En la actualidad, la política territorial en España está prisionera de un paradigma –hegemónico hasta el siglo XX– que ya no es capaz de resolver los retos de la gobernanza del Estado en el contexto de la Unión Europea y de la mundialización irreversible. Obviamente este paradigma es la nación y su correlato populista de la soberanía nacional. En los comienzos del Siglo XXI, toda soberanía es ya soberanía compartida y colaborativa y, por supuesto, supraestatal; o sea, de fundamento óptimamente federalizante
Del libro “Las naciones, entes o entelequias (hacia un
Estado transubjetivo)” (Editorial Montesinos, 2016)
La concepción general del libro se sustenta en una
premisa principal: en un Estado democrático moderno, el fundamento del vínculo
común de la ciudadanía constituyente nunca puede ser ni trascendente ni
preexistente a la propia sociedad actual –históricamente vigente– que se
instituye como Estado de Derecho. Asume esta premisa que todo orden
jurídico-político origen de un contrato social entre el Estado y la ciudadanía
individual (Ej.: Constitución de 1978) no se basa en argumentos categóricos de
carácter esencialista, antecedentes y preeminentes a la propia sociedad vigente
en un periodo histórico dado; ya sean discursos nacionalistas vindicadores de
presuntos derechos históricos, doctrinas religiosas, ideologías populistas
utópicas, propuestas de fundamentación social iusnaturalistas, historicistas o
étnico-culturales. Todo lo contrario, el fundamento del contrato social
ilustrado, origen de la modernidad democrática actual, se sustenta
exclusivamente en los conceptos de “civilidad” y “ciudadanía”, a los que es
consubstancial el acervo de los derechos humanos fundamentales;
independientemente de las preferencias nacionales, religiosas, ideológicas o
culturales individuales.
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Frente al paradigma del Estado-nación
–ya periclitado–, se argumenta y se promueve en este libro la disociación
conceptual de estas dos entidades filosófico-políticas, históricamente
relacionadas, pero no equiparables en la época actual de mundialización. Una
nación, su realidad sociológica, es siempre una entidad intersubjetiva subsumida
en el Estado; y ello, precisamente en razón de su carácter identitario: una
nación es una experiencia de comunión colectiva, una experiencia ritualizada de
exaltación comunitaria plena de simbologías, celebraciones, conmemoraciones,
efemérides, héroes y próceres de la patria; todo ello dirigido por una elite o
aristocracia nacional que se arroga la misión de regir el acontecer social y
político de la nación de acuerdo con unos presuntos designios históricos
nacionales; un destino providencial ineluctable protagonizado en el transcurso
de la historia por el Pueblo en el que –literalmente– se encarnan la identidad
y el espíritu colectivo nacionales. Es, por tanto, una entelequia.
Identitario implica además que una
nación deriva de una experiencia individual intensamente emotiva que se
manifiesta como “sentimiento de pertenencia” a la comunidad nacional. Por esa
razón, la adscripción individual al ideario de una nación es resultado de una
elección subjetiva estrictamente personal y, coherentemente, tal sentimiento de
pertenencia comunitaria e identificación a un colectivo nacional no puede ni
debe predicarse en absoluto de quien libremente no desea adscribirse a dicha
comunidad. Como afirma Félix Ovejero, una persona que no “siente” su pertenencia
a una nación, por definición, no pertenece a ella ¿Y pierde entonces la
condición de ciudadanía? En absoluto, porque la condición legal y
administrativa de ciudadanía nada tiene que ver con el atributo de
nacionalidad, el cual sólo debería ser considerado contingente y circunstancial
–por electivo– a efectos jurídico-políticos.
Así pues, una nación siempre está
sociológicamente subsumida en el Estado pero no es Estado en sí misma, ya que la
pertenencia a una comunidad nacional es una prerrogativa volitiva individual
que sólo se hace efectiva mediante el ejercicio del derecho básico de la
libertad de elección, pero no tiene carácter jurídico-administrativo o político
intrínseco. Congruentemente, si la adscripción a un colectivo nacional tiene un
carácter personal y opcional, la “pertenencia” a una nación, en cuanto prerrogativa
individual, ni es susceptible de represión (a quien lo desea) ni de imposición
(a quien no lo desea).
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Las personas, en razón del psiquismo humano, se
identifican con aquello que constituye el fundamento de sus querencias y sus creencias
y, por tanto, con todo aquello a lo que aspiran y anhelan. Y esa identificación
deviene indefectiblemente en fundamento de su carácter social, no en cuanto atributo
contingente de su carácter, sino como rasgo esencial de su personalidad social.
Como muy lucidamente estableciera Erich Fromm, la religiosidad natural –anhelo de
trascendencia– consubstancial al modo de ser humano tiende a definir siempre un
“objeto de devoción” sobre el que
proyectar su anhelo de felicidad utópica, y ese objeto de devoción modula y
modela su carácter, “porque somos aquello
a lo que nos consagramos, y a lo que nos consagramos motiva nuestra conducta”.
