La Constitución de 1978 ha devenido disfuncional porque en su desarrollo se optó por no reconocer la verdadera constitución territorial del país. Con el paso del tiempo se ha convertido en un extraño agregado con elementos confederales (el encaje del País Vasco y Navarra), federales (con distintos matices en cada caso, Cataluña, Andalucía, Galicia, la Comunidad Valenciana y los archipiélagos), autonómicos (Asturias y Extremadura) y autonómicos por obligación (las cinco comunidades castellanas)
¿Es
posible solucionar el problema catalán, y otros desafíos territoriales, dentro
del marco de constitución de 1978? Muchos pensamos que sí, bien que por medio
de una reforma de la misma. Otros, como el catedrático de derecho
constitucional Javier Pérez-Royo, no lo ven tan claro. Pérez-Royo expuso bien
su postura en un artículo breve de hace un par de años (Conflicto sin solución. El Periódico, 13/IX/2014). Puesto que la
cuestión no es menos acuciante hoy que hace dos años, creo que es necesario
mostrar la fragilidad de la forma de razonar del constitucionalista sevillano.
En
su artículo, Pérez Royo sostenía que la constitución de 1978,
el tejado bajo el que podría encontrarse una solución negociada al conflicto
catalán, está tan deteriorada que ha dejado de cumplir su función. Con lo cual,
concluía, nos dirigimos a un “escenario de enfrentamiento sin reglas,
incomparablemente más peligroso que el que se está viviendo entre Escocia e
Inglaterra”. Para sostener su tesis, Pérez Royo empleaba una idea interesante,
la de la constitución territorial. Resumiendo,
venía a decir que al texto constitucional se le han ido sumando con los años
una serie de pactos (tomo el término de
su artículo) entre el Estado y las distintas comunidades autónomas, refrendados
tanto por el Parlamento como por los votantes de cada comunidad en referéndum.
Estos pactos, plasmados en los estatutos de autonomía de cada comunidad, tienen
para Pérez Royo un valor constituyente, y conforman lo que él llama la constitución territorial.
Para
Pérez Royo la sentencia del año 2010 del Tribunal Constitucional sobre el
estatuto de autonomía catalán supuso la ruptura del pacto entre Cataluña y el
Estado. Como consecuencia, la constitución territorial quedó impugnada, y con
ella toda la constitución española. En definitiva, la Constitución está
derogada de facto por la falta de lealtad de una de las partes que la
suscribió.
La
postura de Pérez Royo, tal y como la expresa en su breve artículo, me parece muy
débil. En concreto, pasa por alto el hecho de que los pactos territoriales a
los que alude se han celebrado dentro del marco de la Constitución. Sin el
texto constitucional ni siquiera se hubieran elaborado los distintos estatutos
de autonomía. Pretender que la sentencia del TC impugna la Constitución en su
conjunto es como decir que la anulación de un contrato por un juez invalida el
Código Civil. Pero hay más. Para Pérez Royo el carácter constituyente de los
estatutos de autonomía deriva, al menos en parte, de su ratificación en referéndum
por los ciudadanos. Pues bien, se le escapa que muchos estatutos jamás fueron
aprobados en referéndum. ¿Son menos constituyentes estos estatutos que los que
sí fueron refrendados en las urnas?
Pero
centrémonos en las consecuencias de la postura de Pérez Royo. Si le siguiésemos,
habría que admitir que la distribución territorial es revisable, incluso
reversible, porque los pactos, por definición, lo son. ¿Qué pasa si mañana una
provincia decide en referéndum separarse de su comunidad autónoma para unirse a
otra? ¿Y por qué detener este proceso en la provincia; no puede tener esta
capacidad de decisión una comarca, o incluso un municipio? ¿Y así las cosas, cómo
puede ser que una sola sentencia enmendando un estatuto invalide por completo,
y para siempre, una constitución inestable
por definición?
Como
digo, las ideas de Pérez Royo me parecen muy flojas, y creo que responden, más
que a un análisis serio, a las contorsiones intelectuales a las que se ven
forzados muchos españoles cuando intentan mantener abiertos los canales de
comunicación con el independentismo. Además, rezuman el complejo de culpa hacia
las nacionalidades históricas que
padecen muchos progresistas españoles que vivieron la dictadura de Franco. Por
mi parte, tal vez porque pertenezco a una generación posterior, no me siento
responsable de ningún agravio histórico hacia catalanes y vascos. Todo lo
contrario. Lo que he vivido ha sido un intento muy serio de incorporar a estas
naciones (no me importa emplear el término) al proyecto de España. Con esta
perspectiva, mi visión de las cosas es muy diferente a la de Pérez Royo.
