Si el catalán, el euskera y el gallego se convirtieran en lenguas oficiales del estado ¿conseguiríamos la paz lingüística? El diplomático español Juan Claudio de Ramón cree que sí. Destinado desde 2011 en la Embajada de Ottawa, en Canadá, es una de las voces que se ha alzado recientemente para pedir una ley de lenguas en España que solucione los conflictos que genera la ambigüedad normativa. Madrileño de nacimiento y casado con una catalana de Barcelona, él mismo vive la cooficialidad en el seno de su propia familia. Esto, y el hecho de haberse familiarizado con una sociedad como la canadiense, aquejada de problemas lingüísticos parecidos a los de España, le ha llevado a reflexionar sobre una cuestión que, a su juicio, requeriría formas de arreglo consensuado que son cada vez más urgentes de abordar. En esta entrevista con Esquerra sense fronteres, las explica
B.S. En
artículos recientes usted ha planteado la necesidad de que España se dote de
una ley de lenguas oficiales. ¿Por qué España, y también Cataluña, necesitan
una ley de este tipo?
J.C.R. Es que lo extraño, y
significativo, es que no tengamos una Ley de Lenguas Oficiales en España, dado
el alto grado de conflictividad que el tema comporta. Porque el conflicto
existe. Precisamente porque no tenemos esa ley, los tribunales se ven obligados
a suplirla con su jurisprudencia, como hemos visto recientemente con la
sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC). Las sentencias son a la fuerza alambicadas, al tener que
conciliar derechos ciudadanos con leyes autonómicas. Nuestros políticos, muy duchos
en crearnos problemas de convivencia, son incapaces de idear soluciones o
arreglos razonables. Me entristece, porque estoy convencido de que la disputa
de lenguas es el principal corrosivo de nuestra convivencia.
B.S. ¿Qué debería
plantear una ley de lenguas en España?
J.C.R. Básicamente la ley debería
hacer dos cosas: pagar tributo a la pluralidad lingüística de España elevando a
rango de lengua oficial del Estado las cuatro lenguas principales de nuestro
país, y al mismo tiempo establecer derechos de los usuarios y obligaciones de
las administraciones. Yo creo que en materia lingüística los derechos son de los
usuarios y las obligaciones de las administraciones.
B.S. ¿Qué
implicaría la existencia de varias lenguas oficiales en España? ¿Cómo se lleva a la práctica una ley así sin obligar, por ejemplo, a los funcionarios a hablar todas las lenguas, algo que resultaría difícil de implementar?
J.C.R. Seguramente, por ser la
lengua más extendida, el castellano seguiría siendo el principal conductor de
la actividad oficial en el día a día. No hace falta que todos los funcionarios
hablen las cuatro lenguas, pero sí que en cada organismo estatal, sobre todo
los que funcionan de cara al público, haya al menos
alguien capaz de atender en vasco, catalán o gallego. Más sencillo es que los
impresos y formularios estén en las cuatro lenguas, y así también las páginas web. De manera tímida, algunas cosas ya son así. El BOE, escrito en español, está disponible en las otras tres lenguas. Ahí ya hay una cooficialidad implícita. Los DNI, las partidas de
nacimiento y los Libros de Familia son bilingües. ¿Por qué no el resto de
documentos? Los páginas web también se traducen pero de manera deficiente. Habría que ser riguroso y sistemático. También debería ser posible comunicarse con los tribunales
estatales en la lengua oficial de preferencia. La
rotulación de los aeropuertos o las guías de los monumentos emblemáticos
fácilmente podrían ser cuatrilingües. En mi idea, una ley de lenguas promocionaría
el conocimiento de todas las lenguas en todo el territorio; así, obligaría a
las comunidades autónomas a poner los medios para poder estudiar en todas las
lenguas en cualquier región de España. Por ejemplo, en Sevilla o Zaragoza, como
capitales, tendría que haber al menos un colegio con oferta en catalán. Y en La
Rioja uno en vasco, y en León uno en gallego. No es preciso que cada rincón de
la administración sea cuatrilingüe, porque, además, ni el más acérrimo
nacionalista lo exigiría.
