jueves, 12 de noviembre de 2015

Sonrisas y lágrimas (por Francisco Morente Valero)

Un 48,7% de votos no legitima ningún proceso unilateral de independencia pero no hay tampoco un estado democrático que pueda aguantar sin dar una respuesta política, y no meramente legal, a la mitad de la población de un territorio que ha decidido que no quiere seguir vinculada a su estado de pertenencia. Exista o no razón para la percepción de maltrato, la realidad es que el problema existe y exige ser abordado




El Partido Popular propone en su programa para las próximas elecciones generales suprimir las comunidades autónomas en caso de obtener mayoría absoluta en las Cortes. Según ha afirmado un destacado dirigente del partido, dada esa situación, y aunque la mayoría absoluta de escaños se haya obtenido sin mayoría absoluta de votos, una votación en el Congreso de los Diputados, ratificada depués con otra en el Senado, pondrá fin a la existencia de gobiernos y parlamentos autonómos. Aunque para hacer algo así sería legalmente necesaria una reforma de la constitución, el portavoz del PP ha afirmado que eso es un mero legalismo que no puede estar por encima de la voluntad popular. Una mayoría absoluta de escaños los legitimaría para llevar adelante su hoja de ruta: “Se llama democracia”, ha afirmado con rotundidad.
Se trata de un fake disparatado, claro. Sin embargo, un disparate similar es lo que aprobó el pasado lunes el Parlament de Catalunya sin que a quienes votaron a favor les temblaran las neuronas. No digamos ya la fibra ética. Por mucho que sea repetirse, hay que recordarles a los impulsores de la declaración de ruptura con España que la mayoría de escaños en que se apoyaron corresponde a una profunda distorsión democrática del principio de igualdad del voto. Les guste o no oírlo, esa declaración representa a muchos menos ciudadanos que a los que representan las fuerzas que en el Parlament la rechazaron. Vencerán, pero no convencerán. Sobre todo a las diferentes instancias internacionales que observan con estupor el peculiar concepto de democracia sobre el que se va a fundar la nueva República Catalana.
La cosa se agrava porque la fibra democrática tampoco goza de buena salud en la Moncloa. Han hecho falta tres años para que el presidente cayera en la cuenta de que España tenía un serio problema de estado en Cataluña. Hasta hace cuatro días parecía que todo eran suflés y juegos de encantadores de serpientes para gentes ansiosas de dejarse engañar. Para qué hacer nada si tarde o temprano se iban a cansar, sobre todo cuando vieran que los dirigentes catalanes eran tan corruptos como los populares españoles. Ahora resulta que no, que la cosa va en serio y hay que llamar a la Unión Sagrada y poner en primer tiempo de saludo al Tribunal Constitucional y a los diversos instrumentos coercitivos del Estado. ¡En guardia!

Cuando está en juego la convivencia entre catalanes y entre una parte de los catalanes y el resto de los españoles, el tacticismo político y el uso electoralista del problema resultan despreciables


Un 48,7% de votos no legitima ningún proceso unilateral de independencia como el que se acaba de poner en marcha (tampoco lo haría la mitad más uno, por cierto). Pero hay que ser muy obtuso para no darse cuenta de que no hay estado democrático que pueda aguantar mucho tiempo siéndolo si no es capaz de dar una respuesta política, y no meramente legal, a prácticamente la mitad de la población de un territorio que ha decidido que no quiere seguir vinculada a su estado de pertenencia. No se trata de darles la razón sin más, sino de impulsar vías políticas que sean capaces de atraer al menos a una parte de ese grupo para desactivar democráticamente la bomba de relojería que tenemos entre manos. Y es que a nadie debería escapársele que una parte no desdeñable de quienes votaron candidaturas independentistas el 27S lo hizo pensando que con ello fortalecía la posibilidad de obligar al Estado a una negociación para elevar el autogobierno catalán. Algunas encuestas postelectorales lo han mostrado muy claramente.
Hay un porcentaje importante de electores independentistas que lo son desde hace muy poco tiempo y con carácter instrumental. Ante una oferta adecuada, podrían bajarse del barco con la misma rapidez y facilidad con las que se subieron al mismo. Pero hace falta una inteligente y decidida iniciativa política, que no puede ser sino una reforma en serio y a fondo de un edificio constitucional que tiene más grietas de las soportables. Una reforma que no puede limitarse, evidentemente, al modelo territorial, pero que tiene que abordar este de una forma que permita construir un consenso en el conjunto de España, y especialmente en aquellos territorios donde la pulsión por más autogobierno es mayor, donde las cuestiones de financianción son más controvertidas y donde se produce también desafección de una parte de la población vinculada a cuestiones de reconocimiento nacional, simbólico, lingüístico y cultural. Exista o no razón para la percepción de maltrato en todos esos terrenos, la realidad es que el problema existe y exige ser abordado. Insisto, no se trata de dar la razón a quien más protesta, sino de estar dispuesto a sentarse a debatir, a analizar los datos de la realidad sin apriorismos y, en función de los acuerdos a los que se pueda llegar, poner en marcha las reformas que sean necesarias en nuestro sistema político. 
No veo más salida razonable que esa. El simple recurso a la ley podrá parar el órdago independentista, sin duda, pero a qué precio y con qué consecuencias futuras para todos y para el propio Estado. No tengo duda de que la transgresión grave de la ley, si se produce, debe ser respondida con proporción y con los instrumentos constitucionalmente previstos para ello. Pero eso no será suficiente si no va acompañado de una vuelta de la política con mayúsculas.
Cuando está en juego la convivencia entre catalanes y entre una parte de los catalanes y el resto de los españoles, el tacticismo político y el uso electoralista del problema resultan despreciables. Somos muchos quienes estamos hartos de regates astutos y de respuestas leguleyas, y de que, aquí y allá, se hurte el debate sobre los gravísimos problemas que afectan a la mayoría de la gente a fuerza de ondear las banderas. Cuanto más grandes, mejor. Si esto sigue así, va a haber sufrimiento. La “revuelta de las sonrisas” (hay que ser cursi) va a acabar con lágrimas. Y las culpas van a estar muy repartidas.

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