sábado, 28 de marzo de 2015

Votos, escaños y soberanía popular (por Ferran Galllego)

La formación de mayorías de gobierno nacionalistas e incluso la posibilidad de que ERC haya escogido pareja de baile se ha basado en la sobrerrepresentación de territorios en los que –vaya casualidad- la izquierda no independentista es minoritaria. Mejor dicho: en los que la izquierda es minoritaria ¿Habría de extrañarnos que se hable ahora de mayoría parlamentaria, incluso cuando eso implique que se quiere tomar decisiones en minoría ciudadana?



“Era inevitable: el olor a almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados.”  El inicio de una de las novelas de García Márquez parece servir de entrada propicia para toda historia de emociones largamente insatisfechas, de conflicto dilatado entre la realidad y el deseo, de pasiones humanas revolcándose , como lo hizo aquel amor en los tiempos del cólera, en la larga espera de una consumación que tardó dos vidas enteras en producirse.



Es inevitable. Las referencias a una mayoría parlamentaria, en lugar de a una mayoría de votos para legitimar cualquier opción de poder, siempre recuerda el destino del populismo contrariado. Nuestro buen amigo Francisco Morente se atrevió a poner en duda el sistema electoral de Cataluña para demostrar, números en mano, que las mayorías absolutas nacionalistas siempre se habían constituido vulnerando la representación de una mayoría de votantes –no digamos ya de una mayoría de electores, que eso sería darse un garbeo por el país de las maravillas de Alicia-. No olvidó el profesor Morente referirse a la idéntica circunstancia que se produce para la elección del Congreso de los Diputados, donde impera un sistema siniestro que utiliza la excusa de la estabilidad para proteger, fuera ya del marco inicial de la transición democrática, los intereses de los dos partidos mayoritarios…y los  de los partidos nacionalistas. Cuando esos intereses chocan contra la igualdad del voto de los ciudadanos, es evidente que se está eligiendo un determinado bien –la formación de mayorías estables- frente a otro bien –los derechos idénticos de los individuos-.  Personalmente, y considerando lo que ha llovido desde aquellos años en que era preciso reforzar una democracia parlamentaria de partidos, no me cabe duda de cuál es el bien que debe elegirse. Pero el profesor Francisco Morente recibió una injusta, desproporcionada e insultante respuesta en la que se le puso al nivel de un sargento chusquero defendiendo los intereses de la madre España. Con las cosas de comer no se juega, y con los instrumentos para formar mayorías parlamentarias, menos aún.
El debate sobre cuál debe ser el sistema electoral idóneo en una democracia parlamentaria es tan viejo como la democracia parlamentaria misma, aunque haya tenido mucha menos fuerza en aquellos sistemas en los que lo principal no era el parlamento, sino la presidencia de la República -como sucede en Estados Unidos- o donde, de un modo más definido y más reciente, era resultado de una derrota del parlamentarismo en una crisis nacional, como sucede en la Francia de la V República. Recordemos que el actual sistema electoral francés fue fabricado precisamente en la lógica de un proyecto que venía definiendo Charles de Gaulle desde su salida del gobierno en 1946 y la formación, al año siguiente,  del Rassemblement du Peuple Français. De lo que se trataba era de volver a definir la soberanía del pueblo arrebatándosela a los partidos que,  según la perspectiva del gaullismo,  la habían usurpado. La primera vez que se aplicó el régimen electoral mayoritario en nuestro país vecino, el Partido Comunista redujo su representación a diez escaños –de los más de cien con los que contaba hasta entonces-, mientras el partido del gobierno pasaba a disponer mayorías abrumadoras salidas de la voluntad de poco más de un tercio de los votantes. Solo en 1986, cumpliendo una promesa del programa de la Izquierda de 1981, Mitterrand impuso de nuevo el sistema proporcional, que permitió a los seguidores de Le Pen irrumpir con 35 escaños en la Asamblea Nacional. Fue bastante esa llegada de los bárbaros para que Chirac renovara el viejo sistema mayoritario, de circunscripción uninominal a dos vueltas, que la izquierda socialdemócrata ha considerado inviolable desde entonces. A algunos les consolará que este sistema impida la llegada del Frente Nacional a las instituciones más altas de la República . Desde su salida del parlamento en 1988, el lepenismo  ha mantenido a sus 4-6 millones de votantes en la marginación representativa. A mí no me hace ninguna gracia ese efecto secundario que, en principio, no se buscó para la extrema derecha, sino para evitar que una izquierda dividida ferozmente entre comunistas y socialistas llegara a entenderse en el ballotage. Algunos deberían saber que las explicaciones del crecimiento del nazismo en los años treinta basadas en el sistema proporcional de la República de Weimar no se las toma ya nadie en serio, y que a todos los historiadores les parece más importante averiguar la conquista sistemática de la sociedad por diversos sectores antidemocráticos que confluyeron en el movimiento hitleriano, siendo su fuerza electoral la expresión última, y no la causa inicial, de la corrosión de la primera democracia alemana del siglo XX.