Una ley de lenguas promocionaría el conocimiento de todas las lenguas, obligaría a las comunidades autónomas a poner los medios para poder estudiar en las cuatro lenguas en cualquier región de España. La cooficialidad en todo el Estado facilitaría también la oficialidad en la Unión Europea
B.S. ¿Qué sería asumible por parte de España para hacer visible la cooficialidad de lenguas en todo el territorio?
J.C.R. Hay un montón de cosas que se pueden
hacer. Empezando por gestos de buena educación: no todos los ministros deben
hablar en varias lenguas, pero sí introducirlas en sus actos y discursos
oficiales, o por lo menos, saber pronunciar el apellido de sus interlocutores.
El Rey y el Príncipe sí podrían aspirar a hablar en las cuatro; tienen tiempo
para aprender y practicar. No sé si el Príncipe habla catalán; al menos parece
que lo lee bien en sus discursos. TVE debería tener, no ya un circuito, sino
una canal entero generalista en cada una de las lenguas. En Eurovisión se puede
y se debe cantar en gallego, vasco o catalán. En el Congreso se debería poder
hablar en cualquier lengua oficial, como ya se hace en el Senado. Estoy seguro
de que se impondría una costumbre de usar el castellano, pero debe ser eso, una
costumbre y no una obligación reglamentaria. Además, la cooficialidad en
todo el Estado facilitaría la oficialidad en la Unión Europea.
B.S. ¿Se ha
avanzado en este plano desde la restauración de la democracia?
J.C.R. No creo que puedan ponerse
en duda los avances. Durante la dictadura las lenguas distintas del castellano
fueron confinadas al reducto familiar y hostigadas por las instituciones, en
grado diverso, según las etapas que atravesó el régimen. Había cuestiones que
más que avances, eran de justicia elemental: cambiar las leyes registrales para
permitir la inscripción de nombres en lenguas vernáculas, o recuperar
toponimias tradicionales. Los Premios
Nacionales, dotados por el Ministerio de Cultura, han distinguido la obra de
autores en catalán, vasco y gallego. Joan Margarit, Kirmen Uribe o Suso del
Toro no son los únicos ejemplos. Lo más importante, sin embargo, ha sido la recuperación de la educación en esas lenguas, obrada por las
comunidades autónomas y, a mi juicio, primordial.
B.S. ¿Qué
queda por hacer?
J.C.R. Mucho. Pero antes hay que aclarar que se hace más de lo que parece. Los catalanes han de saber que las
industrias culturales en catalán reciben parte de su financiación del gobierno
central. Contra lo que se pregona, en el Instituto Cervantes se da cabida a
otras lenguas españolas. No hace mucho hubo un homenaje a Mercé Rodoreda en
los Cervantes de medio mundo y, cuando uno entra en la biblioteca de la sede de
Nueva York, lo primero que ve son textos en catalán de la novelista Montserrat
Roig. Aquí en Canadá, donde estoy destinado, organizamos un festival de cine en
varias ciudades, y procuramos que siempre haya una película en catalán entre
las cinco que proyectamos. Esto puede parecer poco, pero desde luego desmiente
el argumento de aquí hay un Estado que promueve un genocidio cultural. Es
mentira y es una afrenta. Entre lo que queda por mejorar está la administración
de la justicia, donde el catalán, el vasco y el gallego siguen siendo
minoritarias. Lo más deseable sería obrar una reforma de la mentalidad en las
zonas castellanohablantes, para que la gente conozca y se sienta interesada
por las otras lenguas españolas. Yo no veo hostilidad pero sí indiferencia. Los
castellanohablantes vivimos un poco extasiados con las cifras de la
demolingüística del español y eso nos hace un poco insensibles a otras realidades. Yo mismo, que
creo ser una persona de intereses amplios, viví durante mucho tiempo de
espaldas a la realidad de una lengua hablada en el Estado por casi once
millones de personas, que no es ninguna broma. Y eso es también mi país y yo lo
quiero conocer. Ahora bien, debo decir que en Madrid siempre ha habido una
élite culta interesada por la literatura y la lengua catalanas.
