jueves, 22 de enero de 2015

Algunas buenas mujeres. Concha Caballero, in memoriam (por Ferran Gallego)

Su falta deshabita nuestro espacio de la izquierda federal, en mayor medida, quizá, porque la protagoniza alguien que, en tierras andaluzas, no dejó nunca de presentar batalla por principios del socialismo, del republicanismo español, de la atención a una cultura propia que debía alcanzar su comprensión adecuada insertándola en el conjunto de la cultura española


“Nunca pensé que el dolor fuera tan parecido al miedo”.  Con estas palabras iniciaba C.S. Lewis su crónica de una aflicción inmensa, Una pena en observación. La mujer que había irrumpido en su solitaria vida de profesor algo extravagante, seguro de sí mismo, inclinado a pontificar sobre asuntos de fe y de esperanza religiosas, había fallecido sin que ninguno de los recursos que él había propuesto a los demás para afrontar una desgracia pudieran consolarle. Sin embargo, la sensación de pérdida se acompañaba, ahora, de la presencia de un recuerdo que le permitía vivir sintiendo que era una persona mejor, más completa, más generosa, más dispuesta a comprender la compleja trama emocional de la existencia. 



La inesperada muerte de Concha Caballero, la espantosa muerte de Concha Caballero,  me ha sumido en un dolor muy parecido al miedo. Ha sumido a miles de ciudadanos y ciudadanas de izquierda en el estupor ante lo que sabemos que ocurrirá algún día, pero que no creemos nunca merecer para algunas personas. Para algunas mujeres buenas. Su falta deshabita nuestro espacio de la izquierda federal, en mayor medida, quizá, porque la protagoniza alguien que, en tierras andaluzas, no dejó nunca de presentar batalla por principios del socialismo, del republicanismo español, de la atención a una cultura propia que debía alcanzar su comprensión adecuada insertándola en el conjunto de la cultura española. Y de un proyecto de relación entre los hombres y mujeres de España que desdeñaba el centralismo y las opciones de separación, en especial cuando tales opciones estaban lideradas por actitudes conservadoras, refugiadas en un súbito patriotismo defensor de un pueblo al que no han dejado de explotar, ni en el comienzo de la transición, ni en los albores de la quiebra del régimen que pretenden encarnar tras haberlo monopolizado.
A Concha Caballero la conocí en debates ásperos, a los que daba la perspectiva de una amable inteligencia con quienes compartían su proyecto y discrepaban en algunos temas, y a los que daba una poderosa energía, cuando se enfrentaba con quienes consideraba responsables de la miseria de la gente. Había aprendido la dureza de la historia de España en la propia carne familiar. Algo que yo entiendo perfectamente porque también nací (perdonadme) en la época que para Gil de Biedma fue la de la pérgola y el tenis, y para nosotros, para Concha y para mí, fue el tiempo de ajustar cuentas con nuestros padres.  Para los dos, la toma de conciencia de un abismo moral español se realizó sin necesidad de salir de casa, pero solo pudo afirmarse como esperanza cuando abandonamos un hogar intoxicado por el odio para encontrar los espacios donde alentaba algo muy distinto a la revancha: el sueño de una España republicana, democrática, federal y socialista. No era solo una propuesta para adquirir el papel de los nuevos vencedores, sino un horizonte hacia donde pudiera mirar la reconciliación de las clases populares, y donde pudieran perfilarse sus verdaderos adversarios.

En estos tiempos en que tan fácil resulta hacerse un hueco exhibiendo palabras gruesas, haciendo ondear banderas y reclamando para cada uno una parcela propia en el paisaje flaco y entusiasta del mesianismo, Concha no dejó de ir anotando sus comentarios perspicaces, su lucidez sabiamente expuesta, sencillamente expresada, diciendo las cosas por su nombre


