La amplia movilización de los catalanes es el resultado de una crisis orgánica del sistema, de una falla irrevocable en su edificio constitucional. No se trata solo de que el edificio necesita reformas. Estamos ante una rápida toma de conciencia de las clases populares de las limitaciones del régimen democrático parlamentario actual y del esquema de construcción europea al que se ha asistido
Al publicar la última edición de La realidad y el deseo, en 1958, Luis Cernuda redactó un extenso
ensayo en el que explicaba el proceso personal y el aprendizaje literario que
había creado aquella obra maestra de nuestra lírica. En Historial de un libro, se refirió a su contacto con los escritores
británicos en tiempos de su exilio inicial y a la importancia que estos
tuvieron en hacerle superar algunos aspectos que consideraba reprobables en la
tradición lírica española: “Aprendí a evitar, en lo posible, dos vicios
literarios que en inglés se conocen, uno, como pathetic fallacy,
lo que podría traducirse como engaño sentimental, tratando de que el proceso de
mi experiencia se objetivara, y no deparase al lector su resultado, o sea, una
impresión subjetiva; otro, como purple
patch o trozo de bravura, la bonitura y lo superfino de la expresión, no
condescendiendo con frases que me gustaran por sí mismas y sacrificándolas a la
línea del poema, al dibujo de la composición.” Tras haber asistido a la inaudita puesta en escena del
debate de investidura los días 10 y 12 de noviembre, podemos afirmar que los
escrúpulos de Luis Cernuda ante los vicios verdaderos de la poesía lírica española
deben aplicarse a las falsas virtudes de la prosa parlamentaria catalana. El
patetismo, que se presentaba como autenticidad emotiva, y la filigrana insignificante, que se
nos proyectaba como contundencia argumental, consiguieron templar algunos momentos nucleares de un debate
cuyo estilo rezumaba las aspiraciones de solemnidad que cabe esperar del reguero de jornadas históricas en que
se ha convertido nuestro calendario institucional.
El regreso de la soberanía
La aspiración al dramatismo de palabra y gesto con el que nos
obsequiaron algunas intervenciones no carece de coherencia con lo que se ha
contemplado en este país desde hace algunos años. Ni siquiera merece
mordacidad, cuando lo que expresa es la intensidad y la importancia de lo que
viene sucediendo, aunque en una línea muy distinta a lo que se permite suponer
el nacionalismo secesionista. Digámoslo con claridad y sin doblez. La amplia
movilización de los catalanes es el resultado de una crisis orgánica del
sistema, de una falla irrevocable en su edificio constitucional. No se trata
solo de que el edificio necesita reformas. Estamos ante una rápida toma de
conciencia de las clases populares de las limitaciones del régimen democrático
parlamentario actual y del esquema de construcción europea al que se ha
asistido. Lo que hay es la reivindicación de la democracia: es decir, de la
soberanía. De la república, del derecho a decidir sobre demasiadas cuestiones
que han sido alejadas de la voluntad de los ciudadanos.
La crisis ha tenido la virtud de desvelar el fondo de ciertas cuestiones
que se consideraban accidentales y que son carga necesaria de la actual
configuración de poderes a escala europea. La crisis, además, ha conseguido que
los sufrimientos concretos, el aislamiento individualista y las experiencias
fragmentarias con que la cultura neoliberal sustituyó las tramas de
sociabilidad de las comunidades políticas previas a los años 90, hayan
adquirido una vigorosa perspectiva de totalidad, de pertenencia a una misma
peripecia colectiva, de profunda interdependencia. La derrota de la cultura
social en que se fundaba el Estado del bienestar ha sido revisada gracias a la
impunidad con que los gestores de la crisis creían que podían seguir
actuando. Compartir el sufrimiento
social en tan diversas formas y matices ha acabado por provocar el retorno de
la comunidad consciente de sí misma. El “no more society” de la señora Thatcher
ha concluido. Esa es, sin duda alguna, la cara más decisiva de la movilización
que se ha producido en Catalunya y que sin la crisis sería inimaginable: entre
otras razones, porque no se había dado cuando existían idénticos motivos si
estos se reducen a la reivindicación de una identidad o a la reclamación de un
Estado propio.
