Las migraciones masivas no tienen nada de nuevo: han acompañado a la humanidad desde el principio de los tiempos. Saber gestionarlas en un mundo cada vez más globalizado es lo que aborda el sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman en uno de sus últimos ensayos en el que acusa al sistema de convertir a los refugiados en ‘personas superfluas’ o excedentes humanos
Nos enfrentamos a una
crisis de la humanidad, y la única salida es reconocer nuestra creciente interdependencia
como miembros de la misma especie y encontrar nuevas maneras de convivir en la
solidaridad y la cooperación.
Es una de las
reflexiones de ‘Extraños llamando a la puerta’, el último ensayo publicado en
español por el sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman, fallecido en enero pasado a
los 91 años.
A lo largo de 112 páginas,
Bauman ahonda en la crisis de los refugiados, las posibles consecuencias de las
olas migratorias que se harán más intensas en los próximos años y en las
políticas de contención y rechazo que predominan cada vez más en el discurso
político. Unas políticas que, a juicio del filósofo, pueden proporcionar una tranquilidad
momentánea pero están condenadas a fracasar a largo plazo.
“No parece que los
factores que las impulsan vayan a remitir”, recalca Bauman haciendo un repaso
de los conflictos y las tragedias que están generando grandes flujos
migratorios. Y, citando a Robert Winder, subraya que intentar detener con muros
“a personas que buscan salvación frente a la tiranía, la persecución sangrienta
y la pobreza inhumana” es como intentar parar las olas del mar con gritos.
Una de las reflexiones
más interesantes que hace Bauman en relación a la crisis migratoria es la de acusar
al sistema de fabricar “personas superfluas”, seres humanos que son tratados
como excedentes que pueden ser aparcados en campos de concentración o tratados
como patatas calientes que pasan de mano en mano, como quedó en evidencia con
el acuerdo de marzo de 2016 entre la Unión Europea y Turquía para devolver a las personas que conseguían alcanzar las costas griegas.
“La política migratoria
va dirigida a consolidar una división entre dos categorías mundiales cada vez
más cosificadas: por un lado, un mundo limpio, sano y visible; por el otro, un
mundo de ‘restos’ residuales, oscuros, enfermos e invisibles. Los ‘restos’
pueblan innumerables campos, kilómetros de corredores de paso, islas y
plataformas marítimas, y hasta cercados en mitad de desiertos. Cada campo está
rodeado de muros, alambradas y vallas electrificadas, o funciona como una
prisión de facto porque está aislado por inmensas extensiones vacías de tierra
o mar a su alrededor”, constata Bauman.
¿Quién es responsable de
esta situación? Todos nosotros porque somos presa de miedos atávicos que nos
impulsan a rechazar a los extraños, a aquello que nos resulta desconocido,
sobre todo si se trata de pobres o desheredados. Pero Bauman culpa
especialmente a los políticos que alientan estos miedos.
“Los refugiados siempre
han sido unos extraños. Y los extraños tienden a causar inquietud porque son
aterradoramente impredecibles, a diferencia de las personas con las que
interactuamos a diario y de las que sabemos qué esperar”, señala añadiendo que
la figura del refugiado enfrenta a los ciudadanos de los países más desarrollados
a la incertidumbre: representan cada vez más una competencia indeseable por un
bienestar que se vuelve más y más escaso como consecuencia de políticas
económicas que aumentan la desigualdad y precarizan la vida de las personas.
Alentar estos miedos por
parte de políticos sin escrúpulos explicaría, según Bauman, la trayectoria
ascendente de la xenofobia, el racismo y el nacionalismo chovinista, y los
asombrosos éxitos electorales de partidos y movimientos que las proclaman como
el Frente Nacional de Marine Le Pen. “Ser francés es un característica (¿la
única posible quizás?) que encumbra
a todos los compatriotas galos dentro de una misma categoría de personas
(…) y las sitúa por encima de los extranjeros que están en parecidas
condiciones de miseria pero son recién llegados sin Estado (…). El nacionalismo
les facilita ese soñado bote salvavidas para su ajada o ya difunta autoestima”,
nos dice.
También señala una
evidencia: las migraciones masivas no tienen nada de fenómeno novedoso, han
acompañado a la modernidad desde el principio de ésta. Y hace un llamado a
recuperar el diálogo argumentando que las conversaciones que se
entablan más allá de las fronteras pueden ser placenteras o enojosas pero su
principal característica es que son inevitables en un mundo cada vez más
atestado y globalizado.
“La conversación sigue
siendo ‘la’ vía directa al acuerdo y, por ende, a la coexistencia pacífica,
mutuamente beneficiosa, cooperativa y solidaria, simplemente porque no tiene
competidores para tal cometido y, por consiguiente, ninguna opción alternativa
viable”, concluye.
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