Antes de llegar a todo esto existió una Assemblea de Catalunya en cuyas propuestas se hallaba la hegemonía de un partido, el PSUC, a cuya debilidad y práctico desmantelamiento cabe achacar buena parte de lo que nos sucede, empezando por la pérdida de una conciencia de clase que identifique a los verdaderos adversarios de quienes sufren esta crisis
"Aquí no se trata de convencer a nadie con argumentos, porque el discurso nacionalista no los necesita y, además, considera que dar explicaciones es ultrajante"
Cuando, como bien lo escribía Manuel Cruz, el máximodirigente de ERC empieza sus disertaciones con la palabra “evidentemente”, lo
que se expresa es más que una coletilla de emergencia para los incómodos
titubeos de una velada social. Lo que sigue a ese “evidentemente” no es una
opinión, lastrada por la fuerza evocativa del adverbio, sino un desvelamiento
de la auténtica realidad. Lo que se nos concede es la guía espiritual para
encontrar ese lugar tan obvio para todos menos para nosotros, los invidentes
ideológicos. Lo que se nos regala es el camino de perfección para alcanzar el
sentido común que nuestra extravagancia moral se niega a aceptar. Es como el “voilà”
en la carpa del mago de feria, aunque alzado al púlpito de los medios de
comunicación públicos y subvencionados de Catalunya. “Voilà!”, proclama Forcadell. “En verdad en verdad os digo”,
martillera Mas. “Evidentemente”, empieza Junqueras. Y la magia, el milagro o la revelación ocupan el escenario,
que los incrédulos mirábamos con nuestro perverso y reticente escepticismo.
Bienvenidos a la sociedad del espectáculo, que nunca ha sido
un espacio de diversión y alegría, sino el de la sustitución del debate político
por la exhibición estética. Aquí
no se trata de convencer a nadie con argumentos, porque el discurso
nacionalista no los necesita y, además, considera que dar explicaciones es
ultrajante. El discurso
nacionalista nunca busca convencer, sino delimitar. Jamás ha querido dar
razones, sino marcar diferencias. Sus planteamientos no pertenecen a un mundo
real en el que cualquier actitud debe ser racionalizada en una exposición de
motivos, sino a un universo simbólico en el que cualquier emoción debe disponer
de su emblema verbal. Podrán
discutirse estrategias entre los creyentes, podrá matizarse este o aquel asunto
entre quienes tienen fe. Pero ¿por qué habría de discutirse lo esencial? Y el
problema no es que estemos ante una personalidad tozuda y enfurruñada, que se empeña en no poner en duda las
motivaciones de su conducta. Estamos ante quienes empuñan la palabra para dar
voz a la nación entera. Lo que es lógico que les incomode es la existencia de
otras voces, que ponen en duda lo que para ellos es fundamento incuestionable de
toda discusión posterior.
El desacuerdo, en lo más profundo de lo que unos y otros entendemos por “lo político”,
provoca tanta perplejidad como desaliento entre quienes no pueden comprender
que la comunidad pueda hablar para negarse a sí misma. Esa voz discrepante
tiene el regusto de la blasfemia. Esas alternativas que se propugnan tienen el
aspecto de una profanación. Que nadie crea que nos encontramos ante una actitud
deshonesta o patológica, porque demasiadas personas lo ven honrada y
sensatamente de este modo. Evitemos criticar lo que ocurre como si fuera el
resultado de una cínica manipulación, aunque el cinismo y la instrumentalización
de las emociones se encuentren también en la conducta de quienes llevan muchos
años siendo elite dominante o de quienes llevan otros tanto queriendo llegar a
serlo. Lo que ocurre es mucho más grave, porque la deshonestidad de unos
cuantos puede remediarse en un proceso de regeneración nacional. Lo más difícil
es hacer frente a un desplazamiento masivo de la perspectiva, que ha acabado
por crear un escenario en el que el acuerdo resulta ya inviable, y en el que la
cohesión necesaria para hacer frente a los problemas de reconstrucción tras
esta crisis devastadora parece descartada.
"El nacionalismo concede a una parte de la opinión pública su función de portavoz de la nación, dejando a quienes no están de acuerdo con sus planteamientos en una lamentable situación de extranjería"
Lo que aquí se plantea, entendámoslo de una vez, no son
cuestiones referentes a una manera de
pensar, sino asuntos que pretenden manifestar una forma de ser. Esto nada tiene que ver con un debate sobre normas,
esto no es una disputa de intereses políticos, esto no pertenece al campo de
las negociaciones entre ciudadanos en conflicto. Esto se ha convertido en la
afirmación de lo que, simplemente, es.
