Las competencias no deberían verse simplemente como un reparto de poder en el que se enfrentan territorios, Estado y Comunidades Autónomas, con el respectivo objetivo de retener lo que se posee y en la medida de lo posible aumentar la cuota de poder, sino como un debate sobre cómo lograr la mejor distribución de competencias con el fin de conseguir la mejor acción de los poderes públicos al servicio de sus ciudadanos
El acuerdo sobre el nuevo sistema de distribución de competencias, entre el Estado y las Comunidades Autónomas, debería ir más allá de una mera reinterpretación del texto vigente. Lo que procede es abrir una reflexión sobre qué competencias deben estar en manos del Estado y qué competencias deben pertenecer a las Comunidades autónomas al inicio del primer tercio del siglo XXI. Este debe ser el debate que merece la pena acometer, lo que supone, y de ahí la importancia y la dificultad del tema, tratar de articular un nuevo "pacto constitucional" que luego se deberá formalizar a través de las técnicas jurídicas adecuadas, sobre las cuales ya existe menos discusión.
¿Qué funciones y materias deben
corresponder a cada nivel?
La respuesta a esta pregunta es la
que a mi juicio exige un mayor esfuerzo de reflexión y ulterior consenso, en
la medida en que el fijar los respectivos ámbitos de competencias se ve
siempre como la determinación del quantum de poder de cada nivel territorial.
Como cuestión previa debe
reconocerse que en el momento actual la reforma constitucional ya no puede
limitarse a la reinterpretación de los preceptos de la Constitución vigente o
a la mejora de las técnicas jurídicas con las que se alcanzó el consenso en
1978. La reforma se justifica, si queremos adaptar el consenso de 1978 a la
nueva realidad socioeconómica de la primera parte del siglo XXI, a una España
integrada en Europa para, de acuerdo con la experiencia acumulada de 40 años
de Estado autonómico, establecer un nuevo reparto de poder entre el Estado y
las Comunidades autónomas. Por ello, el reparto de funciones y materias deben
ser objeto de un nuevo acuerdo.
Situados en esta perspectiva
entiendo que pueden aparecer dos grandes opciones como planteamientos generales
de partida. Por un lado la reforma competencial puede tener como criterio
rector la búsqueda de un mejor funcionamiento del "Estado federal"
como sistema, tratando de identificar (en la línea de lo que exige el principio
de subsidiariedad) qué funciones y materias pueden llevar a cabo con mayor
eficiencia cada uno de los niveles, Estado y Comunidades autónomas (dejamos
expresamente al margen el tema de los entes locales). En este punto se puede
acudir a planteamientos próximos al federalismo fiscal, y por tanto introducir
el criterio de eficacia, como instrumento que ayude a determinar los criterios
en base a los que asignar las competencias.
La otra opción es plantear el
reparto de competencias como un mero reparto de poder, de modo que se abre una
discusión entre partes enfrentadas cuyo objetivo respectivo es lograr la
máxima cuota de poder de decisión. En particular desde las Comunidades
autónomas la reforma se puede defender exclusivamente como la vía para
aumentar su poder político, ya que este incremento de poder es en todo caso
bueno en sí mismo, es el fin a lograr.
En todo caso, el reparto de
competencias no debería verse simplemente como un reparto de poder en el que
se enfrentan territorios, Estado y Comunidades Autónomas, con el respectivo
objetivo de retener lo que se posee y en la medida de lo posible aumentar la
cuota de poder, sino como un debate sobre cómo lograr la mejor distribución
de competencias con el fin de conseguir la mejor acción de los poderes públicos
al servicio de sus ciudadanos.
Las competencias en materia de
ordenación del crédito, comercio interior, medio ambiente u ordenación y
gestión de los servicios aeroportuarios, por poner tan sólo unos ejemplos,
deberían ser atribuidas atendiendo a la necesidad o no de una norma uniforme
en todo el territorio para una mejor ordenación de los diferentes
ámbitos materiales y del nivel más adecuado para la gestión de lo dispuesto
en la norma. En definitiva, se trata de introducir el criterio de la eficacia,
no como nuevo único principio, pero si como un criterio a tener también en
cuenta, en particular cuando se trata de repartir competencias que inciden de
modo directo en el funcionamiento del mercado único estatal y europeo.
Este
reparto de competencias debe reconocer la diversidad de supuestos y al mismo
tiempo tratar de conseguir bloques homogéneos de materias que permitan
después, en la medida de lo posible, gestiones homogéneas y por tanto
responsables desde los diferentes niveles. No es lo mismo aquello que afecta al
gobierno de la economía y a la realidad de un mercado único europeo, que lo
relativo al gobierno del propio territorio, a la organización interna o a la
prestación de servicios personales.
La llamada de atención sobre el
principio de eficacia no supone ignorar que existen también los “intereses de
los territorios”, la reivindicación por el respeto del poder de decisión
autónomo en aquello que configura la identidad de la comunidad territorial y
su subsistencia como realidad diferenciada. Este hecho deberá igualmente
tenerse en cuenta en el reparto competencial, lo que puede incidir en materias
como educación, cultura, lengua, derecho civil propio u organización
territorial, en definitiva, los hechos diferenciales. Reivindicaciones
competenciales éstas últimas que tendrán mayor o menor intensidad según la
naturaleza de las diferentes Comunidades autónomas.
Pero a su vez deberá reconocerse la
realidad de poderes de regulación económica supraestatales en el mercado
único europeo, la singularidad de determinados bienes (aguas, costas), o
servicios (transporte, energía) o de las necesaria igualdad de las condiciones
básicas en el acceso a los servicios esenciales de todos los ciudadanos del
Estado, materias todas ellas que exigen tratamientos generales y en los que no parece
racional crear ámbitos de decisión separados. Materias por otra parte de las
que no depende la subsistencia de las diferentes nacionalidades, o naciones
histórico-culturales, que conforman el Estado español.
Ha de admitirse que el nivel ideal
de descentralización no existe como tal, sino en función de cada caso y
época particular, donde interactúan factores políticos, históricos,
culturales y, como no, económicos.
Precisamente por este contenido
político de la cuestión es necesario un nuevo acuerdo que tenga en cuenta
todos los factores implicados.
A la hora de proceder al reparto
competencial los diferentes ámbitos materiales deben ser tratados de modo
diverso en razón de su vinculación principal con aspectos propios de la
realidad identitaria de una Comunidad Autónoma, o con cuestiones que afectan
al funcionamiento general del sistema federal. El reparto de competencias
deberá tener en cuenta la singularidad de algunas materias, que no responden a
sectores concretos de la actuación administrativa, sino a funciones generales
del Estado, justicia, a poderes de organización territorial, la organización
local y su régimen jurídico, o a la posible ampliación de los derechos y
deberes de los ciudadanos. En estos casos el texto constitucional deberá fijar
una reglas singulares de distribución competencial.
La construcción del nuevo modelo de
reparto de competencias no debería quedar, en esta primera fase consistente en
determinar qué debe corresponder a cada nivel, Estado y Comunidades
autónomas, en manos de los juristas. No se trata de reinterpretar un texto a
partir de razonamientos jurídicos y de la relectura de la jurisprudencia
constitucional, sino de alcanzar un nuevo “pacto de Estado”. El jurista se debe
situar en la segunda fase, consistente en articular a través de normas los
criterios de reparto de materias que han decidido otros en razón de argumentos
no jurídicos.
*Joaquín Tornos Mas es catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de Barcelona