La política es estética, y lo que primó es ese gran teatro de las Cortes
españolas fue la pretensión de los dirigentes de tres grupos
parlamentarios del Parlament de representar a Catalunya entera, a la verdadera
Catalunya consciente y honesta como si quienes votaron a otros partidos
fueran sólo el público obligado a tragarse la representación nacionalista
La política es estética, y lo que primó es ese gran teatro de las Cortes españolas fue la pretensión de los dirigentes de tres grupos parlamentarios del Parlament de representar a Catalunya entera, a la verdadera Catalunya consciente y honesta como si quienes votaron a otros partidos fueran sólo el público obligado a tragarse la representación nacionalista
En la que, según creo, ha sido su mejor intervención en esta
atormentada legislatura, Pérez Rubalcaba no olvidó hacerle un reproche
elemental a Joan Herrera, integrante del servicio de mensajería parlamentaria
que el 8 de abril trató de dar escenificación institucional a un presunto
conflicto ontológico entre catalanes y españoles. Insistiré en esa referencia a la política una vez más
convertida en estética. Pero empezaré por resaltar ahora la importancia de algo
que podría pasar desapercibido en el conjunto de un discurso soberbio, en la
forma y en el fondo, que dejó en evidencia –por si aún hacía falta- la escasa lucidez argumentativa, la
jibarizada capacidad de expresión, y los trucos de primer curso de logomaquia
con que los comisionados hicieron tan flaco favor a sus propias propuestas.
Quien no está dispuesto a poner en quiebra la hegemonía del nacionalismo conservador en Catalunya, quien no se moviliza contra ello, podría no salir en la foto
Rubalcaba reprochó a Joan Herrera que, siendo de izquierdas,
hubiera olvidado –en caso de que lo hubiera sabido alguna vez- que las leyes y
el derecho no son formalismos alternativos a la voluntad política del pueblo,
sino las únicas garantías de las que disponemos aquellos que no tenemos ninguna
otra cosa para defendernos de los abusos de la autoridad y para asegurar nuestra
integridad ante los más ricos y los más fuertes, siempre poco sensibles a lo
que pueda ofrecer un Estado de derecho. Lo hizo a su manera, como de pasada,
como a bote pronto, como si se le acabara de ocurrir en el fragor del debate. Y
convendría que su alusión no quedara suspendida en un estado de ingravidez, de
apostilla insustancial, de anotación secundaria, porque precisamente en lo que
se le dijo y en lo que quedó por decirle en la misma línea al dirigente
ecosocialista, se encuentra un factor central de nuestro debate político.
Y es que Rubalcaba podía haberle soltado al “compañero” Herrera algunas otras cosas, como la que
le hizo saber a Coscubiela al hablar de la identidad nacional, confundida con
un recurso exclusivo y con una lastimosa peculiaridad que quiere atribuirse a
quienes vivimos, trabajamos o sufrimos el paro en Catalunya –“vayan ustedes a
hablar de identidad a los trabajadores de Mieres o de Puente Genil”-.
También le podía haber dicho Rubalcaba al máximo dirigente de ICV, quizás
elevando el tono como hizo en momentos en que la gravedad del tema obligaba a
una tranquila solemnidad, que le resultaba amargo ver a una formación de
izquierdas deambulando con esas compañías. Podía haberle dicho que le sorprendía,
en especial, porque Iniciativa per Catalunya se empeña en presentarse como
continuidad política del PSUC, sin que se plantee ya siquiera aquellas
ocurrencias de su fundador, que no
dudó en hablar de “tall conceptual” para abandonar el comunismo, sin pagar
derechos de autor a Althusser y su teoría de la “ruptura epistemológica” entre
el joven y el viejo Marx. Podía habérselo dicho porque, siendo capaz de conciliar
a Heráclito y Parménides, la formación ecosocialista insiste en creer que el
Ser de la “esquerra de debò”, es inmutable, mientras afirma que no piensa bañarse
dos veces, ni siquiera dos, en el río donde fluyen sin cesar la moda tacticista
y las efímeras vigencias de la imagen.
