miércoles, 1 de mayo de 2019

El círculo en la arena (Gonçal Berastegui Canosa)

Hace dos milenios, el mundo helenístico, cúspide de la cultura y la diversidad de la Antigüedad, sucumbió lentamente ante tres potencias emergentes, debilitado por su división interna. La Europa libre y democrática se enfrenta hoy a un reto estratégico parecido



          Cayo Popilio Laenas murió hace más de dos mil años, pero su talento para la diplomacia de alta tensión sería admirado hoy por John Bolton o Mike Pompeo. Su nombre quedó para la Historia como enviado en calidad de árbitro, en nombre del Senado de la República Romana, al conflicto entre dos estados tan ricos en lo cultural como decadentes en lo político. Llamados a desaparecer al poco, en el año 169 a.C. el Impero Seléucida y el Egipto ptolemaico se hallaban de nuevo en guerra, dificultando el flujo de grano y lino desde Egipto hacia la ciudad eterna.

          A las puertas de Alejandría, el cónsul Laenas insistió al monarca seléucida Antíoco IV, recordado hoy por su papel en la Revuelta de los Macabeos, para que se retirara de sus recientes conquistas. Ansioso por imitar la gloria de Alejandro, se estaba convirtiendo en un estorbo para la emergente potencia itálica. Antíoco pidió al cónsul unas horas para reflexionar. Insatisfecho, Laenas tomó un bastón y dibujó un círculo en la arena a los pies del monarca helénico. Ante su asombro, le instó a no salir del mismo sin dar antes una respuesta al Senado. Cuenta Tácito que, humillado, Antíoco claudicó. Podría decirse que, esa noche, el destino político del mundo helenístico quedó sellado.

          Si la Atenas del siglo V a.C. fue la cuna del pensamiento occidental moderno en la filosofía, la política o la estética, fue Alejandro Magno quien posibilitó el intercambio cultural más fascinante hasta la fecha, desde el Mediterráneo hasta el Kashmir. El mundo helenístico que él y sus sucesores conformaron fue, además, un momento dulce para la diversidad, entendida como riqueza y no como amenaza al purismo identitario. Fueron los siglos del sincretismo político, religioso, artístico o filosófico, con la aparición de deidades tremendamente exitosas como Serapis o Mithras, que fueron formidables rivales para el cristianismo, así como de las primeras representaciones antropomorfas de Buda, seguramente de las manos de escultores indogriegos. Fue el albor de la primera sociedad del conocimiento, centrada en el Museion de Alejandría y su legendaria biblioteca, con auténticos prodigios de la ciencia y la ingeniería como Euclides o Hierón, quien propuso la primera máquina térmica de vapor y estuvo con ello bien cerca de iniciar la revolución industrial mil setecientos años antes que Thomas Newcomen y James Watt.

          Si el mundo helenístico llegó a su fin, no fue porque estuviera predestinado a ello. Existió una tendencia a la fragmentación y una inercia de decadencia, pero éstas fueron forjadas a base de decisiones puntuales que sus líderes, en fratricida competición a través de las generaciones, fueron incapaces de revertir. A estos gobernantes, estudiosos de Aristóteles y Platón, les faltó iniciativa, honestidad, altruismo y, sobre todo, altura de miras para leer el momento.

Los padres de la Unión Europea supieron leer el momento clave en la segunda postguerra mundial, aun con una Europa en ruinas falta de reconciliación y de alimento. Utilizaron la posición geoestratégica que les otorgaba la proximidad del telón de acero para poner los cimientos de una Europa más unida, más independiente. Se conjuraron así para desafiar así a la Historia y apresurarse a borrar ese círculo que las esferas soviética y norteamericana dibujaban a sus pies.

          El caramelo europeo, sin embargo, vuelve a llamar la atención como una presa cada vez más atractiva. Existen potencias, emergentes y veteranas, que avanzan a toda máquina hacia una colisión estratégica. Todas ellas cuentan con una masa crítica que Europa no puede hoy desplegar en el tablero internacional de forma creíble y coordinada del mismo modo que aquéllas. El Reino Unido, sumido en el trance de un Brexit que le distrae de sus otros muchos deberes pendientes, se plantea desplegar una red nacional de 5G de la mano de Huawei, pese a la advertencia de la CIA sobre el supuesto riesgo de intervención de esta capa de comunicaciones por parte del aparato de seguridad del estado chino, financiador de dicho gigante de la electrónica. Italia, en manos de un gobierno abiertamente euroescéptico, ya ha firmado el memorando para unirse a la nueva ruta de la seda de la mano del gigante asiático, con la promesa de financiación para infraestructuras de alta necesidad, pero con una letra pequeña más bien incierta. El norte de Europa sigue calentándose cada invierno con el gas que llega de la mano de Rusia, cuya otra mano comanda la fuerza de guerra cibernética más efectiva del mundo, a punto para intervenir en nuestros procesos democráticos. Y Estados Unidos tiene hoy un interés más difuminado como mínimo, si no abiertamente enfrentado, con respecto a la idea de una Unión Europea fuerte y verdaderamente autónoma en su acción exterior.

          Tres potencias emergieron alrededor del mundo helenístico – Roma, Cartago y el Imperio Parto de Persia. Tres potencias, también, se encuentran hoy blandiendo sus bastones sobre la arena a los pies de una Europa en riesgo de fragmentación ante el repliegue retrógrado del nacionalismo excluyente. Después del pasado domingo, España, demasiado alejada en la última década de los centros de decisión continentales, tiene una oportunidad única para volver a liderar un proyecto europeo necesitado de fraternidad en su interior y altura de miras en sus desafíos globales, y de hacerlo con el mensaje de frescura, ilusión y concordia que permita borrar el círculo que se comienza a esbozar a los pies de nuestro continente común.

No hay comentarios:

Publicar un comentario