España no es un caso singular. En el mundo existen 6000 lenguas y menos de 200 Estados. En la mayoría de los casos la convivencia entre lenguas plantea problemas. Aunque un nacionalista no lo crea, España no es el país, ni del mundo ni de Europa, que más ha maltratado su diversidad lingüística, aunque todavía tenemos mucho por hacer
B.S. ¿Qué diría a los que replicasen que su idea es buena, pero irrealizable por costosa y aparatosa?
J.C.R. Les diría que también es
costoso y aparatoso organizar una votación simultánea para treinta y cinco
millones de personas cada cuatro años y lo hacemos. En realidad, el Estado
realiza todos los días proezas técnicas. Y sobre el coste sólo puedo decir que
todo lo caro que resulte será barato si consigue engrasar las relaciones entre
españoles y reforzar la unidad del Estado mediante el establecimiento de una
relación de cortesía y respeto entre administración y administrado. Es el
precio de una mejor España y todos tenemos en mente gastos mucho más inútiles
que han sido norma en época reciente. Con buena fe y aprendiendo de las mejores
prácticas de países con situación parecida a la nuestra se puede hacer. A veces
decimos que algo es imposible cuando lo que queremos decir es que es
inconcebible. En cuanto lo concibes empieza a ser posible. Es evidente que
desde el punto de vista de la mera racionalidad administrativa sería más ágil,
eficiente y barato usar y promover una sola lengua. Pero el Estado no es sólo
un organizador racional. También satisface necesidades de orden simbólico. La
política no se hace con sentimientos, pero ha de hacerse cargo de los
sentimientos, porque los sentimientos importan. Y en esa materia hay una cierta
pluralidad irreductible. La cooficialidad se impone porque el Estado se hace
cargo del apego que muchos de sus ciudadanos sienten por su lengua, y si ese
hacerse cargo nos hace un poco más ineficientes no pasa nada.
B.S. Usted es
diplomático actualmente en Canadá, ¿Tenemos mucho que aprender de cómo se ha
manejado allí la cooficialidad del inglés y del francés?¿O cómo lo hace Suiza, por ejemplo?¿Qué deberíamos aprender de
todas estas experiencias?
J.C.R. En primer lugar, de otros
países podemos aprender que España no es un caso singular. En el mundo existen
6000 lenguas y menos de 200 Estados. En la mayoría de los casos la convivencia
entre lenguas plantea problemas, e incluso allí donde la cuestión se ha
pacificado, ha sido tras un largo periodo de acritud y frustración. Incluso en
la civilizada Unión Europa hay pocos países que no tengan problemas de este
tipo. Es fácil hablar de Suiza como ejemplo positivo, pero Suiza es un país muy
peculiar; son más frecuentes los ejemplos negativos. En Francia, de las lenguas
regionales, catalán incluido, no quedan ni las raspas. De modo que una primera
lección es que, aunque un nacionalista no se lo crea, España no es el país, ni
del mundo, ni de Europa, que más ha maltratado su diversidad lingüística, lo
que no quiere decir que sea un ejemplo positivo, que no lo es. Canadá sí es un
buen ejemplo. El país nace en 1867, y la Ley de Lenguas Oficiales es de 1969,
es decir que pasan más de cien años hasta que se consagra la realidad bilingüe
del país. Y todavía hay polémicas de cuando en cuando que encrespan los ánimos.
Ni la más razonable de las leyes impide que haya roces, porque los seres
humanos somos complicados, sociables insociables que diría Kant.
B.S. ¿Cómo se manifiesta
en la práctica en Canadá la cooficialidad del inglés y el francés?
