La formación de mayorías de gobierno nacionalistas e incluso la posibilidad de que ERC haya escogido pareja de baile se ha basado en la sobrerrepresentación de territorios en los que –vaya casualidad- la izquierda no independentista es minoritaria. Mejor dicho: en los que la izquierda es minoritaria ¿Habría de extrañarnos que se hable ahora de mayoría parlamentaria, incluso cuando eso implique que se quiere tomar decisiones en minoría ciudadana?
“Era inevitable: el olor a almendras amargas le recordaba siempre el
destino de los amores contrariados.”
El inicio de una de las novelas de García Márquez parece servir de
entrada propicia para toda historia de emociones largamente insatisfechas, de
conflicto dilatado entre la realidad y el deseo, de pasiones humanas
revolcándose , como lo hizo aquel amor en los tiempos del cólera, en la larga
espera de una consumación que tardó dos vidas enteras en producirse.
Es inevitable. Las referencias a una mayoría parlamentaria, en lugar de
a una mayoría de votos para legitimar cualquier opción de poder, siempre
recuerda el destino del populismo contrariado. Nuestro buen amigo Francisco Morente se atrevió a poner en duda el sistema electoral de Cataluña para
demostrar, números en mano, que las mayorías absolutas nacionalistas siempre se
habían constituido vulnerando la representación de una mayoría de votantes –no
digamos ya de una mayoría de electores, que eso sería darse un garbeo por el
país de las maravillas de Alicia-. No olvidó el profesor Morente referirse a la
idéntica circunstancia que se produce para la elección del Congreso de los
Diputados, donde impera un sistema siniestro que utiliza la excusa de la estabilidad
para proteger, fuera ya del marco inicial de la transición democrática, los
intereses de los dos partidos mayoritarios…y los de los partidos nacionalistas. Cuando esos intereses chocan
contra la igualdad del voto de los ciudadanos, es evidente que se está
eligiendo un determinado bien –la formación de mayorías estables- frente a otro
bien –los derechos idénticos de los individuos-. Personalmente, y considerando lo que ha llovido desde
aquellos años en que era preciso reforzar una democracia parlamentaria de
partidos, no me cabe duda de cuál es el bien que debe elegirse. Pero el
profesor Francisco Morente recibió una injusta, desproporcionada e insultante
respuesta en la que se le puso al nivel de un sargento chusquero defendiendo
los intereses de la madre España. Con las cosas de comer no se juega, y con los
instrumentos para formar mayorías parlamentarias, menos aún.
El debate sobre cuál debe ser el sistema electoral idóneo en una
democracia parlamentaria es tan viejo como la democracia parlamentaria misma,
aunque haya tenido mucha menos fuerza en aquellos sistemas en los que lo
principal no era el parlamento, sino la presidencia de la República -como
sucede en Estados Unidos- o donde, de un modo más definido y más reciente, era resultado
de una derrota del parlamentarismo en una crisis nacional, como sucede en la
Francia de la V República. Recordemos que el actual sistema electoral francés
fue fabricado precisamente en la lógica de un proyecto que venía definiendo
Charles de Gaulle desde su salida del gobierno en 1946 y la formación, al año
siguiente, del Rassemblement du
Peuple Français. De lo que se trataba era de volver a definir la soberanía del
pueblo arrebatándosela a los partidos que, según la perspectiva del gaullismo, la habían usurpado. La primera vez que
se aplicó el régimen electoral mayoritario en nuestro país vecino, el Partido
Comunista redujo su representación a diez escaños –de los más de cien con los
que contaba hasta entonces-, mientras el partido del gobierno pasaba a disponer
mayorías abrumadoras salidas de la voluntad de poco más de un tercio de los
votantes. Solo en 1986, cumpliendo una promesa del programa de la Izquierda de
1981, Mitterrand impuso de nuevo el sistema proporcional, que permitió a los
seguidores de Le Pen irrumpir con 35 escaños en la Asamblea Nacional. Fue
bastante esa llegada de los bárbaros para que Chirac renovara el viejo sistema
mayoritario, de circunscripción uninominal a dos vueltas, que la izquierda socialdemócrata
ha considerado inviolable desde entonces. A algunos les consolará que este
sistema impida la llegada del Frente Nacional a las instituciones más altas de
la República . Desde su salida del parlamento en 1988, el lepenismo ha mantenido a sus 4-6 millones de
votantes en la marginación representativa. A mí no me hace ninguna gracia ese
efecto secundario que, en principio, no se buscó para la extrema derecha, sino
para evitar que una izquierda dividida ferozmente entre comunistas y
socialistas llegara a entenderse en el ballotage.