Es curioso que una tradición política como la catalana, en la que fueron hegemónicas las culturas libertaria y federal  -que son opciones de las clases trabajadoras que recelaban del poder del Estado y deseaban construir la política en la constante revitalización de la vida social-  haya acabado por tener como destino manifiesto del pueblo catalán  la construcción de lo que ellos llaman “un Estado propio”


He deseado extenderme en ese ejemplo tan cercano, que sigue mostrando bochornosas incoherencias entre lo que las personas votan y lo que los parlamentos representan, porque ese desastre se hizo, precisamente, en nombre de un pueblo francés al que los partidos oligárquicos habían hurtado sus derechos de intervención política. En el nombre del pueblo, otra vez. Y en contra de los ciudadanos, de nuevo.  Como hemos vivido una afanosa convocatoria permanente del pueblo catalán, algunas de las cosas que están ocurriendo deben incluirse en esa lógica. Deberá hacerse, por ejemplo, cuando aquí se ha llegado a un extremo que el gaullismo nunca quiso alcanzar. Porque el gaullismo tenía eso que se llama sentido de Estado, y aquí lo que se busca es precisamente jugar con el máximo de confusión posible con todo aquello que se llame representación, pueblo, ciudadanía parlamentarismo, democracia, soberanía y, desde luego, Estado.
Es curioso que una tradición política como la catalana, en la que fueron hegemónicas las culturas libertaria y federal  -que son opciones de las clases trabajadoras que recelaban del poder del Estado y deseaban construir la política en la constante revitalización de la vida social-  haya acabado por tener como destino manifiesto del pueblo catalán  la construcción de lo que ellos llaman “un Estado propio”. No creo el actual independentismo pueda llamarse heredero de las trayectorias que mejor constituyeron una percepción nacional y singular de las relaciones entre lo institucional y lo social. Por lo menos, mientras acepta ahora el liderazgo de fuerzas que, con toda claridad y diciéndolo sin tapujos, se han legitimado como continuidad de una práctica política basada en los acuerdos de la elite catalana con la que gobernaba el resto de España. Me reservo la opinión de algunos sectores de la izquierda más radical, cuya denuncia sistemática del Estado como “producto y manifestación de las contradicciones de clase”, como lo caracterizaba Lenin en 1917, parece haberse quedado para los seminarios de formación ideológica de los nuevos militantes, si es que todavía se hacen cosas de este tipo. En todo caso, que la izquierda pierda la perspectiva de clase en esta y otras muchas cuestiones no deja de ser un rasgo de nuestra época, que tan bien les funciona a quienes se suben al prestigio de lo “nuevo”, lo “valiente” y lo que “planta cara”, como se ha podido oír en la reciente campaña andaluza, para definir de esta forma curiosa dónde hasta donde ha llegado el desguace de la orientación política en este país.
