Buena parte de la propaganda nacionalista ha ido en busca de
un voto que no se encuentra ni en el corazón ni en el estómago, sino en algo
tan de quita y pon como la cartera. El crecimiento del independentismo nada
debe a una mayor calidad del discurso democrático. Quienes defendemos la
soberanía tenemos una idea de la sociedad que no se resuelve creando otro Estado,
sino reforzando la participación de los ciudadanos, el control de las
instituciones por la comunidad política y la rendición de cuentas de la gestión
realizada
Un alto dirigente de Convergencia ha mostrado su preocupación
por el crecimiento de voto de Podemos o Ciudadanos en las próximas elecciones
señalando que el sufragio ejercido con el cerebro y corazón corre el riesgo de ser sustituido
por el que se ejerce con el estómago. En los últimos años, Convergencia parece
haberse convertido en una academia de cursos nocturnos de literatura,
especializada en el poder de las metáforas. Pero al profesor Mas, que elevaba el vuelo de su discurso con alusiones a la
navegación, a los vientos en popa y a los rumbos inflexibles hacia las Itacas
de larga espera, lo sustituye en periodo vacacional el interino Turull, que ha
rebajado la elegancia de las figuras literarias hasta referirse a bombeos cardíacos o procesos
digestivos. Y si el verbo
imaginativo de Mas puede convertir las elecciones en el puerto final de una travesía entusiasmada, las
palabras de Turull amenazan con hacer de las urnas el humilde depósito de una
desembocadura intestinal o la
angustiosa pantalla de un infarto de miocardio colectivo.
Al nacionalismo, que no soporta las descripciones sobrias de
la realidad; al nacionalismo, que es ya una metáfora excesiva de la nación, se
le están rompiendo las costuras del buen gusto literario, que es lo último que
puede perder quien solo usa las palabras para construir el idioma de un país de
fantasía. Si en el principio fue el Verbo, que por lo menos sea inteligible. Si
en el principio fue la estética, que por lo menos sea atractiva. Si en el
principio fue la ficción, que por lo menos sea rigurosa. Por lo demás, la metáfora
del señor Turull es facilona. Tanto, que ni siquiera estoy seguro de que se
haya utilizado inicialmente por el nacionalismo catalán. Me temo que la ha
utilizado, y mucho, otro
nacionalismo, precisamente aquel con el que dice estar en confrontación incansable
el actual presidente de la Generalitat. Han sido los medios más vinculados al
discurso nacionalista español los que se han referido a esa distinción obscena
entre el voto ejercido con el corazón y el voto ejercido con el estómago.
Incluso han ido más lejos, señalando un horizonte hacia el que no tardarán en
cabalgar las mesnadas del President: no hay un conflicto entre propuestas políticas,
solo una confrontación entre ideas sublimes e intereses mezquinos. Si Shaw decía que los ingleses y los
americanos son pueblos separados por un mismo idioma, acabaremos por entender
que el nacionalismo catalán y el nacionalismo español son lenguajes separados
por una misma metáfora.
Seamos poéticos: pidamos lo prosaico. Los ciudadanos
ejercemos nuestro voto con la voluntad, como un ejercicio de la razón. Una razón
política de la que no están ausentes pasiones controladas, emociones indispensables,
ilusiones en las que toman forma las justas aspiraciones de cada individuo,
entre las que se encuentra un solidario deseo de que los derechos de todos sean
adecuadamente atendidos. Votamos
como fruto de una decisión, que es la misma que nos convoca a ejercer otras
muchas responsabilidades en una sociedad de seres libres e iguales. Libres e
iguales, habrá que repetirlo. Porque la metáfora anatómica tiene ese sabor a
exclusión, a distinción entre los de aquí y los de allá, los de dentro y los de
fuera, que hace tiempo que nos fatiga la inteligencia. Al parecer, algunos
tienen la exclusiva del corazón y otros solo tenemos un estómago insaciable y
palpitante. Y, claro está, en ese campo de alusiones elementales, que forman
parte de lo que la sabiduría popular considera digno o felón, no hay color
entre quienes van por la vida con el corazón por delante y quienes toman las
decisiones consultando con la cavidad abdominal. No es lo mismo sacar pecho que lucir barriga en la pasarela
de la elegancia y el heroísmo cívico en el que se ha convertido este país. No
es igual el pálpito impulsivo de un corazón limpio y salvaje que una
gordinflona acidez de sobremesa. Después de habernos destituido de tantas
cosas, los nacionalistas también quieren darnos esa absurda lección de anatomía
moral, en la que nuestras razones son atribuidas a la carencia de la
generosidad y la ambición honesta que reposan en el ritmo del corazón. Según
ellos, nosotros no aseguramos que la patria tenga oxígeno sesenta veces por
minuto, nosotros no somos ese golpe de Celaya que golpeaba las tinieblas en los
años del franquismo. Nuestra opinión solo existe en esa zona impúdica y algo
irreverente donde se administran los residuos de la sociedad.