Algunos deberían saber que las explicaciones del crecimiento del nazismo en los
años treinta basadas en el sistema proporcional de la República de Weimar no se
las toma ya nadie en serio, y que a todos los historiadores les parece más
importante averiguar la conquista sistemática de la sociedad por diversos
sectores antidemocráticos que confluyeron en el movimiento hitleriano, siendo
su fuerza electoral la expresión última, y no la causa inicial, de la corrosión
de la primera democracia alemana del siglo XX.
Es curioso que una tradición política como la catalana, en la que fueron hegemónicas las culturas libertaria y federal -que son opciones de las clases trabajadoras que recelaban del poder del Estado y deseaban construir la política en la constante revitalización de la vida social- haya acabado por tener como destino manifiesto del pueblo catalán la construcción de lo que ellos llaman “un Estado propio”
He deseado extenderme en ese ejemplo tan cercano, que sigue mostrando
bochornosas incoherencias entre lo que las personas votan y lo que los
parlamentos representan, porque ese desastre se hizo, precisamente, en nombre
de un pueblo francés al que los partidos oligárquicos habían hurtado sus
derechos de intervención política. En el nombre del pueblo, otra vez. Y en
contra de los ciudadanos, de nuevo.
Como hemos vivido una afanosa convocatoria permanente del pueblo catalán,
algunas de las cosas que están ocurriendo deben incluirse en esa lógica. Deberá
hacerse, por ejemplo, cuando aquí se ha llegado a un extremo que el gaullismo
nunca quiso alcanzar. Porque el gaullismo tenía eso que se llama sentido de
Estado, y aquí lo que se busca es precisamente jugar con el máximo de confusión
posible con todo aquello que se llame representación, pueblo, ciudadanía
parlamentarismo, democracia, soberanía y, desde luego, Estado.
Es curioso que una tradición política como la catalana, en la que
fueron hegemónicas las culturas libertaria y federal -que son opciones de las clases trabajadoras que recelaban
del poder del Estado y deseaban construir la política en la constante revitalización
de la vida social- haya acabado
por tener como destino manifiesto del pueblo catalán la construcción de lo que ellos llaman “un Estado propio”. No
creo el actual independentismo pueda llamarse heredero de las trayectorias que
mejor constituyeron una percepción nacional y singular de las relaciones entre
lo institucional y lo social. Por lo menos, mientras acepta ahora el liderazgo
de fuerzas que, con toda claridad y diciéndolo sin tapujos, se han legitimado
como continuidad de una práctica política basada en los acuerdos de la elite
catalana con la que gobernaba el resto de España. Me reservo la opinión de
algunos sectores de la izquierda más radical, cuya denuncia sistemática del
Estado como “producto y manifestación de las contradicciones de clase”, como lo
caracterizaba Lenin en 1917, parece haberse quedado para los seminarios de
formación ideológica de los nuevos militantes, si es que todavía se hacen cosas
de este tipo. En todo caso, que la izquierda pierda la perspectiva de clase en
esta y otras muchas cuestiones no deja de ser un rasgo de nuestra época, que
tan bien les funciona a quienes se suben al prestigio de lo “nuevo”, lo
“valiente” y lo que “planta cara”, como se ha podido oír en la reciente campaña
andaluza, para definir de esta forma curiosa dónde hasta donde ha llegado el
desguace de la orientación política en este país.