J.C.R. Todo lo que es
administración federal ha de estar en ambos idiomas, desde las tarjetas de visita
hasta los discursos. Luego cada una de las diez provincias –el equivalente a
una comunidad autónoma– decide su régimen lingüístico. En Nueva Brunswick se
reproduce el modelo central y la administración es bilingüe. Pero en Alberta la
única lengua oficial es el inglés y en Quebec la única lengua oficial es el
francés. Por cierto que en Quebec pasa una cosa curiosa desde el punto de vista
catalán, y es que, siendo el francés la única lengua oficial, los anglófonos,
que rondan un 10% de la población, tienen derecho, con pocas restricciones, a
una enseñanza en inglés; justo lo contrario que en Cataluña, donde de una
manera un tanto hipócrita, a mi entender, se hace cooficial el castellano,
pero luego se lo expulsa del sistema como lengua de enseñanza, en cualquier
medida. Eso llamaría mucho la atención en Canadá y sería considerado, con toda
probabilidad, inconstitucional. Un segundo rasgo a tener en cuenta es que en
Canadá el Estado es bilingüe pero la sociedad no. Menos de un 20% dice poder
tener una conversación en las dos lenguas. En
Quebec ese porcentaje ronda el 40%, y en Nueva Brunswick, cuya administración
es ejemplarmente bilingüe, el 35%. El ideal de una sociedad completamente
bilingüe se da ya por irrealizable. En el fondo, no se puede obligar a la gente
a ser bilingüe, como no se la puede obligar a ser culta. Es una opción personal
que el Estado favorece pero no impone. Lo contrario sería caer en el
perfeccionismo estatal, que no cabe en sociedades liberales. Como decía antes,
los derechos para los usuarios, las obligaciones para las administraciones. En
todo caso, hay que tener en cuenta que inglés y francés son lenguas bastantes
disímiles, lo que nos aleja del caso español y catalán.
En Canadá el actual sistema de inmersión lingüística de Cataluña sería probablemente inconstitucional, ya que se garantiza el derecho de los ciudadanos a educar a sus hijos en su lengua materna o en la lengua en que sus padres recibieron su instrucción. En Quebec, los anglófonos, que rondan un 10% de la población, tienen derecho, a una enseñanza en inglés
B.S. ¿Por qué sería considerado inconstitucional el actual sistema de inmersión lingüística de Cataluña en Canadá?
J.C.R. No lo puedo asegurar,
porque no soy juez canadiense, pero me temo que sería así. La Constitución de
1982, establece, dentro de la Carta de Derechos Fundamentales, en el artículo
23, el derecho de los ciudadanos canadienses a poder educar a sus niños en su
lengua materna o en la lengua en la que los padres recibieron su instrucción.
(En el entendido de que esa lengua es el francés o el inglés). Esa Carta fue un
empeño del gran federalista Pierre Trudeau, que aseguraba los derechos
lingüísticos tanto de las minorías francófonas en Canadá como de las minorías
anglófonas en Quebec. Y aunque la
educación en Canadá es enteramente una competencia provincial, los
nacionalistas no han podido rebasar ese límite marcado por la Constitución. Es verdad,
como dice Albert Branchadell, que en los Estados federales la educación suele
ser competencia exclusiva de los entes federados, pero siempre respetando el
límite de los derechos fundamentales interpretados por el tribunal
constitucional o corte suprema. El federalismo no crea zonas de excepción ni
blinda competencias, y tampoco es ese su espíritu.
B.S. Usted
plantea que para conseguir un equilibro en este tema, las comunidades con
lengua propia deberían abandonar sus posiciones maximalistas. ¿En qué consiste
esto? ¿En fijar un % de clases en castellano?
