miércoles, 16 de abril de 2014

Rouco y sus hermanos (por Ferran Gallego)

El nacionalismo es, a diferencia del federalismo, una manera religiosa de ver la existencia, porque –por mucho que se diga ahora- no se basa en la autodeterminación de los individuos, sino en la lealtad a una tradición originaria que establecerá la distinción entre conductas ortodoxas y actitudes heréticas y entre conductas impecables y actitudes inmorales


El estupor con que una buena parte de los ciudadanos hemos escuchado estos días las últimas intervenciones del cardenal Rouco está plenamente justificado. Más lo estaría, desde luego, entender lo que la simpática pedagogía de nuestro refranero resuelve en una frase estupenda y solitaria: de casta le viene al galgo. Y asumir lo que no debería sorprendernos, aunque sí lastimarnos en ese lugar donde habitan las alarmas de nuestra decencia cívica. Lo preocupante es que el mismo pozo de sabiduría popular viene a mostrarnos la necesidad de no hacer demasiada leña del árbol caído, mientras nos invita a adivinar dónde se encuentran piezas de tan escaso timbre democrático como las palabras de Rouco, pero que no sólo no son denunciadas, sino que pasan a considerarse muestras del compromiso del clero catalán con las exigencias de su pueblo, y sentido de responsabilidad moral de quienes velan por nuestro espíritu y, al parecer, también por nuestro cuerpo. Nada nuevo bajo el sol, para decirlo con las no menos sabias palabras del Eclesiastés, un texto que algunos clérigos habrían de leer con más frecuencia para  saber que hay un tiempo para cada cosa, y hay demasiada vanidad disfrazada de actitudes humildes. Nada nuevo, porque el nacionalcatolicismo español siempre solicitó la presencia de la palabra de la Iglesia en la justificación de sus actos como gobierno e incluso en la legitimidad de sus orígenes como Estado.


El nacionalcatolicismo español siempre solicitó la presencia de la palabra de la Iglesia en la justificación de sus actos como gobierno e incluso en la legitimidad de sus orígenes como Estado


En una sociedad que pierde con veloz entusiasmo los recursos de su calidad democrática, estamos ya acostumbrados a que lo dicho por un obispo de Madrid en defensa de una determinada visión de España, debe considerarse inaceptable. Pero se espera que la turbina independentista sea inspirada por el aliento del clero nacional. Y es que hasta en eso se encuentra un rasgo diferencial, que enfrenta el ceñudo talante de la Iglesia española con la alegre revelación que parece adueñarse a diario de nuestra alegre muchachada vaticana.  Este país tiene una muy deficiente relación con la importancia del hecho religioso en la formación de nuestra cultura, y sobre un hecho así tendrá que reflexionar una izquierda que no desee caminar en un satisfecho sonambulismo. La construcción de un Estado laico no puede identificarse con la ignorancia de lo que el cristianismo ha tenido que ver con nuestro proceso constituyente como civilización. Es un debate pendiente que, como siempre pasa en estos casos, hace que entre por la ventana lo que hemos creído despedir por la puerta de servicio.
Pero es que, en nuestro caso, el clericalismo nacionalista ha entrado por la puerta principal. A mí no me extraña, porque mi trabajo me ha llevado a estudiar episodios históricos en los que la sacralización de la política no se ha hecho para elevar la conciencia cívica de las personas, sino para sustituirla por una esperanzada angustia emocional, en la que la autenticidad del sentimiento de pertenencia ordena, con su lógica de fe selectiva, lo que debería ser organizado por un propósito laico de integración social. El nacionalismo es, a diferencia del federalismo, una manera religiosa de ver la existencia, porque –por mucho que se diga ahora- no se basa en la autodeterminación de los individuos, sino en la lealtad a una tradición originaria que establecerá la distinción entre conductas ortodoxas y actitudes heréticas –si vamos a lo doctrinal- y entre conductas impecables y actitudes inmorales –si consideramos cualquier forma de expresión en la vida cotidiana, incluyendo la política-.

En los orígenes del catalanismo estuvo bien dibujada la diferencia entre el tradicionalismo regionalista y el republicanismo federal. No eran meros instrumentos, sino modos de organizar la sociedad y, en realidad, formas muy distintas de entender la vida


Por eso, en los orígenes del catalanismo, estuvo tan bien dibujada la diferencia entre el tradicionalismo regionalista y el republicanismo federal. No eran meros instrumentos, sino modos de organizar la sociedad y, en realidad, formas muy distintas de entender la vida entera. Hoy se trata de sintetizar aquel pasado y convertirlo en grotesco futuro, metiendo en el mismo saco a quienes ya escandalizaron a algunos republicanos sensatos, cuando vieron a Salmerón abrazado a los dirigentes del carlismo y del integrismo en Solidaridad Catalana. Que cada cual encuentre las equivalencias actuales de aquellos ingenuos restos del republicanismo unitario de la Primera República y de quienes militaban en las huestes de Don Carlos o en la admiración por Maurras. Parece que, de nuevo, el nacionalismo ha sido capaz de hallar un lugar común donde se constituye lo que no merece más nombre que el que permite las analogías más vergonzosas: el Frente Nacional. Esa es la antimateria ideológica donde se reúnen quienes se reclaman herederos del PSUC, los desgraciados, con ese aspecto de parientes pobres invitados a la fiesta del cuñado rico,  y quienes invocan, con la desenvoltura de quienes son los dueños de la casa desde hace más de treinta años,  una genealogía atestada de explotación social, de poder económico corrupto y de violencia armada contra los trabajadores.

No me imagino a una monja benedictina convertida en referente político de un movimiento antisistema en Baviera, en Nápoles y ni siquiera en La Vendée



¿Cómo puede sorprendernos que, habiéndose capturado ya la hegemonía por el nacionalismo,  se reclame la presencia de quienes mejor conocen sus recursos emocionales y disponen de la denominación de origen de una Iglesia catalana bien purgada de pasados incómodos, de besuqueos con el franquismo, de estancias pagadas en el Burgos de la guerra civil y de largos monopolios ideológicos bajo el palio censor de una  dictadura? ¿Cómo puede extrañarnos en un mundo escasamente razonable, que cuando ruge la marabunta anticlerical ante Rouco, murmure el fervor obediente de una Cataluña cuya modernidad ha sido desguazada?  El fragor de los campanarios en días de comunión nacional, la jovial beatería de quienes hablan en nombre del pueblo desde sus conventos o desde sus despachos arzobispales, el timbre de esas homilías que recuerdan a los fieles dónde se encuentra el modo cristiano de ser patriota, resuenan en una sociedad capaz de entrar en el futuro bajo el liderazgo de personajes pintorescos. Con todos los respetos por la persona, no me imagino a una monja benedictina convertida en referente político de un movimiento antisistema en Baviera, en Nápoles y ni siquiera en La Vendée. Me la imagino, claro está, como síntoma de un género teatral que tan bien se identificó con las condiciones políticas de los estertores de la Restauración. Nuestro particular esperpento tiene sus propios protagonistas en la crisis de la Transición política española y catalana. Y es normal que así sea, cuando además de los religiosos profesionales, aquí todo el mundo adopta el gesto del clérigo para reñirnos, para señalar el camino recto o pecaminoso, para salvarnos o para condenarnos. Y para absolvernos, si decidimos dejar de defender nuestras ideas.



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