Pero, como no se trata solo de pegar con la evocación de los clásicos o
con la alusión a elementos centrales de una ideología a una izquierda que no
tardará en encontrar los resultados de esa limadura del lenguaje -que es el
primer síntoma de la pérdida de la hegemonía cultural-, vayamos a otros temas
que interesan a todos. Porque lo que ha venido preocupándonos desde la
convocatoria electoral del 27 de septiembre, y que con tanta exactitudresaltaba el amigo Xavier Arbós en su artículo del 18 de marzo es,
verdaderamente, un espanto: prescindir de una mayoría de votantes para fijar la
atención en la mayoría de parlamentarios. Plantear unas elecciones
plebiscitarias y cargarse jocosamente el sentido último de la prueba: cuántas
personas están a favor o en contra de opciones políticas independentistas o no
independentistas. Una ocasión que permite, además, fuera del tramposo ejercicio
de la famosa pregunta, averiguar la calidad real del voto ciudadano. Es decir,
si se vota independista o no, pero también por qué proyecto social se opta; por
qué manera de afrontar los desafíos de la crisis; por qué caminos para resolver
problemas nacionales que expresan la soberanía popular en formas que no se
limitan a afirmar la constitución de un Estado independiente, sino que desean
expresar también cuál es el modelo de organización económica que se elige, el
proyecto de sistema educativo que se prefiere, la trama de protección social
que se considera imprescindible, y el esquema de relaciones entre los
ciudadanos y las autoridades económicas europeas que se defiende. No he sido
yo, no hemos sido nosotros, los que nos hemos empeñado en poner a estas
elecciones la etiqueta solemne y peligrosa de una jornada plebiscitaria. Pero
no es admisible que quienes así lo han decidido y divulgado se empeñen luego en
deformar las elementales normas de conducta en una situación de este tipo. La
mayoría parlamentaria, como ha venido sucediendo en Cataluña y en España desde
el inicio de la transición, establece una desviación indeseable entre el voto
popular y la representación institucional. Y no en poca medida, porque la
formación de mayorías de gobierno nacionalistas e incluso la posibilidad de que
ERC haya escogido pareja de baile –la llave, la maldita llave que Carod Rovira
exhibió con jactancia y desprecio a la suma de los votos de los ciudadanos
reales- se ha basado en la sobrerrepresentación de territorios en los que –vaya
casualidad- la izquierda no independentista es minoritaria. Mejor dicho: en los
que la izquierda es minoritaria.
En cuanto las encuestas –o la simple atención a las variaciones de la
presión atmosférica- han señalado que el independentismo está en minoría, los
asistentes a las infatigables reuniones en el Palau de la Generalitat han
empezado a hablar de “mayoría parlamentaria”. Ahora es cuando se puede oponer a su sentido de la
democracia la calidad de la democracia misma. Ahora es cuando debemos objetar a
su estrategia institucional la voluntad de los ciudadanos. Una voluntad que no
es la de un sector del pueblo llenando las calles con sus legítimas
reivindicaciones, sino esa decisión que sale del ejercicio del derecho al voto:
individual, secreto, igual y libre.
¿De verdad hemos tenido un debate sobre la soberanía en la Cataluña movilizada por la crisis? Ni hemos hablado de lo que es el margen de gobierno real sobre las cuestiones que más nos afectan, ni hemos puesto en duda la organización de un sistema que entrega nuestras herramientas de política monetaria a la Unión Europea, ni hemos considerado en qué consiste la independencia de una nación en una organización internacional que el independentismo mayoritario ni siquiera comenta
Pero ¿de verdad nos extraña tanto que el “derecho a decidir” sea
despedido por quienes se atestaron la boca con la reprimendas a quienes ponían
en duda el derecho a votar, a quienes, de forma inexplicable, estaban en contra
de que los ciudadanos se expresaran? ¿De verdad nos sorprende esa elección del
resultado parlamentario, en detrimento del número de votos, por quienes
urdieron una pregunta tan escandalosa como la que pretendían averiguar la
voluntad de los ciudadanos de Cataluña el pasado 9 de noviembre? Esto es,
simplemente, el resultado de la desquiciada manera de organizar un debate que
el nacionalismo ha ido tejiendo desde la desatinada intervención del PP, por
tierra, mar y aire, contra la reforma del Estatuto, hasta llegar a la sentencia
del 2010. Y, en especial, lo que se ha ido produciendo desde el 2012: porque en
las primeras elecciones tras la sentencia, el resultado del independentismo fue
más que discreto, como parece haberse olvidado a la hora de fijar la cronología
de los hechos.
