votos no legitima ningún proceso unilateral de independencia como el que se acaba de poner en marcha (tampoco lo haría la mitad más uno, por cierto). Pero hay que ser muy obtuso para no darse cuenta de que no hay estado democrático que pueda aguantar mucho tiempo siéndolo si no es capaz de dar una respuesta política, y no meramente legal, a prácticamente la mitad de la población de un territorio que ha decidido que no quiere seguir vinculada a su estado de pertenencia. No se trata de darles la razón sin más, sino de impulsar vías políticas que sean capaces de atraer al menos a una parte de ese grupo para desactivar democráticamente la bomba de relojería que tenemos entre manos. Y es que a nadie debería escapársele que una parte no desdeñable de quienes votaron candidaturas independentistas el 27S lo hizo pensando que con ello fortalecía la posibilidad de obligar al Estado a una negociación para elevar el autogobierno catalán. Algunas encuestas postelectorales lo han mostrado muy claramente.
Hay un porcentaje importante de electores independentistas que lo son desde hace muy poco tiempo y con carácter instrumental. Ante una oferta adecuada, podrían bajarse del barco con la misma rapidez y facilidad con las que se subieron al mismo. Pero hace falta una inteligente y decidida iniciativa política, que no puede ser sino una reforma en serio y a fondo de un edificio constitucional que tiene más grietas de las soportables. Una reforma que no puede limitarse, evidentemente, al modelo territorial, pero que tiene que abordar este de una forma que permita construir un consenso en el conjunto de España, y especialmente en aquellos territorios donde la pulsión por más autogobierno es mayor, donde las cuestiones de financianción son más controvertidas y donde se produce también desafección de una parte de la población vinculada a cuestiones de reconocimiento nacional, simbólico, lingüístico y cultural. Exista o no razón para la percepción de maltrato en todos esos terrenos, la realidad es que el problema existe y exige ser abordado. Insisto, no se trata de dar la razón a quien más protesta, sino de estar dispuesto a sentarse a debatir, a analizar los datos de la realidad sin apriorismos y, en función de los acuerdos a los que se pueda llegar, poner en marcha las reformas que sean necesarias en nuestro sistema político. 
No veo más salida razonable que esa. El simple recurso a la ley podrá parar el órdago independentista, sin duda, pero a qué precio y con qué consecuencias futuras para todos y para el propio Estado. No tengo duda de que la transgresión grave de la ley, si se produce, debe ser respondida con proporción y con los instrumentos constitucionalmente previstos para ello. Pero eso no será suficiente si no va acompañado de una vuelta de la política con mayúsculas.
Cuando está en juego la convivencia entre catalanes y entre una parte de los catalanes y el resto de los españoles, el tacticismo político y el uso electoralista del problema resultan despreciables. Somos muchos quienes estamos hartos de regates astutos y de respuestas leguleyas, y de que, aquí y allá, se hurte el debate sobre los gravísimos problemas que afectan a la mayoría de la gente a fuerza de ondear las banderas. Cuanto más grandes, mejor. Si esto sigue así, va a haber sufrimiento. La “revuelta de las sonrisas” (hay que ser cursi) va a acabar con lágrimas. Y las culpas van a estar muy repartidas.

martes, 3 de noviembre de 2015

Jugar amb la democràcia i amb Europa: Lliçons que arriben del Regne Unit (per Francesc Trillas)

El Regne Unit viu una situació de profunda incertesa després del referèndum d’Escòcia de setembre de 2014 i abans del referéndum sobre la continuïtat a la UE. La temeritat de David Cameron ha portat als nacionalistes de diferent signe a controlar l’agenda política posant en risc la cohesió i la prosperitat de la societat britànica



El setmanari britànic The Economist va publicar el 17 d’Octubre un número que hauria de ser de lectura obligatòria a Catalunya, perquè aborda en diferents articles la situació de profunda incertesa que es viu al Regne Unit en el moment actual entre referèndums: després del referèndum d’Escòcia de setembre de 2014 (on els independentistes van perdre per poc, però es van veure reforçats organitzativament fins a arrasar a les eleccions generals de fa uns mesos) i abans del referèndum sobre la continuïtat o no del Regne Unit a la Unió Europea (UE), previst com a molt tard per a 2017. La temeritat (o la capacitat estratègica, si del que es tractava era d’arraconar a l’esquerra) del líder conservador David Cameron ha portat als nacionalistes de diferent signe a controlar l’agenda política, posant en risc seriós la cohesió i la prosperitat de la societat britànica.