Reconozcamos, por tanto unas condiciones que podrían resultar tan
prometedoras para quienes creemos que debe recuperarse la primacía de la política,
la acción de los ciudadanos y el desdén por la percepción privatizadora del
conflicto social. Saludemos también el retorno, aún difuso, vacilante y lleno
de una sana disposición a equivocarse, de las tradiciones de emancipación, tan apagadas en momentos de anemia ideológica que
siguieron al fin de los “treinta gloriosos”, a la descomposición del llamado “socialismo
real” y a la devastadora pérdida de pulso ideológico de las izquierdas. Aplaudamos
como es debido este destello democrático que ha venido a iluminar un paisaje
cobrizo, aletargado en la sensación de que nada podía hacerse contra el curso
determinante y autónomo de los hechos, como si los acontecimientos hubieran
dejado de tener que ver con los sujetos históricos. El estado de excepción
decretado por la crisis, acompañado de una suspensión de derechos sociales que
se creía sin respuesta posible, ha llevado a una asunción de responsabilidades
y de esperanzas, que contienen la exigencia del retorno del hecho político por
excelencia: la fijación de la soberanía. En efecto, es la democracia lo que se
reivindica. Es la cultura republicana. Es la nación organizada en comunidad política, y con la voluntad de una nueva
legitimidad que no puede ser
secuestrada por quienes ensanchan el reino del poder a costa del exilio de la
ciudadanía. Pero con mucha más ambición y por caminos muy distintos de los que
pretende el discurso secesionista dominante.
La representación parlamentaria
Es lógico que,
arrancando de esa realidad en proceso de mutación radical, lo que se haya
manifestado por los portavoces secesionistas en el Parlament haya sido el deseo
de representarlo. Y de hacerlo en todos los sentidos que esta palabra posee. Lo
que se ha querido, más allá de toda lectura razonable de los resultados
electorales, ha sido concentrar en la bancada independentista un valor añadido
de manifestación de la voluntad popular que no corresponde a lo que la ciudadanía
ha votado. La cámara es la representante de la nación. Pero lo es en su
conjunto. Ni siquiera puede identificarse con una mayoría fabricada mediante la
absurda normativa cuya malevolencia sale a la luz siempre en momentos tan críticos
y decisivos como estos. Aquí ya no se confunde la parte con el todo. Aquí se
hace pasar el voto minoritario como la voluntad entera de una sociedad. O, como
se ha dicho ya tantas veces, mediante el obsceno ejercicio de considerar la
idoneidad del sufragio según su voltaje nacionalista. Tras haber superado las
arcaicas nociones del voto censitario y del sufragio masculino, hemos llegado a
una soberbia deformación de la democracia –incluso en su más humilde concepto
procesal- para afirmar el valor distinto de los votos, según se ajusten con
mayor o menor fidelidad a lo que es la nación según la imaginación
nacionalista. Ni los votos valen lo mismo aritméticamente, según se depositen
en Lleida o en Hospitalet, ni los sufragios son de legitimidad equivalente, según
expresen una actitud nacionalista o procedan de una posición contraria. Si no
fueran las cosas de este modo, ni se comprenderían algunas manifestaciones
hechas en campaña acerca de qué organizaciones merecen ser consideradas parte
del pueblo catalán y cuáles son meras franquicias españolas, ni se entenderían
las actitudes que en el debate de investidura llegaron a poner de relieve
algunas fases un tanto crispadas de las intervenciones secesionistas.