De manera que una vez instaurado un objeto de devoción colectiva, consecuentemente,
las personas “deseen hacer lo que deben
hacer” según lo establecido por el código de devoción comunitario. Nótese
que este objeto de devoción, si logra transubstanciarse en “nación” como
resultado de un discurso social y cultural hegemónico, devendrá entonces espontáneamente
en experiencia identitaria nacionalista –pseudoreligiosa– colectiva. Reflexiones todas ellas también
coincidentes con el pensamiento humanista de Carlos Marx cuando asevera que "no es la conciencia del hombre la que
determina su ser, sino, por el contrario, es el ser social lo que determina su
conciencia" (Contribución a la crítica de la economía política.
Prólogo).
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Civilidad, civismo, ciudadanía, cívico no
significan lo mismo que nacionalidad, nacionalismo, nación o nacional; ni tan
siquiera equivalen a Pueblo, patria o patriotismo. A diferencia de los primeros,
que aluden a un sujeto político de derecho individual, una patria o una nación
siempre requieren de una elite social que la defina y la regule; que la
usufructúe a mayor gloria de sus intereses estamentales. Y esas élites son
invariablemente aristocracias nacionales creadoras de un discurso colectivo
cultural e histórico mitificado que se autoarroga la detentación del poder –si
hegemónico, mejor– y la soberanía política; todo ello en nombre de la nación.
Frente a toda esta mistificación se argumenta en
este libro que la soberanía es y sólo puede ser –éticamente– individual. La
soberanía es atributo individual y no colectivo porque es connatural e
inherente a la dignidad humana primordial, razón por la cual se instituye como
atributo ínsito de la ciudadanía. De acuerdo con ello, la soberanía no puede ni
debe ser atribuida en ningún caso a una entidad intersubjetiva conceptuada como
“nación”, ni tampoco a un territorio definido categóricamente como “nacional”.
Porque el carácter de la entidad histórico-cultural que se denomina “nación”
es, por su propia naturaleza, preexistente y subsistente al Estado vigente con
el que se pretende identificar; o
sea, de carácter pre-político y pre-constitucional. Y, también, aunque pueda
sorprender en primera instancia, a-histórico, porque su esencia es por
definición –y devoción– intemporal, y aun inmutable e incuestionable en tanto
discurso o metarrelato intersubjetivo colectivo mitificado y utópico.
La entidad real que gestiona la soberanía
constituyente y ejerce legítimamente la actividad política es el Estado, siendo
este último, por definición y por precaución, contingente, mutable y
estrictamente temporal, puesto que tiene una fecha fundacional concreta e
inequívoca (en el caso de España la Constitución de 1978). Y tampoco le es
extraña a un Estado la posibilidad de su potencial caducidad o acabamiento si
la ciudadanía soberana instituye un nuevo periodo constituyente que substituya
y suceda al anterior (Ej.: la República francesa). Pero se argumenta
reiteradamente en este libro que una nación, cualquiera de ellas: española,
catalana, vasca, gallega… no debería tener en puridad entidad jurídico-política
legitimada constitucionalmente; ni tampoco ser sujeto de soberanía, porque la
soberanía política es inherente al consenso de la ciudadanía constituyente del
Estado democrático en cada periodo histórico, pero ni deriva ni es inmanente a
una nación, en tanto que entidad pre-existente y trascendente al propio Estado
democráticamente constituido. Una nación sólo es inteligible como concepción
sociocultural e histórica, pero en absoluto como entidad equivalente o
equiparable a un Estado democrático constitucional.
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¿Cuál es el verdadero demos, la “nación” o la “ciudadanía”?
La significación del paradigma “nación” sólo es
inteligible políticamente si se acepta su equiparación conceptual al Estado;
ese y no otro es el desiderátum de toda ideología nacionalista; ese es el
problema esencial de lo que se denomina el debate territorial en España
actualmente. Pero este hecho, sociológicamente incuestionable, en absoluto
avala la equivalencia entre los conceptos “nación” y “ciudadanía”; paradigmas
ambos pertenecientes a diferente categoría formal y conceptual: libremente
opcional la primera; de iure la
segunda. Vinculada por un sentimiento emocional de pertenencia a un colectivo
identitario la primera; objeto de acatamiento legal constitucional y
democrático la segunda. De carácter histórico-cultural sociológico la primera;
inapelablemente jurídico-política la segunda. Socialmente intersubjetiva la
primera; políticamente transubjetiva la segunda.
Todo esto implica que, por su propia naturaleza, el
refrendo social de una nación no aporta necesariamente legitimidad ni soberanía
política a una ideología nacionalista, simplemente constata el refrendo
sociológico del ideario nacional en cuestión, porque la existencia de cualquier
nación es tan real como relativa; explicitada precisamente por el correspondiente
refrendo social que suscita. Las naciones existen y tiene
una realidad inequívoca porque existentes, reales y soberanas son las personas
que se identifican con ellas. Pero carece de sentido el planteamiento de un
referéndum sobre presupuestos teóricos que justifiquen y legitimen la
equiparación jurídico-política de los paradigmas “nación” y “Estado”: son
realidades intercurrentes pero diferentes. Ahora bien, desde instancias de un
Estado democrático y de acuerdo con la legislación constitucional que la avale,
siempre es posible plantear un referéndum de autodeterminación-independencia,
como lo demuestran los ejemplos de Escocia y Quebec. Pero vindicar y exigir un
referéndum de independencia justificándolo mediante la premisa de que “una nación –por el mero hecho de serlo– tiene derecho a decidir” (Ej.: DUI), no
es ni éticamente procedente, ni legal jurídicamente, ni legítimo políticamente.