M’agradaria destacar dintre d’aquest número del The Economist,  un article que portava per subtítol “La suau autocràcia del nacionalisme escocès”, i també un dels articles d’un informe especial sobre la possibilitat que el Regne Unit surti de la UE (la hipòtesi anomenada Brexit), article en el qual s’analitzen les opcions de relació amb la Unió que el Regne Unit tindria des de fora de les actuals institucions comunitàries.
En el primer d’aquests articles, la columna setmanal sobre actualitat britànica del setmanari diu entre altres coses això sobre l’Escòcia governada pels independentistes del Partit Nacionalista Escocès (SNP):
"Els ingressos tributaris malgastats en regals a la classe mitjana, combinats amb un rebuig sonor de la descentralització de les reformes del sector públic d'Anglaterra, han vist créixer les llistes d'espera dels hospitals. Les taxes d'alfabetització estan caient, mentre que la grandària de les classes a les escoles augmenta. Menys escocesos de famílies pobres van a la universitat que els seus equivalents anglesos, i la diferència està creixent. A l'agost, la Comissió Europea va suspendre els pagaments de Desenvolupament Regional davant els seus dubtes sobre la capacitat d'Edimburg de gastar els diners sàviament.
No obstant això, l'oposició és feble. Això és en part per la seva pròpia culpa; tant els laboristes com els conservadors han passat per alt Escòcia, malgrat els recents intents de compensar per això. La preeminència de l'SNP s'ha vist impulsada per un augment en el suport després del referèndum secessionista fallit de l'any passat. Al Parlament escocès, els Comitès d'Investigació estan majoritàriament en mans de l'SNP, i això es nota. Quatre dels diaris del país van donar suport al partit en les eleccions generals de maig; només un va donar suport a algun altre partit.
L'autocràcia suau del SNP a Escòcia és el fil que sosté junts la gesticulació d'esquerres, amb banderes melodramàtiques i el conservadorisme estructural. Equival a un estil de govern que s'assembla més als peronistes d'Argentina que els socialdemòcrates escandinaus reformistes, als quals els polítics del SNP afalagadorament es comparen".
Bagehot (el pseudònim sota el qual s'amaga el columnista de The Economist) no dubta de la bona fe dels milers que van fer campanya pel partit, i molt menys dels milions que van votar per ell. No obstant això, no pot deixar de notar que "un govern centralitzat, la uniformitat estricta i la unitat per sobre de tot funcionen molt bé per al SNP. El control estricte en el nom de la separació ha fet que sigui una de les forces polítiques més reeixides d'Occident. (...) És menys el que l'SNP fa per la independència que el que la lluita per la independència fa pel SNP."
I això que no tenen una TV3, ni que se sàpiga un 3%, ni presumeixen de saltar-se la legalitat democrática.

Si a fora de la Unió Europea hi faria molt de fred per a una realitat tan important i antiga com el Regne Unit, que a més diposa d’una sòlida moneda pròpia, pot imaginar-se què li passaria a un nou país petit que hauria de compartir moneda