Y lo que es en su totalidad unánime tiene que expresarse con una sola voz cuya
función es corroborar tal existencia. Ese es el cambio radical de perspectiva
que el nacionalismo inserta en la arena política para bloquear cualquier
argumentación que pueda secularizar y someter a discusión lo que, según él, nunca puede ser motivo de enfrentamiento.
Y, peor aún, lo que nunca puede ser experimentado como un bien social común y
diverso, plural y perteneciente en igual grado a todos los que lo habitan, opinable en sus estructuras,
criticable en sus fundamentos, pensable en sus distintos modos de resolver las
encrucijadas históricas.
El nacionalismo es siempre, en todas partes, un proceso
inflamatorio de la comunidad, una ruptura de las posibilidades de que los
ciudadanos ejerzan sus derechos. Del mismo modo que el populismo no construye
el sujeto histórico del pueblo, el nacionalismo nunca ha fabricado históricamente
la soberanía nacional. El populismo otorga a un sector social determinado la
representación de la totalidad del pueblo, y deja en silencio o en el oprobio a
quienes pierden esa condición prestigiosa y legítima. El nacionalismo concede a
una parte de la opinión pública su función de portavoz de la nación, dejando a
quienes no están de acuerdo con sus planteamientos en una lamentable situación
de extranjería. Han sido ya demasiadas las experiencias históricas en las que
el populismo no ha tratado de justificar su exclusividad, sino que se ha
limitado a movilizarse como si su actividad encarnara e hiciera visible al
verdadero pueblo. Han sido
bastantes los episodios del pasado en los que el nacionalismo ha irrumpido como
manifestación tangible de un ser nacional. Un ser cuya existencia solo se cree
realizable en el escenario construido por quienes se consideran sus intérpretes
leales.
Tanto en el populismo como en el nacionalismo conviven la mística,
que eleva una posición ideológica al rango de una sagrada constatación de la
verdad, y la campechanía, que rebaja una actitud política al nivel de la
naturalidad. Por eso podemos ver a los dirigentes populistas y nacionalistas presas
del éxtasis al palpar la Sagrada Forma del pueblo o la nación paseándose en las
calles en las fiestas de guardar. O podemos verlos con esa expresión de hastío e impaciencia de
quien tiene que explicar a los más necios
lo que es tan natural como la vida misma. Poco tendrá esto que ver con
la afirmación de la solvencia democrática que definen a un pueblo y a una nación
en estado de madurez política. El
populismo no permite que los ciudadanos vayan constituyéndose, de forma dialogante
y diversa, sin imposición metafísica y sin determinaciones ecológicas, como un
pueblo en el que cada individuo proyecta su personalidad diferenciada. Y el
nacionalismo no deja que los miembros de una comunidad política vayan afirmando
su soberanía, mediante un discurso que a todos considere individuos iguales en
derechos. Empezando por el derecho a que la opinión de cada uno sea tan
nacional, tan propia, tan legítimamente
defensora del interés general y el bien común como la opinión de cualquier otro ciudadano.
"El proceso que ha llevado a la inmensa movilización del nacionalismo en Catalunya procede directamente de la crisis económica, cuya duración y persistencia ha provocado fracturas sociales, impresión de pérdida de soberanía, anulación de derechos arduamente conquistados y desmoronamiento del prestigio de las instituciones"
Nada de esto implica que el nacionalismo haya instaurado una
cultura política que lleva a las formas de gobierno dictatoriales. Nada de ello
supone que los nacionalistas no puedan ser considerados opción legítima que
compite por el apoyo que le brindan o no los ciudadanos, en función de
decisiones libremente meditadas y libremente ejercidas. Lo que sí manifiesta
esta situación es una calidad deteriorada de la democracia, en especial cuando
el nacionalismo alcanza determinados niveles de influencia en la opinión pública.