Claro está que estas
actitudes han sido convenientemente compensadas con la retórica de un
nacionalismo no menos contundente, que ha disfrazado su inmovilismo de respeto
a la ley, aprovechando las chapuceras teorizaciones sobre legalidad y libertad,
sobre primacía de la ley o primacía de la democracia, que tanto daño han hecho ya no al rigor del pensamiento jurídico
que debería inspirar a quienes profesionalmente se dedican a la política, sino
a la indispensable confianza y respeto de los ciudadanos a las garantías que
proporciona la ley. Sustituir un orden jurídico por otro es tan respetuoso con
la legalidad como mantener el que ya existe. Y si algunos no tienen empacho
alguno en manifestar sus convicciones nacionalistas, sería de agradecer que
otros no llamaran de otro modo a su forma de defender algo más que el orden
establecido. Algo más, porque no han dejado de poner en el mismo saco de
enemistad y de ilegítimas aspiraciones a quienes desean burlar la ley y a
quienes aspiran a cambiarla respetando los procedimientos que la misma ley
ofrece.
Me preocupa mucho más,
en cualquier caso, que sea en el campo de la movilización por la soberanía, que
creo que es el que ha dispuesto de un mayor apoyo de los ciudadanos, donde se
produce una grave distorsión del concepto de representación política. Ya es
reprobable considerar más auténticos los votos secesionistas que los que no lo
son, porque el pueblo catalán ha dejado de ser una realidad para convertirse en
cargo de libre designación por el nacionalismo. Pero hay algo más grave. Y es que en las sesiones de investidura
se haya dado por sentado que la cohesión social de un pueblo que se ha
movilizado por la democracia y que ha descubierto la urgencia de la conquista
de la soberanía, solo puede realizarse en el marco del discurso, del espacio y
de la estrategia secesionistas. Miquel Iceta llegó a decirlo de pasada, aunque
su escasa disposición al patetismo de la jornada no le empujó a pronunciar una
frase decisiva con mayor énfasis: “ a ver si por montar el Estado nos cargamos
la nación.” Nada tenía que ver esta frase con el purple patch que denunciaba Cernuda: no es una frase feliz que vale
por su propia sonoridad. Es una de las aseveraciones más contundentes y más
cargadas de capacidad descriptiva de todo el debate. Pero podemos ir más allá:
a ver si por establecer el secesionismo como única forma auténtica de
conquistar la plenitud soberana del pueblo catalán, nos cargamos precisamente
la oportunidad de lucha por la democracia y la soberanía que se han abierto en
esta crisis de legitimidad.
¿Alguien puede
dudar de que este sea el mayor riesgo a contemplar desde la izquierda? ¿Puede
vacilarse en este punto, a la vista de las únicas alianzas que se plantean en
el Parlament, y cuando lo que la CUP ofrece no es solo un acuerdo
circunstancial, sino el arranque de un proceso constituyente hegemonizado por
la derecha? ¿Cabe no comprender que la preocupación de la prensa conservadora
está en la intolerable presencia de la CUP, pero no en el discurso secesionista
en sí mismo, y mucho menos en la tranquilizadora división de la izquierda con
que se paga esta preferencia? ¿Podemos prescindir del hecho clave de este
proceso, que no es la ruptura de la legalidad, sino la quiebra de una posible
mayoría social reformista que rompa, al mismo tiempo, con el dominio del bloque
de poder en Cataluña y en el conjunto de España? ¿Podemos dejar de considerar,
con la gravedad que merece, la marginalidad de los sectores de la tradición del
PSUC, el carácter minoritario de la socialdemocracia y la conversión de un
grupo como Ciudadanos en el primer partido de la oposición –y veremos a lo que
nos llevan las elecciones del 20 de diciembre en este punto-? ¿Hemos de
abandonar, en nuestro análisis y en nuestras propuestas, que a la abrumadora
derrota del Partido Popular en Catalunya no ha seguido la formación de una alternativa
que se inspire en la recuperación del movimiento organizado de las clases
populares, dispuestas a llevar adelante un proceso de cambio radical en toda
España? ¿Hemos de olvidar que la visibilidad agobiante del secesionismo,
confundido con la reivindicación democrática de la soberanía, ha conducido a la
creación de anticuerpos gestados en la misma lógica binaria, que se han plasmado en el éxito de
Ciudadanos? ¿Hemos de despreocuparnos de la debilidad de un proyecto nacional,
popular, regeneracionista, de tradición de clase y de inspiración en las
culturas del PSUC y del PSC –a las que pueden sumarse nuevos movimientos de
ruptura-, que se ha expresado electoralmente tras haberse manifestado de una
forma tan rotunda en la pérdida de perspectivas políticas y de la ausencia de
habilidad comunicativa?
