Un 48,7% de votos no legitima ningún proceso unilateral de independencia pero no hay tampoco un estado democrático que pueda aguantar sin dar una respuesta política, y no meramente legal, a la mitad de la población de un territorio que ha decidido que no quiere seguir vinculada a su estado de pertenencia. Exista o no razón para la percepción de maltrato, la realidad es que el problema existe y exige ser abordado
El Partido
Popular propone en su programa para las próximas elecciones generales suprimir
las comunidades autónomas en caso de obtener mayoría absoluta en las Cortes.
Según ha afirmado un destacado dirigente del partido, dada esa situación, y
aunque la mayoría absoluta de escaños se haya obtenido sin mayoría absoluta de
votos, una votación en el Congreso de los Diputados, ratificada depués con otra
en el Senado, pondrá fin a la existencia de gobiernos y parlamentos autonómos.
Aunque para hacer algo así sería legalmente necesaria una reforma de la
constitución, el portavoz del PP ha afirmado que eso es un mero legalismo que
no puede estar por encima de la voluntad popular. Una mayoría absoluta de escaños
los legitimaría para llevar adelante su hoja de ruta: “Se llama democracia”, ha
afirmado con rotundidad.
Se trata de un
fake disparatado, claro. Sin embargo,
un disparate similar es lo que aprobó el pasado lunes el Parlament de Catalunya sin que a quienes votaron a favor les
temblaran las neuronas. No digamos ya la fibra ética. Por mucho que sea
repetirse, hay que recordarles a los impulsores de la declaración de ruptura
con España que la mayoría de escaños en que se apoyaron corresponde a una
profunda distorsión democrática del principio de igualdad del voto. Les guste o
no oírlo, esa declaración representa a muchos menos ciudadanos que a los que
representan las fuerzas que en el Parlament
la rechazaron. Vencerán, pero no convencerán. Sobre todo a las diferentes
instancias internacionales que observan con estupor el peculiar concepto de
democracia sobre el que se va a fundar la nueva República Catalana.
La cosa se
agrava porque la fibra democrática tampoco goza de buena salud en la Moncloa.
Han hecho falta tres años para que el presidente cayera en la cuenta de que
España tenía un serio problema de estado en Cataluña. Hasta hace cuatro días
parecía que todo eran suflés y juegos de encantadores de serpientes para gentes
ansiosas de dejarse engañar. Para qué hacer nada si tarde o temprano se iban a
cansar, sobre todo cuando vieran que los dirigentes catalanes eran tan
corruptos como los populares españoles. Ahora resulta que no, que la cosa va en
serio y hay que llamar a la Unión Sagrada y poner en primer tiempo de saludo al
Tribunal Constitucional y a los diversos instrumentos coercitivos del Estado. ¡En
guardia!
Cuando está en juego la convivencia entre catalanes y entre una parte de los catalanes y el resto de los españoles, el tacticismo político y el uso electoralista del problema resultan despreciables
Un 48,7% de
votos no legitima ningún proceso unilateral de independencia como el que se
acaba de poner en marcha (tampoco lo haría la mitad más uno, por cierto). Pero
hay que ser muy obtuso para no darse cuenta de que no hay estado democrático
que pueda aguantar mucho tiempo siéndolo si no es capaz de dar una respuesta
política, y no meramente legal, a prácticamente la mitad de la población de un
territorio que ha decidido que no quiere seguir vinculada a su estado de
pertenencia. No se trata de darles la razón sin más, sino de impulsar vías políticas
que sean capaces de atraer al menos a una parte de ese grupo para desactivar
democráticamente la bomba de relojería que tenemos entre manos. Y es que a
nadie debería escapársele que una parte no desdeñable de quienes votaron
candidaturas independentistas el 27S lo hizo pensando que con ello fortalecía la posibilidad de obligar al Estado a una negociación para
elevar el autogobierno catalán. Algunas encuestas postelectorales lo han
mostrado muy claramente.
Hay un
porcentaje importante de electores independentistas que lo son desde hace muy
poco tiempo y con carácter instrumental. Ante una oferta adecuada, podrían
bajarse del barco con la misma rapidez y facilidad con las que se subieron al
mismo. Pero hace falta una inteligente y decidida iniciativa política, que no
puede ser sino una reforma en serio y a fondo de un edificio constitucional que
tiene más grietas de las soportables. Una reforma que no puede limitarse,
evidentemente, al modelo territorial, pero que tiene que abordar este de una
forma que permita construir un consenso en el conjunto de España, y especialmente
en aquellos territorios donde la pulsión por más autogobierno es mayor, donde
las cuestiones de financianción son más controvertidas y donde se produce también
desafección de una parte de la población vinculada a cuestiones de
reconocimiento nacional, simbólico, lingüístico y cultural. Exista o no razón
para la percepción de maltrato en todos esos terrenos, la realidad es que el
problema existe y exige ser abordado. Insisto, no se trata de dar la razón a
quien más protesta, sino de estar dispuesto a sentarse a debatir, a analizar
los datos de la realidad sin apriorismos y, en función de los acuerdos a los
que se pueda llegar, poner en marcha las reformas que sean necesarias en
nuestro sistema político.
No veo más
salida razonable que esa. El simple recurso a la ley podrá parar el órdago
independentista, sin duda, pero a qué precio y con qué consecuencias futuras
para todos y para el propio Estado. No tengo duda de que la transgresión grave
de la ley, si se produce, debe ser respondida con proporción y con los
instrumentos constitucionalmente previstos para ello. Pero eso no será
suficiente si no va acompañado de una vuelta de la política con mayúsculas.
Cuando está en juego la convivencia entre catalanes y entre una parte de los catalanes y el resto de los españoles, el tacticismo político y el uso electoralista del problema resultan despreciables. Somos muchos quienes estamos hartos de regates astutos y de respuestas leguleyas, y de que, aquí y allá, se hurte el debate sobre los gravísimos problemas que afectan a la mayoría de la gente a fuerza de ondear las banderas. Cuanto más grandes, mejor. Si esto sigue así, va a haber sufrimiento. La “revuelta de las sonrisas” (hay que ser cursi) va a acabar con lágrimas. Y las culpas van a estar muy repartidas.
Cuando está en juego la convivencia entre catalanes y entre una parte de los catalanes y el resto de los españoles, el tacticismo político y el uso electoralista del problema resultan despreciables. Somos muchos quienes estamos hartos de regates astutos y de respuestas leguleyas, y de que, aquí y allá, se hurte el debate sobre los gravísimos problemas que afectan a la mayoría de la gente a fuerza de ondear las banderas. Cuanto más grandes, mejor. Si esto sigue así, va a haber sufrimiento. La “revuelta de las sonrisas” (hay que ser cursi) va a acabar con lágrimas. Y las culpas van a estar muy repartidas.
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