Podría habérselo propinado porque ICV no deja pasar ocasión alguna para
marcar paquete histórico, recordando las siglas y el emblema del PSUC de la Transición
en ocasiones que parecen hechas a la medida de sus actuales relaciones con la
tradición comunista catalana: los homenajes póstumos, las presentaciones de
libros de memorias, los obituarios que dan cuenta del fallecimiento de los
viejos luchadores.
Por esa relación que ICV desea mantener con la izquierda
socialista y obrera catalana, tan
lejos de la política y de la ideología, pero tan cerca de la apropiación simbólica
y del saqueo de la memoria, Rubalcaba podría haberle soltado a Joan Herrera las
cosas con mayor claridad, aprovechando incluso ese garbo con el que el
dirigente ecologista trató de colar el gato del tuteo – “¡Alfredo, hombre!”-
por la liebre de la complicidad ideológica. Habríamos agradecido que le dijera que, gracias a ICV, había
podido constituirse una apariencia de frente nacional, cubriendo el flanco “socialista”
y “obrerista” del proyecto liderado por Mas y por Junqueras. Que, sin la
participación de su formación política –a la que se sumó Esquerra Unida i
Alternativa, incapaz de superar su vocación apendicular-, el frente nacional no
se concretaba en nada que fuera políticamente viable. Que, sin esa innecesaria
y gratuita colaboración, CiU y ERC se habrían limitado a llegar a un acuerdo
como el que ya tienen desde hace tiempo en esa bochornosa mezcla de gobierno y
oposición que se permiten fingir todos los días. Que, de no haber firmado, se habría mantenido abierto un debate
que no habría permitido tomar impulso al nacionalismo catalán a costa del
bloqueo, desconcierto y problemas graves introducidos en el campo de la
izquierda. De momento, en el PSC, pero en un futuro muy cercano en la coalición
ICV-EUiA, y en cada uno de sus componentes a no tardar.
Quizás cuando el “proceso” haya desgastado aún más la calidad democrática de Catalunya y haya desperdiciado la posibilidad de construir una propuesta federal identificada exclusivamente con la izquierda, ICV podrá respondernos que sabía perfectamente a dónde iba. A cumplir con su sueño antisistema, a tratar de convertir la movilización nacionalista en una triste dúplica de la lucha contra la crisis, en un espejo deforme de la agitación social contra la casta que ha generado y está gestionando un sufrimiento social inaudito
Quizás la exhortación no habría tenido efecto en la persona
a la que iba dirigida, siempre tan segura de sí misma, y siempre con el aspecto
de estar al frente de una gran organización de masas, que presenta como virtud,
y no como defecto, que en su interior se manifiesten todas las actitudes que en
estos momentos enfrentan a los catalanes en torno a la propuesta de independencia.
Porque, para ICV, es ejemplar, y no vergonzoso, que su absoluta carencia de
definición también en este campo permita que en ella convivan federalistas de
variada calidad, nacionalistas de diverso tono, independentistas de distintas
opciones tácticas, e incluso autonomistas que quizás no se han atrevido a
proclamar que la autonomía fue, precisamente, la solución que el PSUC dio en
otro tiempo a su análisis de España como Estado multinacional. Porque tiene
guasa que quienes ahora critican a Pere Navarro por reunirse con los dirigentes
del PP para celebrar el día de la Constitución, olviden lo disciplinados que
fueron los militantes del PSUC, que en 1978 votaron un texto en el que quizás
no se sentían muy cómodos, pero que había sido presentado como conquista de los
trabajadores, como objetivo cubierto de la lucha por el Estatuto, y no como
resignada aceptación de la derrota frente a un continuismo conservador y españolista
más potente.
En realidad, de lo que se trataba era de decirle a Joan Herrera
que la inversión de la frase de Alfonso Guerra es de tan mal gusto como su
formulación original. “Quien no se mueve, sale en la foto”. En efecto, quien no
está dispuesto a poner en quiebra la hegemonía del nacionalismo conservador en
Catalunya, quien no se moviliza contra ello, podría no salir en la foto. Y quizás
nos equivocamos cuando afirmamos que Iniciativa estuvo ahí a cambio de nada.