De
entrada, estoy de acuerdo con que España tiene una constitución territorial,
aunque en un sentido completamente distinto al que le da Pérez Royo. Yo me
refiero a que nuestro país está recorrido por unas fronteras internas que
separan territorios en base a su historia, su cultura y su geografía. Estas
separaciones son independientes de la trascendencia política que se les quiera
dar. Aragón y Castilla seguirían siendo regiones diferentes aun cuando ni
castellanos ni aragoneses mostrasen el menor interés en hacer valer
políticamente esta diferencia. Pues bien, obviamente, esta constitución
territorial sí que es previa a cualquier ley: sería absurdo decidir por decreto
que, por ejemplo, Madrid sea una provincia gallega. El texto constitucional ha
de recoger la constitución territorial si no quiere convertirse en una ley
disfuncional, o directamente injusta. Creo que Pérez Royo estaría de acuerdo
conmigo hasta aquí. Es más, sospecho que su extraña historia de pactos
constituyentes no es sino un intento poco afortunado de dar una forma legal al
hecho de que España no es territorialmente homogénea. Para mí la cosa es mucho
más fácil. Si el texto constitucional se adapta a las particularidades
históricas y culturales del país, la constitución territorial queda automáticamente
incluida en la carta magna. De este modo no tiene sentido establecer una
dicotomía entre constitución política y constitución territorial. La cuestión,
entonces, es si la constitución de 1978 cumple con el requisito de captar
adecuadamente la estructura territorial del país.
Mi
respuesta es que pudiera haberlo hecho, pero que de hecho no lo hace. Me
explico. Los únicos territorios históricos que están recogidos explícitamente en
la Constitución son el País Vasco y Navarra. Todos los demás han obtenido su
reconocimiento del título VIII de la Constitución. Pero este es tan abierto que
su desarrollo ha tenido mucho de esos pactos a los que tanto valor da Pérez
Royo. Pues bien, de este proceso, y por razones que sería interesante estudiar,
ha resultado un mapa autonómico que reproduce la constitución territorial con
una sola, y muy grave, excepción. Me refiero a Castilla.
Castilla
ha quedado troceada en cinco comunidades autónomas con poca, o ninguna, personalidad
histórica y cultural. En definitiva, en su desarrollo la constitución de 1978
ha dejado de reflejar la constitución territorial de España.
Me
parece increíble que las consecuencias de este hecho, siendo tan evidentes,
hayan recibido tan poca atención. Por un lado, el sistema autonómico en su
conjunto queda deslegitimado por la presencia de comunidades como la de Madrid.
No les falta razón a muchos catalanes o vascos cuando rechazan ser puestos en
posición de igualdad con cada una de las comunidades castellanas. Por otro
lado, y quizás como consecuencia de lo anterior, las comunidades históricas
siempre han buscado, y muy a menudo han logrado, una bilateralidad en su trato
con el Estado. En el caso vasco esto está recogido explícitamente, pero
Cataluña siempre ha intentado forzar la Constitución en este sentido. El Estatut de 2006 no es sino el ejemplo
más claro de esto.
En
definitiva, sostengo la Constitución de 1978 ha devenido disfuncional porque en
su desarrollo se optó por no reconocer la verdadera constitución territorial
del país. Con el paso del tiempo se ha convertido en un extraño agregado con
elementos confederales (el encaje del País Vasco y Navarra), federales (con
distintos matices en cada caso, Cataluña, Andalucía, Galicia, la Comunidad Valenciana
y los archipiélagos), autonómicos (Asturias y Extremadura, bastante menos
Murcia y las ciudades autónomas) y autonómicos por obligación (las cinco
comunidades castellanas). Interpretar este galimatías como el feliz resultado
del pactismo entre territorios es una concesión a la mística nacionalista más
rancia, pero ya he hablado más arriba de sentimientos de culpa y de papanatismo
de izquierdas.
Francamente,
da la impresión de que lo único que le interesa a Pérez Royo es dar una
cobertura teórica al desafío de los independentistas catalanes. En mi opinión, esta
postura es tan desafortunada como su opuesta, la de emplear el texto
constitucional para taparse los ojos, taponarse los oídos y cubrirse la boca.
De hecho, creo que ambas posiciones derivan de un mismo problema de
perspectiva: la obsesión por Cataluña y el olvido del resto del país.
Es
perentorio hacer que la constitución política refleje adecuadamente la
constitución territorial. Creo además que el proceso de aprobación de un texto
constitucional reformado sería el momento óptimo para plantear un referéndum de
secesión de Cataluña y el País Vasco. Con todo, no se trata de hacer una
constitución para aplacar a los independentistas catalanes y vascos. Creo que esa
actitud, de hecho, no solo no solucionaría el problema, sino que lo alimentaría.
Repetiríamos lo que ocurrió con el estatuto de 2006, pero a una escala mucho
mayor.
Centrémonos
en nosotros. Hagamos una constitución para que los que sí queremos estar en
España estemos cómodos. Y desde esa comodidad enfrentemos los problemas que
vayan surgiendo.
*PEDRO J. SÁNCHEZ GÓMEZ ES PROFESOR DEL DEPARTAMENTO DE
DIDÁCTICAS DE LAS CIENCIAS EXPERIMENTALES DE LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE
MADRID
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