Porque el nacionalismo, llamándose democrático y aceptando el marco de una
democracia parlamentaria –como es el caso de nuestro marco de actuación pública-,
siempre considera que su discurso tiene una relación con la nación más legítima,
más congruente con la comunidad, que la establecida por las culturas políticas
con las que pueda competir en su territorio. Esa superioridad moral que nunca está
ausente de la percepción nacionalista; esa convicción de que el nacionalismo
representa con mayor autenticidad a la nación; esa actitud de considerarse una
manifestación propia de la comunidad, mientras las demás son vistas como
culturas políticas híbridas, entregadas a lealtades nacionales en conflicto;
todo ello, es lo que lleva a que el nacionalismo, por su misma hipertrofia
representativa, acabe lesionando las posibilidades de un ejercicio pleno de la
soberanía, que en una sociedad democrática debe ser ejercida de forma
equivalente por todos los que viven en una misma comunidad política. De ahí que
no dejemos de observar las delaciones de un lenguaje que, descuidada o
voluntariamente, expresan ese plus de representación que el nacionalismo se
adjudica a costa de la igualdad de los ciudadanos. Cuando se dice, por ejemplo,
que “los catalanes queremos esto o aquello”, en lugar de indicar que quien lo
quieren son los nacionalistas, a los que las elecciones nunca han dado ni la
totalidad ni una mayoría abrumadora de los votos en Catalunya. O cuando se
reclama a los responsables de nuestras instituciones, desde una movilización
que se ve a sí misma como la totalidad del auténtico país en marcha, que actúen como si en este país solo
tuvieran existencia real y legítima los nacionalistas, incluyendo la forma de
presentar los procesos electorales previstos por la ley.
Nada hay, por tanto, de acusación de actitudes antidemocráticas
en estas reflexiones, sino de reproche por la normalización de una perspectiva
política que daña las libertades de todos. De todos, insisto: incluyendo a
quienes se dice querer beneficiar. Porque cuando la igualdad de los ciudadanos
empieza a corromperse, el proceso de oxidación no se detiene nunca, desborda
las intenciones iniciales de una segregación controlada, y acaba por dejar a la
intemperie a quienes también habrán de ser víctimas de una deslegitimación como
la que ahora sufrimos los no nacionalistas. ¿No observamos, ahora mismo, que
los nacionalistas no independentistas empiezan a ser cuestionados en sus
virtudes cívicas y en su patriotismo por los sectores más radicales? ¿Qué es lo
que nos asegura que en un tiempo futuro no serán los independentistas más
inclinados a posiciones sociales de izquierda quienes sean considerados extraños
a la cultura nacional por quienes ostenten un poder orientado hacia posiciones
conservadoras, y que podrán hacer creer que el único modo leal de ser catalán
es coincidir con un determinado modelo de sociedad, rápidamente identificado
con la forma de ser de nuestro pueblo?
"Plantear candidaturas que escenifiquen un conflicto sustancial entre Catalunya y España sepulta el conflicto entre intereses sociales y modelos de sociedad antagónicos que es el que los demócratas, sean de izquierdas o conservadores, deberían considerar la forma adecuada de organizar las diferencias en un sistema parlamentario"
En mi opinión, el proceso que ha llevado a la inmensa
movilización del nacionalismo en Catalunya procede directamente de la crisis
económica, cuya duración y persistencia ha provocado fracturas sociales,
impresión de pérdida de soberanía, anulación de derechos arduamente
conquistados y desmoronamiento del prestigio de las instituciones. La misma
elite que ha gobernado Catalunya mediante los instrumentos fabricados por el
proceso constituyente de 1977-1980 ha podido presentarse como alternativa al régimen
que ha gestionado durante casi toda la etapa autonómica. Y por régimen no me
refiero solamente al que se instauró en la llamada “construcción nacional de
Catalunya” -frente a la “reconstrucción nacional” que proclamaba el PSUC como
objetivo, lo que es mucho más que un detalle de estilo-, sino a las relaciones
normalizadas entre la Generalitat y el Gobierno de España, en un bloque de poder
y modelo de Estado que resultó perfectamente asimilable al juego de permanente
reivindicación espiritual y saldo clientelar favorable que se mantuvo desde la
dirección del pujolismo.
La actuación popular contra la crisis se ha formalizado mediante el impulso nacionalista hacia
la independencia. Un impulso que ha debido romper cualquier debate sobre “las
cuestiones que nos dividen”, para encontrar un ficticio mínimo común
denominador de la conciencia que es la identidad nacionalista. Cualquier otra
manera de responder a la catástrofe social que estamos padeciendo habría
supuesto una demanda de responsabilidades a la elite que ha gobernado
institucional, económica, social y culturalmente este país desde la Transición.