Porque salir en esa imagen era una finalidad en sí misma. Estar en el escenario
y protagonizar la magnitud de la comedia bien valió saber que se aprobarían nuevos
presupuestos socialmente radioactivos, dañinos para esa cohesión social que,
evidentemente, no se genera ni se encuentra solamente en la inmersión lingüística,
cuyo éxito en términos puramente escolares pudimos ver en la fluidez verbal de
Marta Rovira. La política es estética, y lo que prima es ese gran teatro de las
Cortes españolas, en el que dirigentes
de tres grupos parlamentarios del Parlament pretenden representar a Catalunya
entera, a la verdadera Catalunya consciente y honesta, como si quienes votaron
al PSC y al PP, quienes pusieron más escaños socialistas y populares en las
Cortes que los obtenidos por los grupos de los tres comisionados, dejaran de ser actores de reparto para
convertirse en público, obligado a tragarse la representación nacionalista. Lo
que importaba era el efecto visual, acompañado de palabras livianas, propias de
esa cancioncilla irritante de verano que vamos a escuchar durante unos meses, y
en el que la letra importa menos que el pegadizo aire musical a cuyo ritmo
vamos a bailar hasta el mes de noviembre.
Habríamos agradecido que Rubalcaba le preguntara a ICV si sabía con quién iba, para entender en dónde íbamos a acabar quienes llevamos más de treinta años definiendo nuestra posición política en el lugar más alejado posible de lo que se le ocurra al pujolismo, en cualquiera de sus trances. Quizás, dentro de muy pocas semanas, cuando el “proceso” haya desgastado aún más la calidad democrática de Catalunya y haya desperdiciado la posibilidad de construir una propuesta federal identificada exclusivamente con la izquierda, ICV podrá respondernos que sabía perfectamente a dónde iba. A cumplir con su sueño antisistema, a tratar de convertir la movilización nacionalista en una triste dúplica de la lucha contra la crisis, en un espejo deforme de la agitación social contra la casta que ha generado y está gestionando un sufrimiento social inaudito. A enlazar las manos en otra cartografía sentimental el próximo 11 de septiembre, abrazándose a quienes en todo se diferencian de las culturas de izquierda desde 1980, cuando los socialistas del PSC-PSOE y los comunistas del PSUC fuimos vencidos por el gran acuerdo de la derecha española y catalana, ejercido por CiU y apoyado por ERC y UCD. A crear un escenario de conflicto con la izquierda española y de reconciliación con la derecha catalana en un nuevo día festivo. A salir a la calle. A participar en la marcha. A tirar de la cadena.
Habríamos agradecido que Rubalcaba le preguntara a ICV si sabía con quién iba, para entender en dónde íbamos a acabar quienes llevamos más de treinta años definiendo nuestra posición política en el lugar más alejado posible de lo que se le ocurra al pujolismo, en cualquiera de sus trances. Quizás, dentro de muy pocas semanas, cuando el “proceso” haya desgastado aún más la calidad democrática de Catalunya y haya desperdiciado la posibilidad de construir una propuesta federal identificada exclusivamente con la izquierda, ICV podrá respondernos que sabía perfectamente a dónde iba. A cumplir con su sueño antisistema, a tratar de convertir la movilización nacionalista en una triste dúplica de la lucha contra la crisis, en un espejo deforme de la agitación social contra la casta que ha generado y está gestionando un sufrimiento social inaudito. A enlazar las manos en otra cartografía sentimental el próximo 11 de septiembre, abrazándose a quienes en todo se diferencian de las culturas de izquierda desde 1980, cuando los socialistas del PSC-PSOE y los comunistas del PSUC fuimos vencidos por el gran acuerdo de la derecha española y catalana, ejercido por CiU y apoyado por ERC y UCD. A crear un escenario de conflicto con la izquierda española y de reconciliación con la derecha catalana en un nuevo día festivo. A salir a la calle. A participar en la marcha. A tirar de la cadena.