Si la UE fracasa, no será por la victoria de partidos euroescépticos, sino por las acciones contrarias al espíritu europeo de gobiernos y fuerzas que se jactan de ser adalides del europeísmo
No fuimos pocos los que anticipamos que la salida del socio incómodo facilitaría un fortalecimiento de la Unión. Pasado el Brexit, sin embargo, los antaño principales socios de Gran Bretaña en el Consejo Europeo adoptan ahora las mismas políticas insolidarias e individualistas de quien cree que no necesita a nadie más. Hoy, su receta para proteger a la Unión Europea en el fragor de la mayor crisis a la que se ha enfrentado en su existencia es que no haya unión. Es una elegante a la vez que despiadada parábola de la higiene, pues se lavan las manos ante sus socios más hostigados por el virus en el momento de mayor necesidad.
Si la UE fracasa, no será por la victoria de partidos euroescépticos, sino por las acciones contrarias al espíritu europeo de gobiernos y fuerzas que se jactan de ser adalides del europeísmo. Porque traicionarán su misión y malograrán su nombre, dejándolo inservible para aquéllos que creen en él honestamente y que tanto han trabajado por hacer realidad su proyecto humanista por antonomasia. A la repugnancia a la que aludía António Costa, que verbalizó con incalculable acierto la incredulidad de tantos europeos, se une la perversión de quien vacía de contenido un ideal tan bello como la fraternidad en Europa, y usa su carcasa moribunda como arma arrojadiza cual ataque macabro.
La credibilidad de la actual estructura europea, que algunos prefieren coartar como mercado de consumo a costa de una unión real, ya quedó en entredicho con su gestión de la Gran Recesión. Difícilmente podrá sobrevivir como tal a otro clímax de tensión interna similar. Hasta el momento, el protagonismo ha sido casi exclusivamente de los estados, que han adoptado medidas de enorme transcendencia de forma independiente, mientras se veían condenados a competir entre ellos por los equipos médicos ante su escasez. Mientras, hemos asistido a un discurso vacío de la Comisión, que predica solidaridad, pero carece de iniciativas reales y acusa una falta total de liderazgo ante la discordia del Consejo.
Hace 74 años, las grandes democracias europeas firmaban un pacto de no intervención en la Guerra Civil Española que suponía un embargo económico al legítimo gobierno de la República, al tiempo que el virus del fascismo se cebaba, de masacre en bombardeo, con nuestros padres y abuelos. Ese virus se expandió después, sobra recordarlo, por el resto del continente, con la misma medida de muerte y destrucción. La Unión Europea se fundó para que el nacionalismo nunca más dejara un reguero de muertos en Europa. Si, llegada la hora de la verdad, fuera incapaz de evitar que unos estados se salvaran a costa de los otros, habría fracasado en su objetivo. Si, llegada la hora más oscura, la UE fuera incapaz de tomar acciones de calado, la pregunta sería para qué está entonces la UE.
Éste es el evento crucial y crítico para federalizar de una vez por todas Europa. Ha quedado claro y cristalino que la actual estructura apenas es apta para circunstancias ordinarias, y se derrumba cual castillo de naipes cuando más necesaria sería. ¿Alguien se imagina al gobernador de California negando los impuestos recaudados en su estado para la reconstrucción de Nueva York después de un huracán? Cabe subrayar que dichos estados serían la cuarta y undécima potencias económicas mundiales si fueran países independientes. En Europa, estos comportamientos sí existen. He ahí por qué Europa entera, y no sólo los países del sur, está condenada a perder su estatus de potencia mundial, si alguna vez lo tuvo, mientras no se federalice.
En las manos del Consejo está el poner la primera piedra de una Unión merecedora de su nombre, o hacer las delicias de los Salvini, Le Pen y Abascal para devolver la hermandad europea a la categoría de utopía.
Ésta es una catástrofe humana de dimensiones no vistas en nuestro continente desde la Segunda Guerra Mundial. Lo que se decida en el Consejo Europeo estos días no será sólo si Europa se solidariza con sus socios más hostigados en cuanto a capital económico se refiere, sino si la institución goza todavía del capital ético y moral para garantizar su futuro. Éste es el make or break, el momento definitorio de nuestra fraternidad. En las manos del Consejo está el poner la primera piedra de una Unión merecedora de su nombre, o hacer las delicias de los Salvini, Le Pen y Abascal para devolver la hermandad europea a la categoría de utopía.
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