J.C.R. Me gustaría aclarar que yo
esto no lo planteo como un problema de cesiones mutuas ni de equidistancias. Yo
creo que ambas reformas, la de ámbito estatal y la de ámbito catalán, son
justas y necesarias en sí mismas. En Cataluña, lo primero es reconocer que
existe un conflicto. Hay padres –yo mismo, que no soy catalán pero tengo una
hija catalana– que querrían para sus hijos una escolarización en castellano,
aunque fuera parcial y de manera conjunta con el catalán, y no obtienen
satisfacción en ese deseo. No sólo no lo obtienen, sino que son estigmatizados
por su propio gobierno, lo que es intolerable. Es injusto atacar a esos padres
diciendo que no quieren que sus hijos aprendan catalán, porque lo que quieren
es que aprendan bien las dos lenguas. Ignoro si esos padres son una mayoría o una
minoría, pero el número de votantes de partidos contrarios a la inmersión
lingüística obligatoria indica que la minoría no es tan exigua como se
pretende. Y en todo caso, en una sociedad liberal, las minorías tienen
derechos. De manera que partimos de una situación llamativa, y es que en una
sociedad que dice enorgullecerse de su bilingüismo, y donde el castellano es,
supuestamente, lengua oficial, está excluido como lengua de enseñanza. Algo no
cuadra. Y tan raro es, que yo no conozco ningún país, provincia o territorio
dotado de autogobierno donde una lengua oficial (en el caso de Cataluña, el
castellano) que no sea asimismo una lengua de enseñanza.
B.S. La Generalitat asegura que
garantiza el aprendizaje del castellano…
J.C.R. Esa frase requiere mucho
matiz. Porque en cualquier caso, de ser cierta, el aprendizaje del castellano
no lo garantizaría el modelo, sino el modelo auxiliado por la televisión, la
calle o la familia. Aprender castellano no sería el mérito de una política
educativa, sino algo que se ha externalizado. Pero es que a los padres no se les
puede decir, vuestro hijo que aprenda el español en la calle. Porque, además,
aquí hay que afinar con las palabras, porque lo que el padre quiere no es que aprenda el castellano, o conozca el castellano, sino que lo domine, y el dominio, esa relación de
inmediatez con una lengua y de gusto por su acervo, sólo lo puede dar la
vehicularidad. El padre quiere que su hijo domine el idioma, y ese deseo es
completamente razonable, y ya vemos que aquí, en Canadá, es un derecho
constitucional reconocido y respetado. Insisto, lo que pasa en Cataluña no se
da en ningún otro sitio que yo conozca. Y lo absurdo del sistema lo revelan sus
paradojas: ¿Cómo explicar que sea más sencillo estudiar en castellano en
Alberta, Canadá, donde hay veintidós colegios bilingües inglés-español, que en
Barcelona, hasta no hace mucho la capital cultural del mundo hispanoamericano?
¿Cómo explicar la mayor facilidad que se tendría para estudiar en español en
una Cataluña independiente que en una Cataluña española? Porque el nuevo estado
no negaría al Estado español, con el que se quiere tener una vecindad amistosa,
las mismas facilidades que tienen el gobierno francés, italiano, alemán o
japonés, para la apertura de colegios de su red pública en territorio catalán.
Bueno, este conjunto de inconsistencias se explica, asumiendo que la finalidad
del modelo vigente, basado en una inmersión obligatoria y total, no es
pedagógica, sino política.
Me resulta incomprensible la posición del PSC y de ICV. Cuando se les oye decir cosas como “un pueblo, una lengua” es muy difícil creer que no se trate de partidos nacionalistas. Tengo la esperanza de que, al menos el PSC, reaccione derribando el tótem de la inmersión monolítica y obligatoria. No hay proyecto federal que pueda funcionar si no hace suya la defensa del acervo común y nada hay más común en España que el castellano
B.S. ¿No era pedagógica al menos en el principio?