De lo que se
trataba desde el principio, y de lo que se trata aún ahora, es de señalar que
el combate por la soberanía nada tiene que ver con la demanda de un Estado
propio que pretende absorber toda la potencia movilizadora en solo una de sus
posibles expresiones, cuya fuerza respectiva depende de la capacidad de dar
orientación política a una demanda social. La verdadera conquista de un Estado
propio no vendrá de una secesión liderada por la derecha. No hay en este
aspecto más ruptura social que la que supone entregar el mando en plaza a
quienes llevan treinta años gobernando una autonomía, aunque con un prestigio
renovado y con la imagen inaudita de ser una vanguardia emancipadora.
El
secesionismo es fruto de una hegemonía ya hecha, pero puede dar lugar a otra
forma de hegemonía aún más difícilmente revocable. Es decir, la que otorgue a
los sectores representados por Junts Pel Sí la dirección de una respuesta a la
crisis de legitimidad en que nos encontramos. La que convierta a esta
plataforma en la expresión orgánica de la movilización por la soberanía, por la
democracia, por los derechos expropiados y por la conquista de una conciencia
de comunidad que el individualismo salvaje neoliberal había logrado introducir,
para romper cualquier experiencia
de proyección social, de espacios compartidos, de tramas culturales destinadas
a ofrecer al pueblo la residencia de su autonomía y de su libertad.
Hijos del pueblo
En efecto, el
secesionismo se ha presentado en el debate parlamentario como el único modo de
realización de estas ambiciones soberanas. De hecho, se ha presentado como la única
forma legítima de conciencia nacional. Eso es lo que significaba, en el fondo, la
frase de Iceta: ese Estado a construir destruirá la nación tal y como se ha
manifestado en estos años, en favor de su plenitud soberana y en la
reivindicación de un proceso de reconstitución institucional. Se agotará, con
esa alianza absurda de izquierda y de derecha, el potencial reformador que ha
tenido esta movilización, a la que ha querido señalarse con tanta insistencia,
y con una desalentadora complicidad del discurso de la izquierda en buena parte
del proceso, que la independencia y creación de un Estado más de Europa era la
solución a nuestros problemas y la respuesta a la movilización más densa y
prolongada a que ha dado lugar la crisis en el continente. Entregar un nuevo
Estado a quienes han gestionado no solo la crisis actual, sino el funcionamiento
regular del régimen desde el principio de la Transición y, desde luego, las
orientaciones fundamentales de la política europea que se han diseñado cuando
CiU tenía en sus manos un poder prácticamente absoluto en Catalunya.
Por ello me pareció tan escandalosa
la intervención de Marta Rovira, que la prensa ha calificado de “emotiva”, y
que fue recibida con prolongados aplausos por muchos de quienes, en realidad,
deberían haberse sentido insultados por ella. El discurso de la señora
Rovira cubrió el flanco “de
izquierdas” del discurso de Mas, como si esa fuera la responsabilidad adquirida
por Esquerra Republicana de Catalunya en la plataforma electoral. No bastaba con que el ya veterano
presidente –y que, a este paso, acabará siendo un veterano presidente en funciones- lanzara
una soflama reformista que nada tenía que ver con lo que ha hecho durante su
mandato, y que nadie espera haga en el futuro su liderazgo para dar contenido
al “Estado propio”. No bastaba, y tuvo que ascender al púlpito la señora Rovira
para acabar su intervención con una de las más vergonzosas manipulaciones ideológicas
que recuerdo en el Parlament, crispada por un timbre emocional y enardecida por
una invocación al patriotismo
social que, al parecer, solo quien esté por la secesión tiene el derecho a
exhibir.
