El pensamiento federal reconoce al sujeto la capacidad de tomar decisiones, de cambiar de opinión si lo desea y de hacer todo eso sin ser acusado de negarse a sí mismo. El federalismo reconoce también que una comunidad puede estar compuesta no sólo por una pluralidad de identidades monistas, distintas las unas de las otras, sino también por identidades superpuestas, verdaderamente plurales en su esencia
“¡Viva Québec libre!” Esta famosa frase, lanzada desde un balcón
por el general de Gaulle, refleja el carácter polisémico de la palabra “libertad”.
Aunque de Gaulle se refería en su discurso de 1967 a la libertad de una
comunidad política, nosotros utilizamos esta palabra con más frecuencia para
describir la libertad de un individuo.
La libertad puede ser vista desde distintos ángulos. Dos
versiones de la misma palabra son la libertad individual y la libertad nacional.
Sus significados, como veremos más adelante, inciden sobre la reflexión federal.
En un ensayo de 1819, Benjamin Constant distingue entre la
libertad de los antiguos y de los modernos. La primera, dice el autor, “consiste
en ejercer colectivamente pero de forma directa varias partes del conjunto de
la soberanía”. Constant constata como los antiguos creían que era compatible la
libertad colectiva y la completa sumisión del individuo a la autoridad del
conjunto de individuos.
La libertad moderna es, sin embargo, una cosa bien distinta.
Se fundamenta en la capacidad, reconocida a todos los individuos en igualdad de
condiciones, a actuar de acuerdo a sus propios deseos. Se define como un
espacio donde todos pueden ejercer su libre albedrío.
Al lado de esta libertad individual moderna se sitúa la
llamada “libertad nacional” que tiene que ver con un fenómeno distinto: algunos
hombres no tienen la sensación de ser libres si sus líderes no pertenecen a su
misma raza o comparten una misma lengua. En este sentido, la concepción de
libertad nacional se encuentra mucho más cerca a lo que Benjamin Constant
consideraba la libertad de los antiguos.
Estas dos concepciones de la libertad- individual y
nacional- se encuentran en el origen de todas las teorías políticas e
identitarias caracterizadas por su carácter monista, lo cual, tiene
consecuencias a la hora de pensar el federalismo.
En la concepción nacionalista, el individuo deja de estar reducido a la condición de simple sujeto de derechos. Su identidad, y por lo tanto, el espacio donde puede ejercer su libre albedrío, queda determinado por su herencia cultural
En la “libertad nacional”, la nación se moviliza para
garantizar la independencia del grupo en contra de la amenaza planteada por
“los otros”. En lugar de hablar de “libertad nacional”, algunos prefieren a menudo
términos como “soberanía nacional” y “autodeterminación” que tienen en común la
capacidad de borrar la dimensión relacional de los conflictos sociales y políticos.
Una vez transformadas en “derechos” - o “en soberanía
indivisible” – las reivindicaciones nacionalistas requieren la entrega total
del adversario. La nación, para aquellos que así la conciben, trasciende la
abstracción cívica porque hunde sus raíces en una historia y una cultura
singulares. El individuo deja de estar reducido a la condición de simple sujeto
de derechos. Se convierte por encima de todo en el producto de esta historia y
esta cultura. Su identidad, y por lo tanto el espacio donde puede ejercer su libre
albedrío, queda determinado por esta herencia.
El precio que se paga frecuentemente con esta concepción es
que todo aquello que se quiere proyectar en nombre de la libertad individual,
más allá de la frontera identitaria, es calificado de no-auténtico.
Uno de los problemas que plantea el nacionalismo es que como su finalidad es garantizar la cohesión de un grupo cultural en particular, pone énfasis en las diferencias y no en los aspectos que les unen con otros grupos que son las que dan origen a la solidaridad
Desde mi punto de vista, el enfoque nacionalista no da
respuesta a la realidad que es una cosa mucho más compleja. Si aceptamos que la
identidad de una persona no es un recipiente con los bordes bien definidos sino
más bien un espacio donde se superponen una serie de registros. Y reconocemos
que estos registros no se movilizan todos en el campo político, que muchos de
ellos pueden predisponer a un individuo a pertenecer a más de una comunidad
política, es el momento de abrir la puerta a la reflexión federal.
La mayor fuerza del federalismo es que, a diferencia del
nacionalismo, apela a seres humanos y no a superhombres. Abraham Lincoln ya
decía que el mayor mérito del federalismo es que no nos idealiza, nos acepta a
todos con nuestros defectos y nuestras cualidades.
El pensamiento federal se basa en una antropología moral que
reconoce al sujeto la capacidad de tomar decisiones, de cambiar de opinión si
lo desea y de hacer todo eso sin ser acusado de negarse a sí mismo. Admite que
la elección de los sujetos, sin estar totalmente determinada por el contexto, tampoco
es impermeable a él.
http://www.droit.umontreal.ca/professeurs_personnel/corps_professoral/jean.leclair.html
El federalismo reconoce la importancia de multiplicar las
comunidades políticas. Constata también que una comunidad puede estar compuesta
no sólo por una pluralidad de identidades monistas, distintas las unas de las
otras, sino también por identidades
superpuestas, identidades verdaderamente plurales en su esencia. Si aceptamos
esto, podemos concluir también que no hay nada raro en que en el ejercicio de
su libertad individual, el sujeto abrace una doble o triple pertenencia identitaria.
El pensamiento federal trata no sólo de considerar seriamente la gestión de las diferencias sino que también trata de estructurar las relaciones políticas para que las partes estén obligadas a entender el principio de solidaridad
En otras palabras, el principio federal trata de pensar y institucionalizar
la relación compleja, y a veces tensa, que existe entre la libertad individual
y la libertad nacional.
El federalismo obliga a todas las partes a considerar el
alcance y los límites del poder de forma simultánea. Cierra el paso a cualquier
pretensión totalizadora. Y es por eso que si concebimos la libertad individual
como un atributo del sujeto, como un espacio donde cada uno puede ejercer su
libre albedrío, el federalismo parece ser una forma política menos restrictiva
que el nacionalismo.
Debido a su dimensión simbiótica, la identidad nacional
tiende a absorberlo todo, a dictar más que proponer. El pensamiento federal, en
cambio, trata no sólo de considerar seriamente la gestión de las diferencias
sino que también trata de estructurar las relaciones políticas para que las
partes estén obligadas a entender el principio de solidaridad.
Algunos de los principales teóricos del federalismo, como
Alexis de Tocqueville o Alexander Hamilton, estaban convencidos que el
compromiso de los ciudadanos con su administración local sería siempre más
fuerte que los lazos que los unen con la administración central. No concibieron
el principio federal como una manera de gestionar las diferencias culturales. Los
Estados Unidos tuvieron que pasar por una sangrienta guerra civil antes de darse
cuenta del potencial que tenía el federalismo como modelo de convivencia.
Sin embargo, si la federación canadiense perdura, puede
deberse a que los quebequenses y los canadienses angloparlantes no creen que la
cultura sea una túnica cortada de una misma pieza de tela. O quizás no creen
que esta cultura merezca ocupar todo el espacio político. Es posible que dentro
del ejercicio de su libertad individual, jerarquicen de forma distinta a como
algunos desearían sus múltiples señas de identidad. La democracia, y más aún,
la eficiencia económica, son probablemente preocupaciones más importantes para
ellos.
*Traducción y edición de Beatriz Silva. Para un análisis más
en profundidad del tema, consultar el artículo de Jean Leclair 'Vive Le Québec Libre !' Liberté(s) EtFédéralisme, 3 Revue Québécoise de Droit
constitutionnel, 2010.