sábado, 1 de octubre de 2016

Las naciones, entes o entelequias. Hacia un Estado transubjetivo (por Alberto Marco)

En la actualidad, la política territorial en España está prisionera  de un paradigma –hegemónico hasta el siglo XX– que ya no es capaz de resolver los retos de la gobernanza del Estado en el contexto de la Unión Europea y de la mundialización irreversible. Obviamente este paradigma es la nación y su correlato populista de la soberanía nacional. En los comienzos del Siglo XXI, toda soberanía es ya soberanía compartida y colaborativa y, por supuesto, supraestatal; o sea, de fundamento óptimamente federalizante


Del libro “Las naciones, entes o entelequias (hacia un Estado transubjetivo)” (Editorial Montesinos, 2016)


La concepción general del libro se sustenta en una premisa principal: en un Estado democrático moderno, el fundamento del vínculo común de la ciudadanía constituyente nunca puede ser ni trascendente ni preexistente a la propia sociedad actual –históricamente vigente– que se instituye como Estado de Derecho. Asume esta premisa que todo orden jurídico-político origen de un contrato social entre el Estado y la ciudadanía individual (Ej.: Constitución de 1978) no se basa en argumentos categóricos de carácter esencialista, antecedentes y preeminentes a la propia sociedad vigente en un periodo histórico dado; ya sean discursos nacionalistas vindicadores de presuntos derechos históricos, doctrinas religiosas, ideologías populistas utópicas, propuestas de fundamentación social iusnaturalistas, historicistas o étnico-culturales. Todo lo contrario, el fundamento del contrato social ilustrado, origen de la modernidad democrática actual, se sustenta exclusivamente en los conceptos de “civilidad” y “ciudadanía”, a los que es consubstancial el acervo de los derechos humanos fundamentales; independientemente de las preferencias nacionales, religiosas, ideológicas o culturales individuales.

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Frente al paradigma del Estado-nación –ya periclitado–, se argumenta y se promueve en este libro la disociación conceptual de estas dos entidades filosófico-políticas, históricamente relacionadas, pero no equiparables en la época actual de mundialización. Una nación, su realidad sociológica, es siempre una entidad intersubjetiva subsumida en el Estado; y ello, precisamente en razón de su carácter identitario: una nación es una experiencia de comunión colectiva, una experiencia ritualizada de exaltación comunitaria plena de simbologías, celebraciones, conmemoraciones, efemérides, héroes y próceres de la patria; todo ello dirigido por una elite o aristocracia nacional que se arroga la misión de regir el acontecer social y político de la nación de acuerdo con unos presuntos designios históricos nacionales; un destino providencial ineluctable protagonizado en el transcurso de la historia por el Pueblo en el que –literalmente– se encarnan la identidad y el espíritu colectivo nacionales. Es, por tanto, una entelequia.

Identitario implica además que una nación deriva de una experiencia individual intensamente emotiva que se manifiesta como “sentimiento de pertenencia” a la comunidad nacional. Por esa razón, la adscripción individual al ideario de una nación es resultado de una elección subjetiva estrictamente personal y, coherentemente, tal sentimiento de pertenencia comunitaria e identificación a un colectivo nacional no puede ni debe predicarse en absoluto de quien libremente no desea adscribirse a dicha comunidad. Como afirma Félix Ovejero, una persona que no “siente” su pertenencia a una nación, por definición, no pertenece a ella ¿Y pierde entonces la condición de ciudadanía? En absoluto, porque la condición legal y administrativa de ciudadanía nada tiene que ver con el atributo de nacionalidad, el cual sólo debería ser considerado contingente y circunstancial –por electivo– a efectos jurídico-políticos.

Así pues, una nación siempre está sociológicamente subsumida en el Estado pero no es Estado en sí misma, ya que la pertenencia a una comunidad nacional es una prerrogativa volitiva individual que sólo se hace efectiva mediante el ejercicio del derecho básico de la libertad de elección, pero no tiene carácter jurídico-administrativo o político intrínseco. Congruentemente, si la adscripción a un colectivo nacional tiene un carácter personal y opcional, la “pertenencia” a una nación, en cuanto prerrogativa individual, ni es susceptible de represión (a quien lo desea) ni de imposición (a quien no lo desea).

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Las personas, en razón del psiquismo humano, se identifican con aquello que constituye el fundamento de sus querencias y sus creencias y, por tanto, con todo aquello a lo que aspiran y anhelan. Y esa identificación deviene indefectiblemente en fundamento de su carácter social, no en cuanto atributo contingente de su carácter, sino como rasgo esencial de su personalidad social. Como muy lucidamente estableciera Erich Fromm, la religiosidad natural –anhelo de trascendencia– consubstancial al modo de ser humano tiende a definir siempre un “objeto de devoción” sobre el que proyectar su anhelo de felicidad utópica, y ese objeto de devoción modula y modela su carácter, “porque somos aquello a lo que nos consagramos, y a lo que nos consagramos motiva nuestra conducta”. De manera que una vez instaurado un objeto de devoción colectiva, consecuentemente, las personas “deseen hacer lo que deben hacer” según lo establecido por el código de devoción comunitario. Nótese que este objeto de devoción, si logra transubstanciarse en “nación” como resultado de un discurso social y cultural hegemónico, devendrá entonces espontáneamente en experiencia identitaria nacionalista pseudoreligiosacolectiva. Reflexiones todas ellas también coincidentes con el pensamiento humanista de Carlos Marx cuando asevera que "no es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, es el ser social lo que determina su conciencia" (Contribución a la crítica de la economía política. Prólogo).