Marta Rovira llegó a
decir que procede de una familia cuyos hijos eran puestos a trabajar antes de
cumplir los doce años, en jornadas extenuantes que les hacían escupir sangre
sobre los telares a los que les ataba la explotación social. Si la alusión era
personal, la verdad es que la procedencia familiar de la señora Rovira es
asunto que solo a ella concierne. Pero la cosa no iba de confidencia lanzada al
hemiciclo para señalar un rasgo de identificación social. La señora Rovira
pretendía colocar en la desembocadura del secesionismo una realidad de clase,
una herencia de sufrimiento y una tradición de lucha que para nada es
patrimonio de su partido, ni de su coalición ni de su proyecto en común con
otras fuerzas secesionistas. Por el contrario: esas clases trabajadoras que
escupieron sus pulmones en los telares de la burguesía catalana lo hicieron
para dar beneficios a quienes forman políticamente a uno y otro lado nacional
de la derecha social catalana. Por tanto, cuando miraba hacia su grupo arrobado
por aquella soflama, a uno podía caberle la duda de si la diputada de Esquerra
Republicana estaba exhibiendo una
tradición común o lanzando una acusación particular.
Me temo que se trataba
de lo primero. Y esa función de Esquerra Republicana no debería sorprendernos
al recorrer una trayectoria que, desde la lucha por la democracia en la agonía
del franquismo, ha dispuesto de todos los rasgos del oportunismo político. Esa
Esquerra fue la que, en el Consell de Forces Polítiques de 1976, se dedicó a frenar todo protagonismo
posible de los trabajadores en la lucha por la democracia, bloqueando las
posiciones más rupturistas y optando por las más conciliadoras. Pero sobre
todo, por las que liquidaran el excesivo protagonismo de l’Assemblea de
Catalunya. Esa Esquerra fue la que, en 1980, en lugar de permitir que los
trabajadores cuyos padres habían escupido sangre en los telares llegaran al
gobierno de la nación catalana, pactaron con la UCD y con CiU la formación de un gobierno de derecha que selló el
tipo de reconstrucción nacional de Catalunya que se emprendió. Esa Esquerra
desapareció, satelizada y marginada, en etapas posteriores, hasta recuperar
impulso con la llegada de la Crida y su conversión a un independentismo algo más
que retórico. Esa Esquerra se entregó a forcejeos internos que la desactivaron
hasta finales del siglo XX, hasta que pudo apoyar a Pujol frente a Maragall tras
la victoria en votos del PSC en las elecciones de 1999. Esa Esquerra eligió a Maragall
frente a Mas en el 2003. Y, luego, eligió a Mas frente a cualquier alternativa
de izquierdas. Esa Esquerra no es un prodigio de rectitud, aunque habrá que
reconocerle que sí es una prueba flagrante del sentido de la oportunidad y el
pragmatismo.
Pero el
pragmatismo debería expresarse en prosa más contenida, y sin derramar
invocaciones a una genealogía que no le pertenece. Los aspavientos con que la
portavoz de ERC quiso completar unas sesiones en que contemplamos penosas
escenas de seducción frustrada, lejos de compensar los desaires propinados al
presidente Mas por el señor Baños, solo lograron dar la impresión de que se
pretendía disputar a la CUP –y no solo a la CUP- una herencia respetable que
merece no ser desquiciada y ofrecida como precedente histórico del
secesionismo. Uno entiende perfectamente las intenciones de Marta Rovira.
Porque, en su percepción política, y en aquel lugar que trata de ocupar el
secesionismo a expensas de la soberanía, de lo que se trata es de decirle a la
izquierda representada en el Parlament que la hegemonía se construye de este
modo: o todas las tradiciones que representan el socialismo, el comunismo, el
federalismo y el anarcosindicalismo se resignan a integrarse ahora en un
movimiento nacional de liberación, o estarán traicionando a su propia
trayectoria histórica. No se
conforman con querer representar a la totalidad de los verdaderos catalanes de
hoy. Quieren encarnar al conjunto de las clases populares de la historia.
