El nacionalismo es, a diferencia del federalismo, una manera religiosa de ver la existencia, porque –por mucho que se diga ahora- no se basa en la autodeterminación de los individuos, sino en la lealtad a una tradición originaria que establecerá la distinción entre conductas ortodoxas y actitudes heréticas y entre conductas impecables y actitudes inmorales
El estupor con que una buena parte de los ciudadanos hemos
escuchado estos días las últimas intervenciones del cardenal Rouco está
plenamente justificado. Más lo estaría, desde luego, entender lo que la simpática
pedagogía de nuestro refranero resuelve en una frase estupenda y solitaria: de
casta le viene al galgo. Y asumir lo que no debería sorprendernos, aunque sí
lastimarnos en ese lugar donde habitan las alarmas de nuestra decencia cívica.
Lo preocupante es que el mismo pozo de sabiduría popular viene a mostrarnos la
necesidad de no hacer demasiada leña del árbol caído, mientras nos invita a
adivinar dónde se encuentran piezas de tan escaso timbre democrático como las
palabras de Rouco, pero que no sólo no son denunciadas, sino que pasan a considerarse
muestras del compromiso del clero catalán con las exigencias de su pueblo, y
sentido de responsabilidad moral de quienes velan por nuestro espíritu y, al
parecer, también por nuestro cuerpo. Nada nuevo bajo el sol, para decirlo con
las no menos sabias palabras del Eclesiastés,
un texto que algunos clérigos habrían de leer con más frecuencia para saber que hay un tiempo para cada cosa,
y hay demasiada vanidad disfrazada de actitudes humildes. Nada nuevo, porque el
nacionalcatolicismo español siempre solicitó la presencia de la palabra de la
Iglesia en la justificación de sus actos como gobierno e incluso en la
legitimidad de sus orígenes como Estado.
El nacionalcatolicismo español siempre solicitó la presencia de la palabra de la Iglesia en la justificación de sus actos como gobierno e incluso en la legitimidad de sus orígenes como Estado
En una sociedad que pierde con veloz entusiasmo los recursos
de su calidad democrática, estamos ya acostumbrados a que lo dicho por un
obispo de Madrid en defensa de una determinada visión de España, debe
considerarse inaceptable. Pero se espera que la turbina independentista sea
inspirada por el aliento del clero nacional. Y es que hasta en eso se encuentra
un rasgo diferencial, que enfrenta el ceñudo talante de la Iglesia española con
la alegre revelación que parece adueñarse a diario de nuestra alegre muchachada
vaticana. Este país tiene una muy
deficiente relación con la importancia del hecho religioso en la formación de
nuestra cultura, y sobre un hecho así tendrá que reflexionar una izquierda que
no desee caminar en un satisfecho sonambulismo. La construcción de un Estado
laico no puede identificarse con la ignorancia de lo que el cristianismo ha
tenido que ver con nuestro proceso constituyente como civilización. Es un
debate pendiente que, como siempre pasa en estos casos, hace que entre por la
ventana lo que hemos creído despedir por la puerta de servicio.
Pero es que, en nuestro caso, el clericalismo nacionalista
ha entrado por la puerta principal. A mí no me extraña, porque mi trabajo me ha
llevado a estudiar episodios históricos en los que la sacralización de la política
no se ha hecho para elevar la conciencia cívica de las personas, sino para
sustituirla por una esperanzada angustia emocional, en la que la autenticidad
del sentimiento de pertenencia ordena, con su lógica de fe selectiva, lo que
debería ser organizado por un propósito laico de integración social. El
nacionalismo es, a diferencia del federalismo, una manera religiosa de ver la
existencia, porque –por mucho que se diga ahora- no se basa en la
autodeterminación de los individuos, sino en la lealtad a una tradición
originaria que establecerá la distinción entre conductas ortodoxas y actitudes
heréticas –si vamos a lo doctrinal- y entre conductas impecables y actitudes
inmorales –si consideramos cualquier forma de expresión en la vida cotidiana,
incluyendo la política-.
En los orígenes del catalanismo estuvo bien dibujada la diferencia entre el tradicionalismo regionalista y el republicanismo federal. No eran meros instrumentos, sino modos de organizar la sociedad y, en realidad, formas muy distintas de entender la vida
Por eso, en los orígenes del catalanismo, estuvo tan bien
dibujada la diferencia entre el tradicionalismo regionalista y el
republicanismo federal. No eran meros instrumentos, sino modos de organizar la
sociedad y, en realidad, formas muy distintas de entender la vida entera. Hoy
se trata de sintetizar aquel pasado y convertirlo en grotesco futuro, metiendo
en el mismo saco a quienes ya escandalizaron a algunos republicanos sensatos,
cuando vieron a Salmerón abrazado a los dirigentes del carlismo y del integrismo
en Solidaridad Catalana. Que cada cual encuentre las equivalencias actuales de
aquellos ingenuos restos del republicanismo unitario de la Primera República y
de quienes militaban en las huestes de Don Carlos o en la admiración por
Maurras. Parece que, de nuevo, el nacionalismo ha sido capaz de hallar un lugar
común donde se constituye lo que no merece más nombre que el que permite las
analogías más vergonzosas: el Frente Nacional. Esa es la antimateria ideológica
donde se reúnen quienes se reclaman herederos del PSUC, los desgraciados, con
ese aspecto de parientes pobres invitados a la fiesta del cuñado rico, y quienes invocan, con la desenvoltura
de quienes son los dueños de la casa desde hace más de treinta años, una genealogía atestada de explotación
social, de poder económico corrupto y de violencia armada contra los
trabajadores.
No me imagino a una monja benedictina convertida en referente político de un movimiento antisistema en Baviera, en Nápoles y ni siquiera en La Vendée
¿Cómo puede sorprendernos que, habiéndose capturado ya la
hegemonía por el nacionalismo, se
reclame la presencia de quienes mejor conocen sus recursos emocionales y disponen
de la denominación de origen de una Iglesia catalana bien purgada de pasados
incómodos, de besuqueos con el franquismo, de estancias pagadas en el Burgos de
la guerra civil y de largos monopolios ideológicos bajo el palio censor de
una dictadura? ¿Cómo puede extrañarnos
en un mundo escasamente razonable, que cuando ruge la marabunta anticlerical
ante Rouco, murmure el fervor obediente de una Cataluña cuya modernidad ha sido
desguazada? El fragor de los
campanarios en días de comunión nacional, la jovial beatería de quienes hablan
en nombre del pueblo desde sus conventos o desde sus despachos arzobispales, el
timbre de esas homilías que recuerdan a los fieles dónde se encuentra el modo
cristiano de ser patriota, resuenan en una sociedad capaz de entrar en el
futuro bajo el liderazgo de personajes pintorescos. Con todos los respetos por
la persona, no me imagino a una monja benedictina convertida en referente político
de un movimiento antisistema en Baviera, en Nápoles y ni siquiera en La Vendée.
Me la imagino, claro está, como síntoma de un género teatral que tan bien se
identificó con las condiciones políticas de los estertores de la Restauración.
Nuestro particular esperpento tiene sus propios protagonistas en la crisis de
la Transición política española y catalana. Y es normal que así sea, cuando
además de los religiosos profesionales, aquí todo el mundo adopta el gesto del
clérigo para reñirnos, para señalar el camino recto o pecaminoso, para
salvarnos o para condenarnos. Y para absolvernos, si decidimos dejar de
defender nuestras ideas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario