lunes, 26 de febrero de 2018

Cataluña, día tras día en la oscuridad (por Ricardo Fernández Aguilà)

Día de hoy no tenemos solución, aunque tal vez esa sea la preferencia de un sector de Cataluña: seguir el tiempo que haga falta con la herida de la división sangrando, enfrentados pero movilizados, en tensión política, hasta debilitar y llegar a vencer algún día al contrario




Ser catalán hoy, cualesquiera que sean las ideas políticas, es estar aturdido. Así de claro lo veo desde mi propio aturdimiento. Pero bastantes catalanes me replicarían que nada de eso, que tienen las cosas muy claras y que tarde o temprano se alcanzará el gran objetivo. Dos visiones. Dos mundos. De este panorama trata lo que viene a continuación.
No me referiré de entrada a la alta política, que por desgracia no conoce jornada de descanso: es un ejemplo demasiado evidente de bloqueo, sobresaltos, confusión e improvisación constantes, y ya hay bastantes analistas que cada día abordan esta parte de nuestra desdichada vida colectiva. Quiero hablar, en primer lugar, de cosas que nos ocurren a gente que no hemos trasladado nuestra sede fuera de Cataluña y que indican la profundidad del desgarrón en que vivimos. Tres ejemplos.
Uno. Comes con un amigo en un restaurante. La conversación deriva (¡vaya novedad!) hacia el conflicto político. El amigo no habla ni alto ni bajo, pero la pareja de la mesa de al lado ha puesto las antenas justo en esa parte de la charla privada. Y por las caras parece que no les gusta nada lo que oyen. Tú bajas aún más la voz a ver si tu amigo hace lo mismo y los oyentes vuelven a sus cosas, pero las miradas son constantes. Ganas de dar por acabada la tertulia.
Dos. Perteneces a los que no quieren la independencia pero sí consideran necesarias reformas políticas. Dicen que esto se llama tercera vía. El caso es que un diputado independentista, en vísperas de las elecciones de este diciembre 2017, compara a quienes así pensamos con los judíos que apoyaron a los nazis. Puede uno añadir en este párrafo ingrato que hace tres meses, por acudir a manifestaciones legales y pacíficas a favor de continuar juntos con el resto de España, se tildó a los manifestantes de franquistas. Lo han dicho personas, y es ejemplo bien real, que últimamente visitaron la cárcel Modelo, ahora que está vacía. Pero resulta que algunos de los insultados podrían organizar visitas guiadas por aquel recinto de represión franquista, dando detalles de galerías, economato, colas para el vaso de vino, convivencia con presos comunes y más maravillas, todo lo cual avivaría la curiosidad de algunos insultantes de hoy. Rabia contenida.
Tres. Una carta al director de La Vanguardia. Su autora se dirige a un amigo independentista y lamenta que hace tiempo ya no pueden hablar de política, aunque ella siempre ha estado a su lado pese a no compartir sus ideas. Pero ahora se ha producido la ruptura pues su amigo ha optado por el enfrentamiento. Tristeza de tiempos recientes.
Tres ejemplos que son tres figuras de nuestra vida cotidiana: incomunicación, insulto, ruptura. Podría añadir más ejemplos que confirmarían que no son hechos aislados y, cuando se me acabaran las fuerzas, otros ciudadanos podrían ocupar mi lugar con experiencias muy parecidas. Cataluña no habrá conseguido ser un nuevo estado, pero el estado de las cosas en Cataluña ha cambiado y de qué manera.
Y al llegar a este punto oigo voces que me recriminan. ¿No se me ocurre nada más para retratar la Cataluña actual? ¿No podría dedicar un par de líneas a los porrazos del referéndum del 1 de octubre? ¿O a los políticos a los que tras meses en prisión se les niega la libertad provisional? Y les daría la razón. En este esbozo incompleto de los desastres de Cataluña han de aparecer también estos hechos. Pero si uno se distancia de sus enfados y se para a contemplar la evolución de la sociedad catalana, ¿no es para estar aturdido por el desmoronamiento de este país? ¿Todo esto es el camino hacia una sociedad mejor?
Cuando arrancó el proceso de independencia, uno de sus líderes cedió a la seducción de las metáforas y anunció triunfalmente que Catalunya iniciaba su viaje a Ítaca. La metáfora tenía su consistencia. Ulises, que se había ido a luchar al quinto pino tal como funcionaban entonces las comunicaciones, emprendía en la Odisea, tras la guerra de Troya, un largo viaje incierto, difícil, hacia una nueva vida en su anhelada patria Ítaca. Y el hecho es que todos los catalanes, con ilusión o con rechazo, los dos mundos enfrentados, nos hemos visto embarcados, quieras o no quieras, en un viaje hacia algo distinto. Ya no estábamos en el territorio de siempre; todo se movía o se rompía. En la travesía había miradas que empezaban a dar miedo y también caras ilusionadas. Había quien se daba la espalda y también quien quería detener la nave. Pero por los altavoces se nos decía que aquello era imparable.
Ahora, en el arranque del año 2018, estamos en alta mar pero a la deriva. Al buque del procés se le ha roto el timón y algo grave se estropeó en la sala de máquinas, porque se ha quedado a oscuras. Cataluña no tiene rumbo. Somos la nueva versión del barco fantasma. Los acontecimientos políticos, casi siempre imprevistos horas antes de que sucedan, van llevando la nave un poco al este hoy, un poco al oeste mañana, quién sabe dónde dentro de unos días.
Pero el problema principal, a mi entender, no es la gran avería política y moral en que nos encontramos, sino su ocultación. Nadie sabe cómo se sale de esto, pero ¿quién lo dice claramente? Y no será porque hayamos enmudecido. Se habla, se escribe, se proclama sin parar. Pero no se dice lo esencial: para el gran problema en que Cataluña se ha convertido, no hay solución. A día de hoy, y quién sabe hasta cuándo, no hay solución.
Porque si una palabra define año tras año nuestra catalana existencia, esa es la palabra “división”. Electoralmente, se acaba de confirmar que el país está partido por la mitad. ¿Hay remedio para este agrio alejamiento entre las dos partes? De forma creciente unos y otros cada vez nos hablamos menos, o ya no nos hablamos, o directamente nos detestamos. Por otro lado, proyectos de reformas sociales de amplios consensos no se ven por ningún lado en este inicio de 2018, aunque asuntos por abordar los haya a montones (paro, educación, sanidad, dependencia, empleos precarios, pobreza, vivienda…). Nadie sabe qué hacer ahora mismo con Cataluña, pero no solo no se reconoce sino que algunos aseguran tener su solución. Veamos si es así.
La primera y principal propuesta es volver a poner en marcha el camino de la secesión, por fuerza a un ritmo más lento, pero con los mismos líderes que han protagonizado la expedición a Ítaca, hoy convertida en naufragio. No hace falta ser muy constitucionalista para darse cuenta de que este plan de ir al pasado, al mes de octubre con su momento republicano, de solución no tiene nada. Pero para fabricar nuevos conflictos, sí funcionará. ¿Es eso lo que se pretende?
Desde otras sensibilidades políticas se apunta que hay que refundar el catalanismo. Más amplio, más transversal, no buscando la separación sino la reforma del conjunto español. ¿Cómo se hace eso? ¿Con qué argumentos se convence a los catalanistas de hoy para que dejen de ser independentistas y a los no catalanistas para que se sumen a una nueva versión del catalanismo?
Otros hablan de reconciliación. De perdón, incluso. De poner sobre la mesa lo que nos une. Son buenas y necesarias ideas. No hace tanto éramos así los catalanes, en general. Pero se puso en marcha la centrifugadora ideológica y emocional y la lejanía se ha instalado en el corazón de esta tierra. ¿Cuánta gente cree hoy que es mejor acercarse a los que piensan diferente que mantenerse alejado de ellos?
Una reforma de la Constitución. Idea interesante en principio. Ahora bien, el movimiento independentista no quiere ni oír hablar y al partido en el Gobierno de España no le hace ninguna gracia y, aunque no dice que no, nunca dice que sí. ¿Se puede emprender en breve y en tales circunstancias este camino?
Hay también quien volverá a asegurar que todo se arreglaría si a los catalanes nos contaran. Un recuento pactado, legal, binario: nos queremos ir o no nos queremos ir. Y ya está. Fin de la historia. Los que hubieran vencido podrían desarrollar su proyecto de sociedad, que casi la mitad de los votantes no habría querido, según todos los datos actuales. Unos estarían dando saltos por las calles y los otros, en este futuro imaginado, resignados y dispuestos a acatar las nuevas órdenes. ¿Es eso lo que realmente ocurriría? Si lo que se pretende es ganar momentáneamente al otro, aunque sea por la mínima, con un país partido en dos de un tajo profundo, tal vez sea un camino útil. Si lo que se pretende es reconstruir, crear un futuro con mayorías de cierta amplitud, desde luego que no.
He de insistir en que a día de hoy no tenemos solución, aunque tal vez esa sea la preferencia de un sector de Cataluña: seguir el tiempo que haga falta con la herida de la división sangrando, enfrentados pero movilizados, en tensión política, hasta debilitar y llegar a vencer algún día al contrario. O, de otra manera, no intentar ahora ningún arreglo, ningún nuevo consenso en la sociedad catalana, sino seguir manteniendo vivo el conflicto para traspasarlo como algo natural a los adolescentes de hoy,  votantes en un mañana que se va acercando.
Pero para quien desee una política de coincidencias, de reconstrucción, que incluyera a buena parte de las dos mitades en que el país se ha convertido, el panorama es de oscuridad. Divididos en dos bloques, lo que convence a unos suele provocar rechazo en los otros. Porque, además, para comenzar cualquier proyecto de renovación basado en nuevos acuerdos, habría que compartir algunos contenidos esenciales de las causas que nos han traído hasta aquí. Podríamos muchos coincidir en errores de la política española: el acoso y derribo parcial del Estatut, la problemática de la financiación, la falta de iniciativa del Gobierno durante años, la actuación policial del 1 de octubre…Ya se han repetido estas consideraciones por parte de ciudadanos que estamos a favor de seguir juntos con el resto de España. Pero la sorpresa viene cuando se da la palabra al mundo de la bandera estelada: no acepta ninguna responsabilidad en los males que nos aquejan. La patente del proceso a la independencia, el núcleo de la vida catalana en estos seis años, pertenece a este movimiento, pero nada han hecho mal. Con esta ceguera la vía del diálogo es, ahora mismo, intransitable.
En fin, uno comprende que sería duro ponerse ante los micrófonos de las instituciones políticas o de las tertulias o al escribir la columna habitual, fuera la que fuera la ideología política, y comunicar a los ciudadanos que nadie sabe ahora mismo qué se puede hacer, aunque se persista en la búsqueda de soluciones. Uno comprende que sería duro informar al país que estamos bloqueados, política y emocionalmente, y que no somos tan listos como pudimos creer. Pero ese reconocimiento de que Cataluña se nos ha ido de las manos a los catalanes, ¿no podría ser el punto de partida que nos uniera un poco? (Si se considerara demasiado inocente esta pregunta, creo que se confirmaría que nos estamos acostumbrando a la oscuridad).  
Tal vez al declarar este estado de no solución en que estamos hundidos, se haría más evidente que lo nuestro es muy grave y que ya no basta ni con ideas fijas, ni con enfados constantes, ni con el calor de la propia tribu, ni con soñar en la victoria sobre los otros. Tal vez así nos veríamos como un colectivo lamentablemente muy desorientado que precisa imaginar un renacimiento aceptable para una gran mayoría. Es verdad que hay más países en el mundo con el rumbo perdido, pero tan poco conscientes como el nuestro, me parece que hay pocos.
Y puede ser que todo esto nos esté ocurriendo, en parte, porque superar esta época de conflicto interno no nos corre prisa. Estaría bien, pero no es urgente. Se suspendió el autogobierno pero las calles han estado en general tranquilas, como siempre. Se trabaja, se llenan los restaurantes y la pasión por el fútbol no decae, como siempre. Se compran regalos y se festejan las fiestas, como siempre. Sólo van muy torcidas las cosas para quienes viven al borde del sistema de bienestar, donde todo parece indicar que seguirán al paso que vamos con nuestra ofuscación política. En algo podríamos estar de acuerdo: la superficie de la vida en Cataluña, en estos meses, no refleja todo el deterioro de los cimientos.
Pero por muy aturdido que se esté, como decía al principio, uno no deja de constatar otra evidencia: esta herida interna entre catalanes está  muy conectada con el resto de España. Con las decisiones políticas de las instituciones (Gobierno, jueces, partidos…) y con las actitudes del resto de ciudadanos. Con las excepciones obligadas en toda generalización, no se ve mucha más voluntad y claridad para reconstruir ahí que aquí, por el momento.
En el futuro, estos años del procés se valorarán más por la herencia que habremos dejado en las conciencias de mayores y de jóvenes, que por el palabreo y los gestos efímeros de cada día. Por cómo se puedan haber modificado, ahí y aquí, las palabras “español” y “catalán”, o “ley” y “diversidad”, entre otras. Y esta herencia podrá ser la del coraje y la imaginación para dar con un camino de superación de este conflicto o bien la de la dejadez y el agravamiento sin solución del mismo.
         No hace falta alargarse más. Constato, al ir acabando, que tal vez he concretado poco en este intento de reflejar la enfermedad de un país sin cura. Casi nada he dicho de empresas que se largan, de prisiones provisionales que se alargan o de datos económicos que se acortan. Todo ello está disuelto en el río de nuestra vida cotidiana, que a menudo fluye ruidoso y, en algunos tramos, como enloquecido. Cuando uno mira sus aguas turbias, sabe que esos problemas se están vertiendo cada día en su corriente. Pero cuando el río se remansa un poco y uno insiste en contemplar su fondo, aparece nuestro propio rostro. Dentro y fuera de su oscuro caudal. 

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