miércoles, 17 de octubre de 2018

Cuando despertó, la solución federal estaba allí (por Francisco Morente Valero)

El problema de los independentistas es que se han quedado sin relato más allá de la denuncia de “la represión”. Y, lo que es peor, sin plan. Atenazados por el temor a ser tildados de traidores, los dirigentes más lúcidos no se atreven a decir a los suyos que el emperador va desnudo




El “otoño caliente” que muchos observadores políticos anunciaban coincidiendo con el ciclo previsto de conmemoraciones de los sucesos de septiembre y octubre de ahora hace un año está resultando más fresco de lo previsto.
Ya resultó significativo que los independentistas pasasen de puntillas por lo acaecido en el Parlament los días 6, 7 y 8 de septiembre de 2017. En aquel momento, la aprobación de las leyes de referéndum y de transitoriedad política fueron festejadas a lo grande por los diputados de la mayoría, con profusión de abrazos, caras iluminadas por las sonrisas y enérgico canto de Els Segadors. ¿Por qué será que un año después tanto entusiasmo y alegría no mereció ni una nota al pie en las agendas de los dirigentes secesionistas? 
El punto culminante de las conmemoraciones que debían impulsar la agitación otoñal se centraba en torno a los días 1 y 3 de octubre. Pero ahí las cosas se torcieron, el president Torra mostró una y otra vez su torpeza, y el independentismo entró en una inacable sucesión de despropósitos: la burda instrumentalización política de los mossos por parte del Govern, el intento de asalto al Parlament por parte de los jóvenes animados por Torra a apretar, la descarada manipulación de la cámara legislativa catalana por parte de los dos grupos que sustentan al gobierno y, finalmente, la escenificación pública de la división independentista y su pérdida momentánea de la mayoría parlamentaria. 
El problema de los independentistas es que se han quedado sin relato (más allá de la denuncia de “la represión”) y, lo que es peor, sin plan. No es algo nuevo; en realidad, hace todo un año que están así. Exactamente, desde que Puigdemont se largó a Bélgica sin avisar a la mayor parte de los consejeros de su gobierno, sin arriar la bandera española del Palau de la Generalitat  y sin dejar instrucción alguna sobre lo que hacer después de la fúnebre (no había más que ver las caras de sus protagonistas) declaración del 27 de octubre. Lo que vino a continuación -constatación de que ni había estructuras de estado preparadas ni se las esperaba, total ausencia de reconocimiento internacional de la fantasmal República catalana, fuga de empresas y nula resistencia institucional y popular a la aplicación del artículo 155- certificó para quien no tuviera una venda en los ojos el fracaso de la vía unilateral y exprés a la independencia. Y el monumental engaño con el que esta se había vendido a los votantes independentistas.
Atenazados por el temor a ser tildados de traidores, los dirigentes más lúcidos del independentismo no se atreven a decir a los suyos que el emperador va desnudo. Es más, no se atreven a asumir la verdadera lección de todo lo que ha ocurrido. Si la independencia no se pudo materializar fue, evidentemente, por la (más que esperable) respuesta del Estado, pero sobre todo porque la mayoría de la sociedad catalana, contrariamente a lo que la propaganda independentista pregona noche y día, no estaba ni está por esa salida al conflicto político que tenemos planteado.
La descarnada verdad es que, cada vez que se ha podido votar en condiciones democráticamente homologables, la opción independentista ha evidenciado su falta de mayoría social, pese a que gracias al sistema electoral haya podido conseguir mayorías parlamentarias. Nada sorprendente cuando en todas las encuestas, si la pregunta no plantea un dilema en blanco o negro (independencia o no), sino que permite apreciar la pluralidad de opciones existente, lo que gana con claridad es el deseo de más autogobierno en el marco del Estado español. 
No será fácil salir del punto en el que se encuentra el conflicto político que vive internamente la sociedad catalana y que envenena las relaciones entre las instituciones catalanas y las del Estado. Pero no hace falta devanarse demasiado los sesos para llegar a la conclusión de que tarde o temprano, y siempre que todos los actores se mantengan en las reglas del juego democrático y no violento, habrá que llegar a un acuerdo sobre mejora del autogobierno en un marco de lealtad institucional y confianza mutua. Llegados a ese punto, la solución federal estará ahí para salir del agujero. La reciente reunión en L’Hospitalet de Llobregat de federalistas de toda España muestra que, contra lo que quiere el independentismo, esa es una opción viva y creciente también fuera de Cataluña. Tarde o temprano habrá que recurrir a ella. Y cuanto antes, mejor.

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