El discreto encanto del
derecho a la autodeterminación
¿Sobre qué derecho se actualiza esta
demanda de fusión entre la vieja lucha de clases y la nueva lucha nacional?
Sobre lo que la misma diputada defendió como el permanente derecho a la autodeterminación
de los pueblos. Creyó que con ello habría de incomodar a los diputados y
diputadas de Catalunya Sí que es Pot –lo cual no puedo dudar; así están las
cosas- y que pondría contra las cuerdas a todos los que nos encontramos en el
campo ideológico y político de la izquierda. No es así. Entre otras cosas,
porque creo haber argumentado en exceso hasta qué punto el secesionismo está
frustrando las posibilidades abiertas por la movilización en favor de la
soberanía. Nadie en su sano juicio puede pensar en adquirir la soberanía plena,
incongruente con las condiciones de dependencia que aceptan los actuales gestores
de la Generalitat, en la lógica actual del de la Unión Europea. Entre otras cosas –y no es la menor-,
porque los famosos 72 diputados y diputadas ni siquiera están de acuerdo –y no
lo estarían algunos de los que forman CSQP- en un tema crucial. Nada menos que en la precisión del sujeto
soberano al que se refieren. Y si para unos ese sujeto es la actual comunidad
autónoma de Catalunya, mientras que para otros la nación solo puede entenderse
incorporando todos los ingredientes de los Països Catalans…¿de verdad puede
afirmarse que existe la posibilidad de una estrategia de liberación nacional y
la alusión al derecho a la autodeterminación?
Pero es
que, además, ya sería hora de que la izquierda avanzara con algo más de tiento
y tino por ese espinoso camino que parece más fácil esquivar a base de
consignas que recorrer a fuerza de experiencia histórica. El derecho a la
autodeterminación exige la capacidad del ejercicio de la soberanía. De otro
modo, se convierte en mecanismo renovado de explotación de los pueblos, ya sea
por la propia oligarquía local, ya sea en una cadena de dependencias que
aprovechará las condiciones de debilidad estructural del pueblo constituido en
Estado nacional. No hace falta entrar en las condiciones en que este derecho
fue defendido en la historia de los movimientos democráticos y
socialistas, y en su objetivación
en declaraciones universales. Lo que sí haría falta es abrir el debate sobre la
experiencia general de la construcción de nuevos Estados nacionales desde el
inicio mismo de la descolonización. Y dedicar, claro está, una reflexión
urgente a las condiciones en que se ha producido la aparición del escenario
internacional que deriva de la crisis del espacio hegemonizado por la URSS.
Como las condiciones políticas y
sociales de Catalunya poco tienen que ver con las que se hallaban en las
naciones liberadas en procesos de lucha contra el imperialismo a lo largo del
siglo XIX y tras la segunda guerra mundial, la portavoz de Esquerra Republicana
se apresuró a buscar el apoyo documental de declaraciones que establecen la
diferencia entre aquel proceso y el que fue justificado y promovido por el
derecho a la autodeterminación después de 1945. E
En lo
que se refiere a independencias producidas antes de la crisis de la URSS, será
cuestión de empezar a recordar cómo se construyeron naciones desde Estados, y
no al contrario. Cómo la lucha contra la dominación imperial española dio lugar
a un reparto de poder entre oligarquías regionales americanas que convirtieron
sus espacios de dominación en repúblicas que poco tenían de soberanas. Será
cuestión de que la izquierda deje de dar algunas cosas por sentadas, porque
suenan bien –Cernuda hablaría de purple
patch- y que confunden el verdadero sentido y dirección de la liberación de
los trabajadores y los pueblos explotados. Con el derecho a la autodeterminación
en la mano, vio el mundo construirse Estados y naciones al servicio de quienes
practicaban la discriminación racial de los pueblos originarios. Con el derecho
a la autodeterminación en la mano, se incitó desde poderes centrales una
ruptura de Estados dependientes destinada a la apropiación de recursos
naturales de la zona, con la cómoda intermediación de un gestor más dócil.