No le extrañe
al lector la irritación que provoca este tipo de expresiones entre quienes
sabemos demasiado bien cuáles han sido las consecuencias de unos proyectos
sociales que han optado por las metáforas biológicas. Ni siquiera la radical
congruencia entre este recurso y el organicismo político nacionalista puede
evitar que nos moleste su lenguaje. No es una simple expresión lírica que trata
de dar impulso a lo mejor que cada uno de nosotros lleva en su persona. Es una
aviesa costumbre de definir la deficiencia de carácter, la sombría falta de
convicciones y la carencia absoluta de sentido de pertenencia a una comunidad
de quienes no estamos de acuerdo con ellos. Por eso, lo más efectivo es
recurrir a una retórica que establece, al margen de cualquier legítima
discrepancia, lo que separa lastimosamente a quienes usan un órgano cargado de
nobleza y quienes, en el momento más solemne y decisivo de la vida democrática,
prefieren usar órganos destinados a usos más vulgares. Para ellos, el cántico
espiritual de los latidos de la sangre. Para nosotros, la profana flatulencia
de los sin patria.
El hecho que se haya divulgado un discurso simplificado de los de dentro y los de fuera, en el que las referencias políticas de la derecha y de la izquierda han sido sacrificadas en el altar de un organismo desfasado, es también populismo
Por lo demás, el señor Turull hace trampas, aunque eso
tampoco sea algo que nos coge desprevenidos. Buena parte de la propaganda
nacionalista ha ido en busca de un voto que no se encuentra ni en el corazón ni
en el estómago, sino en algo tan de quita y pon como la cartera. El crecimiento
del independentismo nada debe a una mayor calidad del discurso democrático.
Nada debe, por ejemplo, al afán por recuperar una soberanía que ha sido
secuestrada sistemáticamente por el mismo partido que se llena la boca con esa
palabra, procurando que nadie pueda saborear su contenido. Quienes defendemos
la soberanía tenemos una idea de la sociedad que no se resuelve creando otro Estado,
sino reforzando la participación de los ciudadanos, el control de las
instituciones por la comunidad política, la rendición de cuentas de la gestión
realizada y la garantía de que todos tendremos las mismas oportunidades para
ser escuchados en los medios públicos de comunicación. ¿Es que alguien cree que
va a crecer el nivel de soberanía de los ciudadanos de Catalunya por el simple
hecho de disponer de eso que se llama, perdiéndole todo el respeto a las
palabras un “Estado propio”?
Porque Estado ya tenemos, desde luego. A no ser que las infinitas disposiciones
de la Generalitat que he ido cumpliendo desde que empecé mi trabajo como
funcionario, a las órdenes por aquel entonces de la señora Carme-Laura Gil,
sean un malentendido, una tomadura de pelo como el de esas operadoras que
siguen enviándote facturas aunque el dominio que compraste haya caducado. Y el
adjetivo “propio” no mejora las
cosas: de hecho, ni siquiera califica. Porque no va a ser el Estado de todos
los catalanes, sencillamente porque más de la mitad de nosotros no lo deseamos.
Y ellos lo saben. Y, además, porque el Estado propio independiente es una
contradicción en los términos tan poco apetecibles de la actual Unión Europea,
a la que nuestros independentistas hegemónicos cedieron cualquier atisbo de
soberanía, en temas esenciales, con mucho mayor entusiasmo del que he tenido yo
por ese verdadero ultraje al margen de maniobra para superar crisis como las
que sufrimos.
No, la popularidad del discurso nacionalista no procede del
corazón. Procede de la cartera. Procede de la infatigable referencia al expolio
económico de Catalunya. Porque plantear cualquier asomo de expropiación
cultural, en las condiciones en las que se ha organizado este tema desde 1980
sería un insulto irreparable a la sensatez. Aquí, algunos han manifestado, con terquedad cuyos principios no
comparto, pero cuya actitud debo respetar, su posición independentista desde
antes de que se iniciara la Transición. La mayoría de quienes han hecho del
independentismo una fuerza social considerable han llegado a esto como uno de
los efectos colaterales de la crisis. Tenemos suficientes ejemplos de
radicalización política en la historia de los últimos doscientos años para
saber que las actitudes radicales no se forjan por mera persuasión discursiva,
sino como resultado de una quiebra del orden social constituido. Es la percepción
de que el sistema no funciona, y sobre todo la seguridad de que la crisis nos
perjudica personalmente, lo que lleva a tomar posiciones que no tomamos en los
años de bonanza. Los lemas más eficaces de la campaña nacionalista no se han
referido a la lengua ni a la
soberanía, sino al bienestar que cada uno de nosotros podría alcanzar, de no
tener que sufrir un régimen inadecuado de financiación de las autonomías. O,
traducido al lenguaje que ha preferido usarse para ganar tiempo, si no tuviéramos
que aguantar que España -esa nación que sí tiene un Estado propio- nos robara.