En el segon dels articles esmentats, The Economist analitza les hipotètiques conseqüències d’un estatus per al Regne Unit en relació a Europa semblant al que tenen Noruega o Suïssa (països que no formen part de la UE però que hi mantenen diferents formes de relació). Això és d’interès per als ciutadans de Catalunya, perquè alguns líders independentistes catalans, quan se’ls escapa que una Catalunya independent podria quedar fora de la UE, insinuen que les conseqüències no serien greus perquè podríem ser com Noruega i Suïssa. El setmanari britànic explica els greus incovenients de la forma de relació que aquests països tenen amb la UE. La ciutadania està insatisfeta amb aquesta relació i la majoria dels seus líders polítics recomanen al Regne Unit no seguir per la ruta que han seguit ells.
L’opció de l’Espai Econòmic Europeu del qual forma part Noruega estaria disponible en una situació “post-Brexit”, tot i que els noruecs no estarien gaire contents amb un nou gran membre que desequilibraria el seu petit club. Noruega té ple accés al mercat únic de la UE de béns i serveis sense haver de participar en polítiques relativament ineficients com les polítiques agrària o pesquera comunes (tot i que en l’actualitat els pescadors noruecs temen quedar al marge del tractat de lliure comerç de la UE amb els Estats Units). Però a canvi ha de complir amb totes les regles del mercat únic de la UE sense poder participar en la seva elaboració. A més, com a membre del Tractat Schengen, està obligat a acceptar la lliure circul·lació de persones de la UE. I malgrat que no és membre del club, ha de fer els anomenats pagaments de solidaritat en el pressupost de la UE que, en termes nets per persona, sumen aproximadament el 90% de la contribució pròpia de Gran Bretanya. 
Els desavantatges pràctics de la participació en l’Espai Econòmic Europeu poden ser sorprenents. Alguns responsables polítics noruecs expliquen que, donat que el seu país no està representat en les institucions de Brussel·les, sovint els resulta difícil fins i tot descobrir i entendre allò que es proposa i allò que s’aprova.
Respecte a Suïssa, tot i que aquest país va rebutjar participar en l’Espai Econòmic Europeu, ha arribat a dos acords bilaterals amb la UE, gràcies als quals tenen accés parcial al mercat únic de la UE. Però aquesta disposició, a diferència de l’Espai Econòmic Europeu, no és dinàmica: els canvis en les regles han de ser negociats i posats en pràctica per separat, i no hi ha cap procediment per a aclarir controvèrsies i posar sancions. Suïssa pot aplicar autònomament regulacions de la UE, però de nou sobre les quals no té ni veu ni vot, i també ha de pagar una quantitat substancial de diners al pressupost de la UE.
A diferència de Noruega, explica The Economist, Suïssa no té lliure accés al mercat únic, sobretot per als serveis, incloent els financers. Això significa que els grans bancs suïssos han d’establir filials capitalitzades per separat dintre de la UE, en general a Londres, per vendre serveis dintre del mercat únic.
Part del preu de l’accés limitat que Suïssa té al mercat únic de la UE és que, igual que Noruega, ha d’acceptar la lliure circul·lació de persones de la UE. En els dos països, la proporció de la població que ha arribat de la UE és molt més gran que a Gran Bretanya. En un referèndum de febrer de 2014, Suïssa va votar a favor de restringir la immigració de la UE a partir de 2017. Però això ha creat un gran problema amb Brussel·les: el govern suís diu que està negociant, però la seva posició negociadora és molt dèbil. La UE es nega a acceptar les restriccions, i els suïssos saben que si les imposen unilateralment, molts dels seus altres acords bilaterals s’extingiran. El fluxe del finançament dels estudiants i els diners de recerca ja s’han interromput. La UE està jugant dur en part perquè sap que qualsevol concessió als suïssos a la lliure circul·lació seria ràpidament aprofitada pel govern britànic. També ha insistit que Noruega i Suïssa han d’assumir una part justa dels sol·licitants d’asil de la UE, o enfrontar-se a sancions.
Si a fora de la Unió Europea hi faria molt de fred per a una realitat tan important i antiga com el Regne Unit, que a més diposa d’una sòlida moneda pròpia, pot imaginar-se què li passaria a un nou país petit que hauria de compartir moneda, i que a més començaria sense el reconeixement de ningú… I que en cas de ser acceptat en aquests clubs perifèrics a la UE, hauria de contribuir al pressupost (ai el dèficit fiscal!) i els seus referèndums quedarien invalidats per la pràctica de les coses. O potser en realitat ningú està pensant en aquestes coses tan mundanes, i l’únic objectiu és consolidar una autocràcia suau. Millor tots a dintre de la UE, amb lleialtat i esperit de reforma, en una Europa cada cop més unida, federal i democràtica.