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Civilidad, civismo, ciudadanía, cívico no significan lo mismo que nacionalidad, nacionalismo, nación o nacional; ni tan siquiera equivalen a Pueblo, patria o patriotismo. A diferencia de los primeros, que aluden a un sujeto político de derecho individual, una patria o una nación siempre requieren de una elite social que la defina y la regule; que la usufructúe a mayor gloria de sus intereses estamentales. Y esas élites son invariablemente aristocracias nacionales creadoras de un discurso colectivo cultural e histórico mitificado que se autoarroga la detentación del poder –si hegemónico, mejor– y la soberanía política; todo ello en nombre de la nación.

Frente a toda esta mistificación se argumenta en este libro que la soberanía es y sólo puede ser –éticamente– individual. La soberanía es atributo individual y no colectivo porque es connatural e inherente a la dignidad humana primordial, razón por la cual se instituye como atributo ínsito de la ciudadanía. De acuerdo con ello, la soberanía no puede ni debe ser atribuida en ningún caso a una entidad intersubjetiva conceptuada como “nación”, ni tampoco a un territorio definido categóricamente como “nacional”. Porque el carácter de la entidad histórico-cultural que se denomina “nación” es, por su propia naturaleza, preexistente y subsistente al Estado vigente con el que se pretende identificar;  o sea, de carácter pre-político y pre-constitucional. Y, también, aunque pueda sorprender en primera instancia, a-histórico, porque su esencia es por definición –y devoción– intemporal, y aun inmutable e incuestionable en tanto discurso o metarrelato intersubjetivo colectivo mitificado y utópico.

La entidad real que gestiona la soberanía constituyente y ejerce legítimamente la actividad política es el Estado, siendo este último, por definición y por precaución, contingente, mutable y estrictamente temporal, puesto que tiene una fecha fundacional concreta e inequívoca (en el caso de España la Constitución de 1978). Y tampoco le es extraña a un Estado la posibilidad de su potencial caducidad o acabamiento si la ciudadanía soberana instituye un nuevo periodo constituyente que substituya y suceda al anterior (Ej.: la República francesa). Pero se argumenta reiteradamente en este libro que una nación, cualquiera de ellas: española, catalana, vasca, gallega… no debería tener en puridad entidad jurídico-política legitimada constitucionalmente; ni tampoco ser sujeto de soberanía, porque la soberanía política es inherente al consenso de la ciudadanía constituyente del Estado democrático en cada periodo histórico, pero ni deriva ni es inmanente a una nación, en tanto que entidad pre-existente y trascendente al propio Estado democráticamente constituido. Una nación sólo es inteligible como concepción sociocultural e histórica, pero en absoluto como entidad equivalente o equiparable a un Estado democrático constitucional.  

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¿Cuál es el verdadero demos, la “nación” o la “ciudadanía”?

La significación del paradigma “nación” sólo es inteligible políticamente si se acepta su equiparación conceptual al Estado; ese y no otro es el desiderátum de toda ideología nacionalista; ese es el problema esencial de lo que se denomina el debate territorial en España actualmente. Pero este hecho, sociológicamente incuestionable, en absoluto avala la equivalencia entre los conceptos “nación” y “ciudadanía”; paradigmas ambos pertenecientes a diferente categoría formal y conceptual: libremente opcional la primera; de iure la segunda. Vinculada por un sentimiento emocional de pertenencia a un colectivo identitario la primera; objeto de acatamiento legal constitucional y democrático la segunda. De carácter histórico-cultural sociológico la primera; inapelablemente jurídico-política la segunda. Socialmente intersubjetiva la primera; políticamente transubjetiva la segunda.

Todo esto implica que, por su propia naturaleza, el refrendo social de una nación no aporta necesariamente legitimidad ni soberanía política a una ideología nacionalista, simplemente constata el refrendo sociológico del ideario nacional en cuestión, porque la existencia de cualquier nación es tan real como relativa; explicitada precisamente por el correspondiente refrendo social que suscita. Las naciones existen y tiene una realidad inequívoca porque existentes, reales y soberanas son las personas que se identifican con ellas. Pero carece de sentido el planteamiento de un referéndum sobre presupuestos teóricos que justifiquen y legitimen la equiparación jurídico-política de los paradigmas “nación” y “Estado”: son realidades intercurrentes pero diferentes. Ahora bien, desde instancias de un Estado democrático y de acuerdo con la legislación constitucional que la avale, siempre es posible plantear un referéndum de autodeterminación-independencia, como lo demuestran los ejemplos de Escocia y Quebec. Pero vindicar y exigir un referéndum de independencia justificándolo mediante la premisa de que “una nación –por el mero hecho de serlo– tiene derecho a decidir” (Ej.: DUI), no es ni éticamente procedente, ni legal jurídicamente, ni legítimo políticamente.



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