Una movilización popular con una conciencia nacional democrática, de
resistencia social a los recortes, de formalización de una protesta contra la pérdida
acelerada de derechos sociales, habría debido definir la lucha de los
ciudadanos catalanes pasando por encima de una identificación nacionalista que
solicita, de entrada, la pérdida de cualquier otra identidad personal y
colectiva. El desarrollo de esta forma nacionalista de movilización, que
empieza por demandar el abandono de las tradiciones socialistas, de las
opciones de clase, de las actitudes de izquierda, es el producto de un desguace de una cultura progresista, que
alcanzó su más insensata expresión en los años del Tripartito.
No entraré a detallar los aspectos de este último y más que
lamentable paréntesis político y cultural en la hegemonía nacionalista. Lo que
sí puede decirse es que en los siete años de gobierno de una izquierda
acomplejada, atemorizada ante la posibilidad de ser destituida de su carácter
catalanista, incapaz de situar las cosas en el terreno de la perspectiva social
que esperaban sus votantes, se perdió –y creo que definitivamente- el pulso que
parecía haberse recobrado para hacer frente al modelo de sociedad que el
nacionalismo había constituido desde 1980. Y, por tanto, cuando la crisis
derramó su lluvia ácida sobre todos los factores de la seguridad vital de los
ciudadanos, cuando destrozó las barreras de protección y los ámbitos de
servicios identificados con la democracia, el nacionalismo pudo marcar el
territorio de la propuesta sin adversario alguno, en especial aquellos
competidores que debían haber alzado los criterios de una cultura política como
la que movilizó a los catalanes en la fase inicial de la Transición.
Por ello, cuando se observan análisis de periodistas,
historiadores, sociólogos y comentaristas diversos ante esta coyuntura, nunca
se presenta objeción a lo que son las dos características fundamentales de sus
planteamientos. La primera, la deformación de aquel proceso constituyente de
1977 y de las luchas sociales que lo precedieron, convirtiéndolo en una primera
etapa conscientemente asumida por todos, en el camino de una soberanía nacional
plena que se identifica con la independencia y que se comprende con los
recursos culturales del nacionalismo. La segunda, la pretensión de promover
instancias unitarias que parecen olvidar las diferencias radicales que separan
a federalistas y nacionalistas, roto ya el pacto constitucional y estatutario
que permitió llegar a acuerdos en las circunstancias de fabricación. Ni es el
momento de advertir que estamos a punto de revertir las condiciones de 1979 en
un giro centralista, como forma de animar a que olvidemos todos la forma en que
este país ha sido llevado a una escisión radical difícilmente revocable; ni es
el momento de plantear candidaturas que escenifiquen un conflicto sustancial
entre Catalunya y España, sepultando el conflicto entre intereses sociales y
modelos de sociedad antagónicos que es el que los demócratas, sean de
izquierdas o conservadores, deberían considerar la forma adecuada de organizar las
diferencias en un sistema parlamentario. La vibración plebiscitaria que late en
estos dos planteamientos pertenece por entero a la cultura nacionalista, no a
la federal. Y en su desarrollo solo podríamos esperar algo muy distinto a la
tensión democrática que se vivió en la lucha contra la dictadura franquista y
en los momentos primeros del combate por la autonomía. Lo que se asentaría es,
precisamente, lo opuesto a aquella actitud: una unanimidad de posiciones
hegemonizada por los sectores que son, al mismo tiempo, poder y alternativa de
poder; gobierno y movilización callejera; opinión de partido y presunción de
representación completa de la nación.
“El combate de la Assemblea implicaba, entre otras cosas, asegurar la cohesión social de Catalunya y tramarla sobre algo distinto al discurso nacionalista. No debería sorprendernos que la derrota de este proyecto acabara por repercutir en un modo de entender las relaciones institucionales y políticas entre Catalunya y España"
Antes de que llegara todo esto, en los momentos previos a la
autonomía gestionada por el pujolismo, existió una Assemblea de Catalunya en
cuyas propuestas se hallaba la hegemonía de un partido a cuya debilidad y práctico
desmantelamiento cabe achacar buena parte de lo que nos sucede, empezando por
la pérdida de una conciencia de clase que identifique a los verdaderos
adversarios de quienes sufren esta crisis, y acabando por la evaporación de
aquella vinculación orgánica entre conflicto social y proyecto nacional que la
izquierda llegó a plantear como emulación de otras experiencias antifascistas
europeas. Los objetivos y la forma de trabajar de aquella organización popular
fueron ejemplares. La calidad de su trabajo para construir líneas de
resistencia y fundamentos de una sociedad democrática debería servir como pieza
de contraste para examinar las deficiencias de nuestra situación actual.