Pero, como no se trata solo de pegar con la evocación de los clásicos o con la alusión a elementos centrales de una ideología a una izquierda que no tardará en encontrar los resultados de esa limadura del lenguaje -que es el primer síntoma de la pérdida de la hegemonía cultural-, vayamos a otros temas que interesan a todos. Porque lo que ha venido preocupándonos desde la convocatoria electoral del 27 de septiembre, y que con tanta exactitudresaltaba el amigo Xavier Arbós en su artículo del 18 de marzo es, verdaderamente, un espanto: prescindir de una mayoría de votantes para fijar la atención en la mayoría de parlamentarios. Plantear unas elecciones plebiscitarias y cargarse jocosamente el sentido último de la prueba: cuántas personas están a favor o en contra de opciones políticas independentistas o no independentistas. Una ocasión que permite, además, fuera del tramposo ejercicio de la famosa pregunta, averiguar la calidad real del voto ciudadano. Es decir, si se vota independista o no, pero también por qué proyecto social se opta; por qué manera de afrontar los desafíos de la crisis; por qué caminos para resolver problemas nacionales que expresan la soberanía popular en formas que no se limitan a afirmar la constitución de un Estado independiente, sino que desean expresar también cuál es el modelo de organización económica que se elige, el proyecto de sistema educativo que se prefiere, la trama de protección social que se considera imprescindible, y el esquema de relaciones entre los ciudadanos y las autoridades económicas europeas que se defiende. No he sido yo, no hemos sido nosotros, los que nos hemos empeñado en poner a estas elecciones la etiqueta solemne y peligrosa de una jornada plebiscitaria. Pero no es admisible que quienes así lo han decidido y divulgado se empeñen luego en deformar las elementales normas de conducta en una situación de este tipo. La mayoría parlamentaria, como ha venido sucediendo en Cataluña y en España desde el inicio de la transición, establece una desviación indeseable entre el voto popular y la representación institucional. Y no en poca medida, porque la formación de mayorías de gobierno nacionalistas e incluso la posibilidad de que ERC haya escogido pareja de baile –la llave, la maldita llave que Carod Rovira exhibió con jactancia y desprecio a la suma de los votos de los ciudadanos reales- se ha basado en la sobrerrepresentación de territorios en los que –vaya casualidad- la izquierda no independentista es minoritaria. Mejor dicho: en los que la izquierda es minoritaria.
En cuanto las encuestas –o la simple atención a las variaciones de la presión atmosférica- han señalado que el independentismo está en minoría, los asistentes a las infatigables reuniones en el Palau de la Generalitat han empezado a hablar de “mayoría parlamentaria”.  Ahora es cuando se puede oponer a su sentido de la democracia la calidad de la democracia misma. Ahora es cuando debemos objetar a su estrategia institucional la voluntad de los ciudadanos. Una voluntad que no es la de un sector del pueblo llenando las calles con sus legítimas reivindicaciones, sino esa decisión que sale del ejercicio del derecho al voto: individual, secreto, igual y libre.