Tiene que ver todo esto con lo que antes señalaba. La forma en que se
ha ido utilizando un repertorio de palabras a las que, como dicen los
lingüistas, les ha estallado el núcleo semántico: es decir, que han sufrido la
pérdida de significado por ser sometidas a pruebas de stress en las que se les
exigía que significaran demasiadas cosas, dependiendo de las necesidades de quien
manda. ¿Estado propio? Debería haberse empezado por señalar que la Generalitat
y el partido que la ha gobernado durante casi todos los años del régimen
autonómico es Estado. No Estado de los demás, no Estado ajeno ni, mucho menos,
delegación de un Estado en Cataluña. Es la estructura de Estado de la que se
han dotado los ciudadanos de este país, y que aceptaron con embeleso,
entusiasmo y ganancia representativa quienes la han ocupado casi siempre desde
1980. ¿Soberanía? ¿De verdad hemos
tenido un debate sobre la soberanía en la Cataluña movilizada por la crisis? Ni
hemos hablado de lo que es el margen de gobierno real sobre las cuestiones que
más nos afectan, ni hemos puesto en duda la organización de un sistema que
entrega nuestras herramientas de política monetaria a la Unión Europea, ni
hemos considerado en qué consiste la independencia de una nación en una
organización internacional que el independentismo mayoritario ni siquiera
comenta. ¿Democracia? Nada que tenga que ver con el incremento de su calidad
nos ha sido dado en este conflicto, que empezó presentándose como negociación
áspera entre dos espacios institucionales, dos ámbitos de poder, en la
tradición camboniana y pujolista más acendrada. El debate sobre la democracia
debería haber planteado cómo se organiza una sociedad plural, con antagonismos
sociales, con modelos económico distintos y legítimos en la arena del
enfrenamiento intelectual. El debate sobre la democracia habría debido
referirse a esos temas sin los que la democracia es simple mecanismo de
representación, y no garantía y ejercicio permanente de derechos políticos y
sociales. ¿Hemos hablado de esa pluralidad, de ese conflicto indispensable para
calificar la democracia, o se ha preferido unir a las masas, movilizarlas en
torno a consignas simplificadas y convertir la independencia en un mito que
expulsa cualquier factor que pueda reducir su potencia de convocatoria? Porque aquí ha llegado a decirse que
“no hay que hablar de recortes sociales, porque eso nos divide”, mostrando la cara
más atroz de la función social del nacionalismo populista. Es decir, aquel
rostro del que emana la sentencia de las peores pesadillas políticas del siglo
XX: “la realidad nos separa, los espacios simbólicos nos unen.” Crear la
cohesión sobre algo distinto a la realidad, preferir el ámbito de la
deformación simbólica al espacio de la complejidad real, es algo propio de una
cultura que nada tiene que ver con la democracia, sino precisamente con ponerle
obstáculos a lo que podía haber sido su verdadero proceso constituyente. Para eso debía haber servido la crisis, por lo menor: para
despertar a un país dormido en la pasada y farsante opulencia y ponerlo ante
una realidad hostil, que precisa de toda la inteligencia, de toda la honestidad
de análisis y de toda la conciencia de los intereses en conflicto que se mueven
en nuestra sociedad, para escoger el camino de salida de la crisis que mejor
atienda a las necesidades de la mayoría.
Sí, de eso se trataba, en estos años de pavoroso sufrimiento social en el
que algunos, muchos, orientados por un liderazgo estatal que pretende no serlo,
acompañados de liderazgos que no han pasado por prueba electoral alguna,
fortificados por una información convertida en dolosa y sectaria propaganda,
han preferido hablar del “pueblo” para esconder a los ciudadanos. Y para
esconder, que les quede bien claro a esa izquierda que ha jugado
incomprensiblemente en el bando de sus adversarios de siempre, a la clase
trabajadora. Los que han preferido
la fuerza de una falsa reconciliación estética al rigor de un ágora política en
la que la cohesión se adquiere recordando discrepancias y antagonismos
fundamentales. ¿Habría de
extrañarnos que se hable de mayoría parlamentaria, incluso cuando eso implique
que se quiere tomar decisiones en minoría ciudadana?