J.C.R. No niego que en el pasado
la finalidad sí fuera pedagógica. El catalán era una lengua minoritaria y
minorizada, era necesario rehabilitarla y se optó por ese modelo. Pero ese
objetivo ya está conseguido. No hay ningún catalán de mi generación que no sepa
hablar catalán. Los que denuncian la inmersión, como Albert Rivera, lo hacen en
catalán. He escuchado con atención todas las razones que se aducen en defensa
del modelo actual, y con toda la honestidad intelectual de la que soy capaz,
creo que no se sostienen: se dice, por ejemplo, que el sistema se aplica con
éxito y sin conflicto desde hace 35. No es verdad. El sistema no ha sido el
mismo en los últimos 35 años, ha ido de más flexible a más intransigente. El
conflicto existe, porque hay catalanes que quieren para sus hijos una educación
en las dos lenguas y pelean por ello en los tribunales. Y no es un sistema de
éxito porque los resultados académicos son mediocres. Se dice también que
introducir el castellano segregaría al alumnado: tampoco es cierto: segrega las
materias, tantas en una lengua, tantas en otra. El TC ha dicho mil veces que es
legítimo que el catalán sea el centro de gravedad, pero no al precio de reducir
el castellano a la extranjería. Tampoco es cierto que el sistema garantice el
dominio de los dos idiomas; el conocimiento tal vez, el domino no. No hay
pruebas homologables en todo el Estado que permitan verificar este punto. Y por
supuesto el sistema no tiene aval internacional alguno. Aquí es muy
recomendable el libro de Mercé Vilarrubias, “Sumar y no restar” una
profesora de Sabadell de lengua materna catalana que refuta el oficialismo con
contundencia. El estrambote es que el establishment catalán pague para
sus hijos la educación bilingüe o trilingüe que niega al conjunto de la
sociedad. Pues miren, mi hija es catalana, en mi casa se hablan catalán y
castellano, y quiero esa educación bilingüe para mi hija; no voy a aceptar que
nadie me llame anticatalán o maltratador de niños (Muriel Casals dixit)
por eso.
B.S. Pero los
catalanes viven con naturalidad el bilingüismo en su vida diaria.
J.C.R. Claro. Es otra de las
paradojas. La sociedad catalana es, por regla general, muy considerada, y por
deferencia se cambia al castellano en presencia de alguien que no maneja bien
el catalán. Eso es muy estimable y de agradecer, porque no tendrían obligación.
Es esta cortesía la que hace que muchos despistados de Madrid vengan y digan
“¡pero si aquí no pasa nada!” Claro que pasa algo: hay legítimas aspiraciones
insatisfechas y hay estigmatización institucionalizada. El gobierno catalán se sirve
de la amabilidad de los catalanes para tapar una política intransigente y poco amable.
Es curiosa la manera que a veces tenemos los ciudadanos de delegar lo peor de
nosotros en nuestros representantes.
B.S.¿Cuál
podría ser la fórmula para equilibrar el aprendizaje del castellano y de las
lenguas propias en España? ¿Qué opina de la reciente resolución del TSJC de
fijar un 25% de clases en castellano en algunos colegios catalanes?
J.C.R. Bastaría que algunas asignaturas
troncales se dieran en castellano, aunque no llegaran al 50%. Estoy convencido
de que con esa medida, tan sencilla y factible, todas las discusiones se sosegarían.
No consigo que nadie me explique qué tremendo perjuicio traería eso al catalán.
Los tribunales, que en ausencia de ley se ven obligados a arbitrar soluciones
en equidad, hasta ahora dejaban a la Generalitat fijar el porcentaje de clases
en español. Ahora, hartos del ninguneo, se atreven a fijar ellos mismos el
porcentaje. Una ley como la que propongo lo resolvería. Un 25% es razonable y
negarse a eso es fanatismo. No aconsejo a los nacionalistas catalanes ir a la
ONU o a Bruselas y decir “los malvados españoles quieren acabar con el catalán
imponiendo en nuestros colegios un 25% de las clases en español”. Mejor que no
lo hagan, porque cualquier tercero imparcial y sereno, que a lo mejor viene de
un país verdaderamente oprimido, pensaría que está en presencia de un frívolo o
un histrión.
B.S. En el
tema de la lengua, ¿debería también haber un cambio de actitud de parte de
todas las fuerzas políticas? ¿No cree que se está usando este tema como un arma
política en vez de asumirlo en la dimensión que realmente juegan, o deberían
jugar, las lenguas en una sociedad plural y democrática?