Para quien tenga memoria suficiente, o para quien tenga la
voluntad de conocer cómo se dieron procesos históricos no mitificados, deberá
tenerse en cuenta la manera en que aquellos objetivos y aquella forma de
trabajo provocaban el disgusto de quienes preferían ámbitos de discusión más
restringidos. El temor permanente de quienes veían con recelo una movilización
popular de masas que nunca controlaron. El miedo a la calle que se observó en
fuerzas políticas que siempre consideraron conveniente reducir el poder de
aquella intervención de todas las formas de sociabilidad democrática que la
lucha contra la dictadura había ido constituyendo: los partidos, las
asociaciones vecinales, las organizaciones sindicales, claro está, pero también
la incorporación individual de quienes se agrupaban en una inmensa plataforma
que representaba a una sociedad aún no desvertebrada por el cambio de paradigma
que se estableció en los últimos tramos del siglo XX.
Aquella
movilización acabó como resultado de muchos factores –la conquista de
libertades que acababan con el estado de excepción, el propio agotamiento de
una ofensiva que no podía mantenerse indefinidamente, la entrada en una fase de
conflictos y competencia interna de quienes habían mantenido posiciones
unitarias antes del proceso constituyente-. Pero hubo un factor que deberá ser
señalado sin descanso, porque sin él resultaría incomprensible lo que sucedió más
tarde y lo que ha ido evolucionando hasta nuestros días. Y ese factor fue la
agrupación de las fuerzas conservadoras para acabar con la movilización propiciada
por la Assemblea y que podía haber llevado a la victoria electoral y la hegemonía
cultural de la izquierda. No fue un frente nacionalista el que destruyó las
posibilidades políticas –y, en su momento, electorales- de un presunto sector “españolista”
en Catalunya. Los nacionalistas españoles y los nacionalistas catalanes de
derecha, con el auxilio de una
Esquerra Republicana que hizo escaso honor a ambas partes de su denominación,
se comprometieron a frenar el horizonte de la “reconstrucción nacional de
Catalunya” que se había teorizado en la izquierda más consecuente. Era
reconstrucción, es decir, recuperación de las libertades perdidas con el mismo
espíritu con el que en otros momentos de democracia plena se ejercieron los
derechos de los ciudadanos. Reconstrucción para proporcionar a la nueva
democracia el talante popular y avanzado que se encontraba en una determinada
zona de la tradición del catalanismo, prolongado en los años más oscuros de la
segunda mitad del pasado siglo.
En 1980, aquella propuesta fue derrotada sin paliativos, en
especial por la falta de participación de quienes creyeron que aquella no era
su batalla, frente al mantenimiento de los votos de quienes siempre tuvieron
claro que sí lo era. Que lo era, quizás, en un nivel de mayores posibilidades
políticas que el combate por una democracia avanzada que iba a darse en el
conjunto de España. Un combate que implicaba, entre otras cosas, asegurar la
cohesión social de Catalunya y tramarla sobre algo distinto al discurso nacionalista
en el que habría de apoyarse la hegemonía conservadora desde entonces. De hecho, no debería sorprendernos que
aquella derrota acabara por repercutir en un modo de entender las relaciones
institucionales y políticas entre Catalunya y España. Pero, también, en la
forma en que se reconstruyó un Estado cuya vinculación con la sociedad estuvo
muy lejos de satisfacer las esperanzas de un sector de la oposición democrática.
Quizás una determinada forma de entender España, la abrumadora espesura de un
nacionalismo español conservador y su repunte en las formas más pintorescas de
regionalismo anticatalán –no anticatalanista- se levante también por el influjo
de esa derrota que fue mucho más que un simple episodio electoral y pasajero.
Antes de que llegara todo esto, se produjo una derrota que
nunca hizo referencia, más que en la grosera campaña contra “partidos
sucursalistas” del pujolismo, a la línea de discriminación nacional, sino a un
modelo de sociedad, un proyecto de país, que había de construirse en una
perspectiva nacionalista o en una perspectiva federal. Los resultados están a
la vista. Y cada uno deberá decidir si ha sido para bien o para mal. De cada
uno y del país entero.
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