Recuerdo a Concha siempre a punto de emprender una sonrisa, y se la adivinabas cuando hablabas con ella sin verla. No consigo recordarla de otro modo. Se asomaba a la existencia como si la ternura fuera una disciplina a la que hubiera ajustado su conducta, negándole la crispación y la flaqueza al mismo tiempo. No dejó nunca de tener esa perspectiva de mujer atenta a la sensibilidad de los demás, a la munición emocional con la que cargamos nuestras percepciones. Lejos de restarle lucidez, eso le permitía alcanzar una visión más completa de la condición humana, porque no puede construirse nada si no es desde una bondad nada ingenua y desde la atención a los hombres y mujeres como seres que no pueden identificarse con los esquemas ateridos de una sociología desalmada.  
El sufrimiento social, aquel que era resultado de la voluntad de los miserables y que podía resolverse agrupando a la buena gente en un proyecto revolucionario, le provocaba una amargura irrenunciable. Vivir con la conciencia a punto no es nada fácil  ni es un camino de rosas. La ejemplaridad no es bien recibida por quienes escandalizan el sentido de la decencia. Concha no buscaba en esta vida la diversión mezquina, sino la alegría generosa, que exige prestar atención constantemente al orden moral del mundo. No era amiga de consignas simplificadoras, sino experta en análisis complejos, muy mal dotados para el conformismo. En estos tiempos en que tan fácil resulta hacerse un hueco exhibiendo palabras gruesas, haciendo ondear banderas y reclamando para cada uno una parcela propia en el paisaje flaco y entusiasta del mesianismo, Concha no dejó de ir anotando sus comentarios perspicaces, su lucidez sabiamente expuesta, sencillamente expresada, diciendo las cosas por su nombre, y sin nombrarlo todo con las evasivas retóricas y la palabrería hacinada en el lenguaje de los presuntos rebeldes de nuestra crisis.
Yo era (soy) mucho más escéptico que ella, al contemplar cómo se movilizan, solo ahora, aquellas personas que nunca nos hicieron el menor caso cuando hablábamos de los riesgos del euro, del aquelarre de la construcción europea, de la degradación de la izquierda, de la capacidad del sistema para corromper todo aquello que se le pone a tiro. A mí me ha entrado una reprobable melancolía al ver el modo en que quienes organizan la lucha contra la obscenidad política y social de nuestro tiempo olvidan tradiciones de lucha sin las que ni ellos mismos podrían haber aprendido a comprender lo que sucede. A Concha, en cambio, solo le llegó la carga de la ilusión de estos movimientos. Y se asomaba a ellos, como lo escribió en una ocasión, como la enamorada que contempla el paso airoso y excitante de quien le ha robado el corazón. Mirándolo no lejos, sino desde la propia edad, desde una experiencia, con una esperanzada complicidad y dejando paso y protagonismo a quienes devolvían el color al rostro lívido de una tierra devastada.  

Para los republicanos, para los federalistas, para los de izquierdas, Concha Caballero es una compañera a la que hay que empezar a echar de menos activamente, sin que la pérdida nos paralice, sin que la soledad nos pueda


En Concha Caballero habitaba el equilibrio entre ese respeto a tradiciones políticas indispensables y la apertura de miras hacia lo que solo es nuevo en parte que a mí me cuesta tanto llevar a mi conducta.  Será que a mí me la experiencia me pesa, y a ella la experiencia le permitió volar, porque nunca la tuvo como un anclaje de seguridad, sino como un punto de apoyo para poder levantar su mirada. Intentaré aprender de ello. Ahora, con más empeño, porque no puedo comentarlo ni siquiera en los breves diálogos sobre paisajes, literatura, circunstancias sociales o proyectos que podíamos trenzar,  o cuando esperaba que sus colaboraciones periodísticas me dijeran algo distinto siempre, y siempre algo interesante. 
Nunca pensé que el dolor fuera tan parecido al miedo.  Me asusta nuestra condición humana, que tan fácilmente reduce una vida intensa, combativa, alegre y bondadosa a la ceniza. Temo esa reiteración de ausencias que va cercando nuestro lugar en la tierra, porque no es verdad que el recuerdo nos consuele ni que el ejemplo nos sostenga la tristeza hasta disolverla. A mi mundo, al mundo de los que llevamos mucho tiempo luchando por la emancipación de las personas, se le ha arrancado algo cuya falta no solo nos duele, sino que también nos empobrece.  Aquí vemos a algunas mujeres oportunistas, vivarachas, deslenguadas, petulantes y que quieren hacer pasar su falta de escrúpulos por apego a la tierra, respeto al orden constituido o sometimiento a una sociedad que ha demostrado sobradamente su incompetencia.  Y Concha nos ha dejado sin su prudencia, su respeto por cualquier ser humano, su sensibilidad ante el dolor social, su resuelta convicción de que teníamos que acabar con esto, porque era necesario y porque era posible. Para los republicanos, para los federalistas, para los de izquierdas, Concha Caballero es una compañera a la que hay que empezar a echar de menos activamente, sin que la pérdida nos paralice, sin que la soledad nos pueda.  Para recordarla como se imaginó a sí mismo uno de sus poetas favoritos de Sevilla, Luis Cernuda, cuando dijo que “cuando la muerte quiera/una verdad quitar de entre mis manos,/ las hallará vacías, como siempre/ardientes de deseo,/ tendidas hacia el aire.”