J.C.R. Yo creo que los partidarios
institucionales de la inmersión están en la fase cínica: saben que sus razones
son falsas o semifalsas o ideológicas, pero se aferran a ellas porque la
inmersión obligatoria está vinculada al relato que legitima su política de
confrontación. Sería tremendo para ellos decir, ahora, “vale, estamos
exagerando un poco, y si introducimos una asignatura en castellano, Cataluña no
se parte y mejorará el ambiente”. Lo que resulta incomprensible es la posición
del PSC, tampoco la de ICV. Cuando se les oye decir cosas como “un
pueblo, una lengua” es muy difícil creer que no se trate de partidos
nacionalistas. Tengo la esperanza de que, al menos el PSC, reaccione: el camino
de regreso del nacionalismo para el PSC pasa por derribar el tótem de la inmersión
monolítica y obligatoria. Será duro, pero será liberador. Es más, el
federalismo que propone no tiene ningún viso de prosperar si no lo hace. No
sólo porque la intransigencia lingüística les resta apoyos y simpatías en el
resto de España, sino porque no hay proyecto federal que pueda funcionar si no
hace suya la defensa del acervo común, lo puesto en común, y nada hay más común
en España que el castellano, una lengua que en el siglo X unos monjes vascos
van anotando en forma de glosa a un códice latino y que la élite catalana ya
conocía mucho antes de 1714. Lo común es tan valioso como lo propio, y el
federalismo es un elegante y veraz compromiso entre ambos.
La pregunta útil que un catalán debe hacerse es: ¿qué es para mí el castellano?… ¿lengua propia o impropia?¿co-propia? ¿lengua extranjera?¿puedo considerar que el castellano es parte de mi patrimonio cultural y afectivo? Creo que es necesario que los catalanes contesten sinceramente a estas cuestiones
B.S. ¿Qué recepción tuvo su artículo en el diario El País proponiendo una ley de lenguas en España?
J.C.R. En Madrid gente joven, de
mi quinta, me decía que estaba de acuerdo, que adelante. En Barcelona hubo
gente que me dijo “Estoy de acuerdo con la primera parte”. Hay un bloqueo
tremendo en Cataluña para asumir que parte de la crispación radica en los
excesos del sistema actual. Pero una ley de lenguas, como cualquier ley
importante llamada a funcionar, no puede ser de parte, y en consecuencia, ha
disgustar a los extremos. Cuando una discusión se eterniza es legítimo pensar
que ambas partes llevan algo de razón. Antes de aprobar la ley, una comisión
independiente se debería pasear por todos los rincones de España recogiendo, de
primera mano, el sentir y las razones de la gente. También tendría que viajar a
otros países para conocer sus prácticas. Sobre el informe que elaborara esa comisión, se elaboraría la ley.
B.S. ¿Confía en que la clase
política haga algo por resolver el problema?
J.C.R. No confío en la clase
política. Demasiado obtusa, demasiado sectaria. Pero no pierdo la esperanza de
que llegue alguien distinto, que se eleve por encima de lo eslóganes y nos
diga: “Señores: esta bronca se ha acabado”. Son los reformadores, los
estadistas, y alguno tendrá que caernos algún día a los españoles. Un estadista
es alguien que propone un ideal que a la sociedad le cuesta aceptar. Lo
contrario es un demagogo, que potencia las tendencias sectarias en todos
nosotros. En Canadá tuvieron dos líderes admirables: Lester Pearson –que se
juró a si mismo ser el último Primer Ministro monolingüe– y su sucesor Pierre Trudeau,
que trajo el bilingüismo y los derechos de las minorías. Si los belgas hubieran
tenido un líder de esas características hace cuarenta años a lo mejor el país
no estaría al borde de la ruptura. Pero hay algo más. Así como decía que es
deseable reformar la mentalidad del castellan-hablante de fuera de Cataluña,
creo que también hay que modificar el marco mental en el que se desarrolla el
debate en Cataluña.
B.S. ¿De qué manera?