Y se ha indicado que puede hacerlo porque Catalunya tiene su soberanía a la
intemperie, su Estado por hacer, su cultura despreciada y su voluntad hecha
trizas, contemplados burlonamente por cualquiera que mande –sigamos con las
figuras retóricas- en Madrid. Que, durante más de treinta años, la llamada “minoría
catalana” haya sido decisiva en las Cortes españolas, para indicar en qué se gastan
lo que Hacienda ingresa tras cada campaña fiscal, parece ser una contradicción a la que conviene no mirar a los
ojos. Con inaudita desvergüenza, quienes han formado mayorías parlamentarias en
las Cortes españolas para aprobar los presupuestos, aparecen ahora vociferando
que no tenemos Estado propio y, lo que es peor: que sufrimos un Estado ajeno,
una de cuyas características es hacernos la vida imposible. La antigua
colaboración, cuando se reconoce el pecado, se contempla como la virtud de una
esforzada estrategia de comprensión a la que se ha dado con la puerta del
centralismo en las narices.
Lo que se ha pedido a los catalanes, señor Turull, no es
votar con la cabeza ni con el corazón, sino con el bolsillo bien atento a lo
que, siendo objeto de una discrepancia sobre balanzas fiscales, ha preferido
presentarse de un modo más intratable por ambas partes. Por ambas, desde luego,
porque no le han ido a la zaga los comentarios más impresentables de quienes
han llegado a decir lo que se ha dicho de los catalanes, de todos los
catalanes, en esta temporada. Se nos ha tratado de comunidad subvencionada,
derrochona, egoísta, paleta y rencorosa. Ese es el fuego graneado de la
ignorancia y el prejuicio del españolismo infame, que se cisca en la mejor
tradición política española, derrotada en 1939 por quienes, a uno y a otro lado
del Ebro, no celebran los aniversarios de aquella tragedia. Y a esos disparos
contra el corazón, la cabeza y el estómago, se responde con balas de similar
calibre moral y parecida letalidad para la inteligencia. España, en lo que se
ha convertido en un sentido común sin
posibilidad de un debate público en condiciones, es presentada como un
país…subvencionado, derrochón, egoísta, paleto y rencoroso. Por eso hay que
salir de ahí corriendo. Y, además, no tendremos que hacerlo con el vergonzante
y vergonzoso discurso de la Liga Norte italiana, que ni siquiera esconde su
desprecio profundo por aquellos a quienes considera habitantes de regiones
pobres. Encima, la defensa de un sistema que nos evite la solidaridad puede
presentarse como reivindicación de la democracia. En eso, en todas partes
cuecen habas, y quien haya seguido la campaña electoral de Andalucía habrá
podido ver lo poco que cuentan las cuestiones ideológicas más sensatas cuando
se trata de apelar a eso que, vamos a dejarlo ya aquí, se empeñan el llamar “el
corazón”.
Muchos parecen haber olvidado lo poco que tiene que ver todo este escenario con las reivindicaciones de soberanía nacional que vertebraron el discurso de la izquierda socialista y comunista cuando se luchaba por instaurar la democracia en España
Hace unos pocos días, alarmados por la pérdida de chispa que
iba mostrando “el proceso”, se reunieron en el Palau de la Generalitat quienes
representan a partidos políticos parlamentarios y quienes solo se representan a
sí mismos, aunque se empeñan en decir que representan nada menos que a la “sociedad
civil”. Que el señor Turull se atreva a referirse al “populismo” de Ciutadans y
de Podemos, cuando se produce un acuerdo de este tipo, lleva las cosas a unos
niveles en que es difícil hablar, porque ni siquiera nos hemos puesto de
acuerdo en el significado de las palabras.