En lo que afecta
a las experiencias más próximas, deberíamos empezar a abrir el debate sobre la
consistencia de algunos sujetos soberanos y sobre el verdadero carácter de “autodeterminación”
que han tenido procesos de ruptura nacional y estatal en la Europa del Este o
en el Oriente Próximo. Porque no
toda independencia es fruto de la voluntad de autodeterminación, ni toda
construcción de Estado mantiene las garantías de la emancipación general
proclamada como causa de la ruptura. Por lo que no nos hallamos ante un
principio general a invocar al modo de San Agustín de Hipona –por tomar la
fuente que utilizó Baños en la segunda de sus intervenciones-: “¿quién os invocará sin conoceros?, porque
así se expondría a invocar otra cosa muy diferente de Vos, el que sin conoceros
os invocara y llamara.” En la fiebre de una invocación que desconocía el
objeto de su llamada, pero sabía sacar los réditos políticos de la mística de
una ciega movilización, hemos
visto constituir regímenes al servicio de mafiosos y caciques, hemos visto la
construcción de Estados cuya definición nacionalista se aproxima al
totalitarismo. Hemos visto absorciones que han condenado a pueblos enteros,
conscientes de su soberanía, a la condición de ciudadanos subalternos, gobernados por quienes han dirigido el
proceso de constitución de un Estado presuntamente “reunificado”.
Evitar
la frustración, defender la
soberanía
Pero el encanto del
derecho a la autodeterminación no solo es discreto, sino altamente seductor.
Sencillamente, porque nadie lo discute como principio, y acaba no discutiéndolo
como horizonte o como estrategia, a las que no se da el nombre de derecho a la
autodeterminación por los actuales inquilinos de la Generalitat, sino “derecho
a decidir”. Probablemente, porque la derecha que gobierna el proceso intuye la
fuerza democrática y popular que puede tener una literal apreciación de la
palabra “autodeterminación”, sin que pueda tranquilizar del todo a nuestros
conservadores populistas los ejemplos de continuidad en la servidumbre social
que las experiencias de independencia permiten contemplar en nuestro
continente. A ese horizonte y a
esa estrategia se subordina todo, incluyendo, en este caso, que la crisis orgánica
del régimen haya ido a depositarse en el campo de juego que más le conviene a
los sectores conservadores de Catalunya. Y ese campo es el que impide la unidad
de la izquierda, la convergencia de los trabajadores, el debate sobre cómo
organizar esa fascinante conciencia democrática que se ha revitalizado con la
crisis, y que ha permitido una rápida politización de las masas. No dejar que
la lucha por la soberanía quede a medio camino, y mucho menos en esa paradójica
vía muerta que se presenta como culminación, es lo que nos corresponde. Y habrá
que armarse de argumentos sólidos y de paciencia histórica. Muchos argumentos y
mucha paciencia. Para evitar ese terreno de consignas y de prisas en que se
mueven, como pez en el agua, quienes abominan de la ruptura democrática que,
por primera vez en muchos años, parece posible constituir sobre una gran mayoría
social. El escenario de ese cambio
nunca podrá ser el que nos ofreció de forma tan elocuente el debate parlamentario
de los días 10 y 12 de noviembre. Habrá de ser el que establezca
otra hegemonía, otras alianzas y una síntesis destinada a la formación de un
gran bloque histórico en España. Es muy difícil. Y no soy muy optimista. Pero,
en este caso, como en tantas otras ocasiones, el camino más sencillo es el que
no lleva a ninguna parte. Es el que lleva, como ocurría a los extraños
habitantes de aquel reino al otro lado del espejo que visitó Alicia, a correr
mucho para no tener que moverse de sitio.
Sant Just Desvern, 13 de noviembre 2015