J.C.R. Hasta ahora la pregunta que se ha hecho el catalán
catalanista es: ¿qué es para mí el catalán? Y ahí no hay debate: es lengua
materna, dotada de irrevocable dignidad, vehículo de gran parte de la cultura
catalana y por lo mismo, de parte de la europea, lengua principal, generoso
brote del tronco latino, que decía en el siglo XIX un Menéndez Pelayo, un
pedazo de nacionalista español. Eso es así ahora y ya para siempre. Nunca nadie
volverá a intentar prohibir el catalán. No, ahora la pregunta útil que un
catalán debe hacerse –y es una pregunta que habría de hacerse también en la
hipotética independencia– es: ¿qué es para mí el castellano? ¿Lengua propia o
impropia? ¿Co-propia? ¿Lengua extranjera? ¿Oficial, querida, detestada? ¿Puedo
considerar que el castellano es parte de mi patrimonio cultural y afectivo? ¿Es lo mismo que el francés o el alemán para mí? Y contestarse sinceramente a esa pregunta y
actuar en consecuencia. Si los catalanes empiezan a pensar en términos de qué
es y qué les aporta y de dónde les viene el castellano, pienso que muchos
llegarán a la conclusión de que la inmersión, tal y cómo está planteada, no es
la mejor opción. A veces la irritación no es tanto por los excesos sino por los
falsos pretextos que los acompañan. La Generalitat es libre de querer una
Cataluña monolingüe, pero que sea sincera y declare que es el objetivo. A mí no
me parece mal que alguien prefiera el monolingüismo. No sería mi opción, pero
lo respeto, siempre y cuando no se ande con disimulos.
B.S. ¿Qué
opina de iniciativas cómo la que he surgido recientemente en Aragón de
denominar Lapao al catalán? ¿No son intentos conscientes de dividir la unidad
de la lengua?
J.C.R. Quiero ser prudente. No
conozco la franja, y por tanto me abstengo de opinar sobre Aragón. Aunque
nuevamente hay que distinguir entre lo que se hace en Aragón y lo que la prensa
de Barcelona dice que se hace en Aragón. El acrónimo LAPAO es una acuñación
irónica de la prensa de Barcelona que no aparece en la ley aragonesa. Valencia
y Baleares las conozco un poco mejor, y de nuevo, con prudencia, porque no soy
filólogo, me parece que el valenciano y las lenguas baleáricas, forman una
unidad clara con el catalán, y que pueden ser llamadas con propiedad catalán. Y
me lo confirman amigos valencianos y mallorquines que asumen sin problema que
lo que hablan es catalán. Pero también entiendo el argumento de quien dice “vale,
el valenciano es catalán, pero desde el siglo XV aquí lo llamamos valenciano”.
Y también entiendo que alguien diga “vale, el mallorquín es catalán, pero prefiero
no renunciar a mis usos de siempre, como el salat”. No tengo la solución
para esos roces de familia, que no creo inducidos por Madrid. A veces se dice
que si ahora alguien dijera en Buenos Aires que ahí (allá) hablan argentino y
no español, se armaría un gran lío en Madrid y tienen razón. Pero si hubiera un
movimiento en Madrid que les dijera a los argentinos “ché, el voseo se ha
acabado, ahora vais a usar el tuteo” la reacción defensiva sería comprensible.
B.S. Muchas
gracias por esta entrevista.
J.C.R. ¿Puedo terminar con una
cita?
B.S. Por supuesto.
J.C.R."Creo que es justo decir también que el
derecho a la lengua materna es un derecho del hombre, un requisito pedagógico
de la máxima importancia ... Cambiar de lengua en la niñez dificulta
extraordinariamente la capacidad del niño. Nosotros nunca vamos a obligar a
ningún niño de ambiente familiar castellano a estudiar en catalán". ¿Sabe
quién dijo eso? Ramón Trías Fargas, dirigente histórico de CIU, en 1978,
durante la Comisión Constitucional que debatía el Art. 3 de la Constitución. Viene citado por José María Ruiz Soroa, un hombre riguroso con sus fuentes, en “Tres ensayos liberales”. Los
nacionalistas catalanes deberían andarse con cuidado antes de hablar de deslealtades.