Que los procedimientos de la democracia han ido envileciéndose
en este país al calor del proceso es evidente. La propuesta de una lista única,
“de país”, que decretara el estado de excepción sosteniendo una intolerable
pausa de la democracia parlamentaria, solo fue frenada por la competencia entre
Mas y Junqueras para liderar un mismo trayecto. Solicitar a los partidos que se
aparten de una circunstancia histórica, para considerar una sola cuestión que
en el mejor de los casos ha sido considerada crucial por la mitad de los
catalanes, algo tendrá que ver con el populismo. Que se haya prestado especial
atención a la convocatoria de manifestaciones agasajadas con la propaganda
institucional pagada por todos los catalanes, al mismo nivel que el
parlamento, en el que se sientan
los representantes de la soberanía popular, algo tiene que ver también con el
populismo. Que se haya divulgado un discurso simplificado de los de dentro y
los de fuera, en el que las referencias políticas de la derecha y de la
izquierda han sido sacrificadas en el altar de un organicismo desfasado, también
tiene que ver con el populismo. Que estas sean las únicas manifestaciones a las
que se ha prestado atención, mientras se ignoraba, se insultaba o se calentaba
a porrazos a quienes luchaban en la calle contra los recortes sociales más
aterradores de los últimos cincuenta años, algo tiene que ver con la desvergüenza
populista. Y esto último, porque no hay populismo posible sin una elite que
sostenga a su conveniencia la protesta de las masas. El populismo nunca ha
consistido en que el pueblo tome la palabra, sino en que el pueblo sea
manipulado para que una elite sustituya a otra o para que la misma elite continúe
gobernando, cambiando de apariencia. El populismo no es una forma radical de
democracia, sino todo lo contrario. Por eso mismo nos preguntamos siempre por
el protagonismo inapropiado que se concede a personas que representan solo a
una respetable institución como el Omnium. O a una persona que, como Carme
Forcadell, recibió un correctivo electoral tan apabullante la última vez que
quiso medirse con sus adversarios en una campaña municipal. Si no ando
equivocado, hace solo ocho años, el 95 % de sus vecinos de Sabadell decidió
apoyar opciones distintas a la suya. Desde aquella fecha hasta ahora no ha
existido la capacidad de convencer de unos principios a una mayoría que tan
ampliamente los rechazó antes de la crisis. Lo que se ha dado es el marco de
exasperación, de fractura e incluso de desesperación en la que se forjan los liderazgos
súbitos, siempre tan alérgicos a la normalidad nacional y social que tanto se
invoca.
Pero lo que interesa en el proceso no es la calidad de la
democracia parlamentaria. Ni siquiera interesa una democracia que sea entendida
como espacio de resolución de conflictos y en la que, por tanto, ni el
permanente consenso entre intereses antagónicos ni la identificación de la
comunidad política con un solo proyecto resulta aceptable. Tampoco lo es convertir
un régimen de partidos en un híbrido en el que no se sabe dónde acaban los
recursos de la democracia plural, diversa y conflictiva, y dónde empiezan los
instrumentos del bonapartismo plebiscitario, obligando a la población a que
elija cuál de los dos polos de un dilema considera mejor. A los nacionalistas les preocupa algo más,
y por eso han llegado a firmar esa nueva “hoja de ruta” –que, en forma y
contenido es, además, uno de los
documentos más penoso que he podido leer en todos los años de mi vida
profesional, que son ya muchos, algo que se agrava por las pretensiones de
solemnidad con el que da cada uno de sus pasos “el proceso”-. Les preocupa lo
que se confesó hace ya unos meses: que no se puede mantener a todo un pueblo en
un permanente estado de excitación. Una verdad como un templo, pero que parece
considerar legítimo tenerlo crispado mientras le aguante el cuerpo, y encauzar
sus opciones de convivencia y pluralidad sobre esa circunstancia emocional.
Imagino que no hará falta resaltar aquí qué tipo de
normalidad preferimos quienes nos movemos en este campo federalista de
izquierdas. Ni siquiera tendremos que recordárselo a quienes parecen haber
olvidado lo poco que tiene que ver todo este escenario con las reivindicaciones
de soberanía nacional que vertebraron el discurso de la izquierda socialista y
comunista cuando se luchaba por instaurar la democracia en España. Uno tiende a
pensar que esto forma parte de las muchas cosas que nos hemos dejado por el
camino tras determinadas derrotas políticas y culturales que han ido jalonando
los últimos tramos del siglo XX y han preparado el pavoroso paisaje de estos
primeros compases del siglo XXI.
Bastará, quizás, con que respondamos a esa lección de anatomía
que nos ha propinado un portavoz del nacionalismo diciendo que nuestro voto,
nuestras decisiones diarias, nuestras ideas, nuestras convicciones, se forman
en aquellos espacios de discusión, de movilización, de defensa de nuestros
derechos. Algunas cuestiones tienen que ver con la defensa de la cultura, otras
con la mejora de la atención social, otras con la mejora de nuestra soberanía
como ciudadanos. Y todas ellas afectan a la totalidad de nuestra existencia
como individuos en sociedad, a la integridad de nuestros deseos y a la suma de
nuestras experiencias. No votaremos con el corazón o con el estómago, sino con
la plenitud de nuestra vida. Esa vida que, para quienes deberían ser meros
adversarios políticos, parece haberse convertido en un despreciable residuo
extranjero, de materia sin espíritu
y de carne sin voluntad.