¿De verdad hemos tenido un debate sobre la soberanía en la Cataluña movilizada por la crisis? Ni hemos hablado de lo que es el margen de gobierno real sobre las cuestiones que más nos afectan, ni hemos puesto en duda la organización de un sistema que entrega nuestras herramientas de política monetaria a la Unión Europea, ni hemos considerado en qué consiste la independencia de una nación en una organización internacional que el independentismo mayoritario ni siquiera comenta


Pero ¿de verdad nos extraña tanto que el “derecho a decidir” sea despedido por quienes se atestaron la boca con la reprimendas a quienes ponían en duda el derecho a votar, a quienes, de forma inexplicable, estaban en contra de que los ciudadanos se expresaran? ¿De verdad nos sorprende esa elección del resultado parlamentario, en detrimento del número de votos, por quienes urdieron una pregunta tan escandalosa como la que pretendían averiguar la voluntad de los ciudadanos de Cataluña el pasado 9 de noviembre? Esto es, simplemente, el resultado de la desquiciada manera de organizar un debate que el nacionalismo ha ido tejiendo desde la desatinada intervención del PP, por tierra, mar y aire, contra la reforma del Estatuto, hasta llegar a la sentencia del 2010. Y, en especial, lo que se ha ido produciendo desde el 2012: porque en las primeras elecciones tras la sentencia, el resultado del independentismo fue más que discreto, como parece haberse olvidado a la hora de fijar la cronología de los hechos.
Tiene que ver todo esto con lo que antes señalaba. La forma en que se ha ido utilizando un repertorio de palabras a las que, como dicen los lingüistas, les ha estallado el núcleo semántico: es decir, que han sufrido la pérdida de significado por ser sometidas a pruebas de stress en las que se les exigía que significaran demasiadas cosas, dependiendo de las necesidades de quien manda. ¿Estado propio? Debería haberse empezado por señalar que la Generalitat y el partido que la ha gobernado durante casi todos los años del régimen autonómico es Estado. No Estado de los demás, no Estado ajeno ni, mucho menos, delegación de un Estado en Cataluña. Es la estructura de Estado de la que se han dotado los ciudadanos de este país, y que aceptaron con embeleso, entusiasmo y ganancia representativa quienes la han ocupado casi siempre desde 1980.  ¿Soberanía? ¿De verdad hemos tenido un debate sobre la soberanía en la Cataluña movilizada por la crisis? Ni hemos hablado de lo que es el margen de gobierno real sobre las cuestiones que más nos afectan, ni hemos puesto en duda la organización de un sistema que entrega nuestras herramientas de política monetaria a la Unión Europea, ni hemos considerado en qué consiste la independencia de una nación en una organización internacional que el independentismo mayoritario ni siquiera comenta. ¿Democracia? Nada que tenga que ver con el incremento de su calidad nos ha sido dado en este conflicto, que empezó presentándose como negociación áspera entre dos espacios institucionales, dos ámbitos de poder, en la tradición camboniana y pujolista más acendrada. El debate sobre la democracia debería haber planteado cómo se organiza una sociedad plural, con antagonismos sociales, con modelos económico distintos y legítimos en la arena del enfrenamiento intelectual. El debate sobre la democracia habría debido referirse a esos temas sin los que la democracia es simple mecanismo de representación, y no garantía y ejercicio permanente de derechos políticos y sociales. ¿Hemos hablado de esa pluralidad, de ese conflicto indispensable para calificar la democracia, o se ha preferido unir a las masas, movilizarlas en torno a consignas simplificadas y convertir la independencia en un mito que expulsa cualquier factor que pueda reducir su potencia de convocatoria?  Porque aquí ha llegado a decirse que “no hay que hablar de recortes sociales, porque eso nos divide”, mostrando la cara más atroz de la función social del nacionalismo populista. Es decir, aquel rostro del que emana la sentencia de las peores pesadillas políticas del siglo XX: “la realidad nos separa, los espacios simbólicos nos unen.” Crear la cohesión sobre algo distinto a la realidad, preferir el ámbito de la deformación simbólica al espacio de la complejidad real, es algo propio de una cultura que nada tiene que ver con la democracia, sino precisamente con ponerle obstáculos a lo que podía haber sido su verdadero proceso constituyente. Para eso debía haber servido la crisis, por lo menor: para despertar a un país dormido en la pasada y farsante opulencia y ponerlo ante una realidad hostil, que precisa de toda la inteligencia, de toda la honestidad de análisis y de toda la conciencia de los intereses en conflicto que se mueven en nuestra sociedad, para escoger el camino de salida de la crisis que mejor atienda a las necesidades de la mayoría.

Sí, de eso se trataba, en estos años de pavoroso sufrimiento social en el que algunos, muchos, orientados por un liderazgo estatal que pretende no serlo, acompañados de liderazgos que no han pasado por prueba electoral alguna, fortificados por una información convertida en dolosa y sectaria propaganda, han preferido hablar del “pueblo” para esconder a los ciudadanos. Y para esconder, que les quede bien claro a esa izquierda que ha jugado incomprensiblemente en el bando de sus adversarios de siempre, a la clase trabajadora.  Los que han preferido la fuerza de una falsa reconciliación estética al rigor de un ágora política en la que la cohesión se adquiere recordando discrepancias y antagonismos fundamentales.  ¿Habría de extrañarnos que se hable de mayoría parlamentaria, incluso cuando eso implique que se quiere tomar decisiones en minoría ciudadana?

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