Mariano Rajoy y Artur Mas coinciden en muchas cosas: el proyecto económico y social, la vacuidad de su mensaje o el gusto por vender espejismos como si fuesen realidades materiales incontestables, aunque, por ahora, solo a uno de ellos le compran el producto masas de ciudadanos
Con ocasión del
último «Debate sobre el estado de la nación» se estrenó en
el Congreso de los Diputados una estupenda película de aventuras marineras.
Temibles tormentas, un barco en peligro, un capitán con mano firme y un final
feliz tras doblar la nave, contra pronóstico, el peligrosísimo cabo de Hornos.
En lontananza, ya libres de toda amenaza, las acogedoras playas de los mares
del Sur.
Más allá de la increíble autocomplacencia del discurso del
presidente del gobierno, lo verdaderamente estremecedor del mismo fue la
insensibilidad que supone decretar el final de la crisis mientras se obvia el
sufrimiento pasado, presente y, por desgracia, futuro de tantos millones de
personas que no ven que el viento esté hinchando las velas tal y como el
capitán del barco pregona. Lo macro mejora, nos dice. Pero el sufrimiento
diario es micro. Y no tiene margen de espera. No lo tienen los amenazados de
deshaucio, ni los niños en riesgo de pobreza, ni quienes perdieron hace tiempo
su trabajo y con él la esperanza. No lo tienen la educación pública, que
amenaza con venirse abajo, o el asediado Sistema Nacional de Salud, en su
momento orgullo de un incipiente estado del bienestar arduamente ganado con una
lucha popular de décadas. No lo tienen los excluidos o quienes están a un paso
de serlo, independientemente de dónde vivan y de dónde vengan.
Tampoco va quedando tiempo para abordar la grave crisis política
e institucional que asuela el país. La falta de representatividad de las
instituciones, la desconfianza ante los partidos políticos, la certeza de una
corrupción rampante que no se persigue más que con declaraciones, la
irresponsable forma de abordar el problema territorial que tenemos planteado y
que va acumulando en la sentina los barriles de pólvora que pueden hacer que
todo salte por los aires.
Mariano Rajoy decreta el final de la crisis mientras obvia el sufrimiento pasado, presente y, por desgracia, futuro de tantos millones de personas que no ven que el viento esté hinchando las velas tal y como el capitán del barco pregona
Nada de todo ello pareció importarle al presidente. En esto,
como en el gusto por las imágenes náuticas, coincide con el president Mas. En realidad, coinciden en
otras muchas cosas: el proyecto económico y social, la vacuidad de su mensaje o
el gusto por vender espejismos como si fuesen realidades materiales
incontestables, aunque, por ahora, solo a uno de ellos le compran el producto masas
de ciudadanos que han llegado a la conclusión de que de perdidos, al río; o a
la mar océana, para estar a tono con la moda discursiva del momento.
La imagen tópica de Rajoy es la de un presidente tumbado a
la bartola, fumándose un buen puro y esperando que el tiempo le resuelva los
problemas. Por aquí, la cosa se disfraza del estajanovismo propio de los
catalanes, pero los hechos nos hablan de una sola ley aprobada en todo un año
de actividad parlamentaria, mientras se dedican todas las energías a plantear
preguntas imaginativas para consultas que sus impulsores saben que no se van a
celebrar. Claro que eso no es inocente porque permite sacar del foco de
atención lo que es verdaderamente sustancial: el paro, la pobreza, la creciente
desigualdad social y el deterioro imparable de los servicios públicos. De todo
lo cual, el culpable, ya se sabe, es Madrid.
La realidad, claro está, es otra. Mientras el Govern no deja
de lloriquear por el brutal expolio al que nos somete España, ejercita a fondo
sus competencias entregando cada día recursos públicos a los poderosos del país
en un proceso de liquidación de lo que es de todos al que nadie le ha obligado
y que aplica a rajatabla porque sarna con gusto no pica.
En Cataluña, Artur Mas ha conseguido sacar del foco de atención lo que es verdaderamente sustancial: el paro, la pobreza, la creciente desigualdad social y el deterioro imparable de los servicios públicos. De todo lo cual, el culpable, ya se sabe, es Madrid
Naturalmente, tanta coincidencia con el gobierno popular
resulta contraproducente para el proceso de transición nacional hacia nadie
sabe dónde. Como resulta incómoda para la sacrosanta unidad de España tanta
coincidencia de los populares con los separatistas catalanes. La imagen de ese
proyecto clónico en lo económico y social ha de ser contrarrestada, en Madrid y
en Barcelona, con insuperables diferencias en el modelo territorial. De modo
que de entenderse con el gobierno central para salir del agujero en el que nos
hemos metido, ni hablar. Negociar un nuevo marco de relaciones financieras,
culturales y políticas con la Generalitat, ni pensarlo. Mis líneas rojas, ni
tocarlas. La culpa, toda la culpa es del otro. La responsabilidad de resolver
el problema, también. Que se muevan ellos.
Así las cosas, el Hispania,
con su indolente capitán escuchando un cuarteto de cuerda mientras lee el Marca, avanza imparable hacia la zona de
icebergs sin que los avisos de los vigías sirvan para cambiar el rumbo. El
pasaje, desesesperado, cuenta los botes salvavidas y comprueba que no va a
haber para todos.
A su vez, el Catalonia surca orgulloso un mar lleno de arrecifes, de cuyo peligro advierten desde los faros europeos. En cubierta, mientras se dan la mano, muchos ignoran las advertencias, convencidos como están de que esto va a ser jauja. Otros, que han sido embarcados en el crucero sin quererlo, miran hacia el puente de mando esperando que la cordura reine entre los oficiales. Se les hiela el sudor cuando ven manejando el timón al mismísimo capitán Schettino.
A su vez, el Catalonia surca orgulloso un mar lleno de arrecifes, de cuyo peligro advierten desde los faros europeos. En cubierta, mientras se dan la mano, muchos ignoran las advertencias, convencidos como están de que esto va a ser jauja. Otros, que han sido embarcados en el crucero sin quererlo, miran hacia el puente de mando esperando que la cordura reine entre los oficiales. Se les hiela el sudor cuando ven manejando el timón al mismísimo capitán Schettino.
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