Que la idea de ciudadano se supedite a la de nación, supone un apreciable riesgo para la democracia y la ética ya que una entidad superior en valor al sujeto, puede justificar acciones que de otro modo se considerarían reprobables
Cuando uno se pregunta por lo sucedido en Cataluña resulta
aleccionador considerar lo que escribía T. Todorov, hace unos diez años, en
relación a las identidades de los individuos en la Unión Europea: “Un habitante
de Barcelona puede enorgullecerse de formar parte simultáneamente de la cultura
catalana, de la nación española y de los valores europeos. Esta separación no
plantea en sí el menor problema, ya que hemos visto que el ser humano se
acomoda fácilmente a múltiples pertenencias, en cualquier caso inevitable”[1].
Pues bien, a mi modo de ver, el intento del nacionalismo de revertir esta
situación a otra monoidentitaria (concepción predominante en siglos anteriores),
ha sido la principal causa del estrés que ha padecido buena parte de la
sociedad catalana y que se ha visto reflejado de manera muy evidente en las
relaciones sociofamiliares.
Entre los principales factores que han contribuido a esta
situación de estrés se encontrarían, a mi juicio, los siguientes: la intensificación de la
incertidumbre respecto al inmediato futuro; la contaminación de los espacios
(banderas, himnos patrióticos, manifestaciones, celebraciones, etc.) y del
lenguaje (¿qué esconden expresiones como “derecho a decidir”, “soberanía”, “DUI”,
etc.,?); la constante presencia en los medios del problema catalán; la
evidencia de engaños e intentos de manipulación por parte de muchos
representantes políticos y sociales; el peso psicológico que representa sentirse
en minoría en ciertos entornos sociales (lugar de trabajo, grupos de amigos,
etc.) y el elevado control emocional que se requiere para evitar que las
discrepancias familiares en un asunto de esta naturaleza, no se traduzcan en
rupturas afectivas. Todos estos elementos transmiten una notoria sensación de
conflicto, inseguridad y temor que
afectan al equilibrio psicológico de las personas, la convivencia y la idea de
comunidad.
La mentalidad nacionalista a gran escala no se forma de cero, pero tampoco es la consecuencia de una espontánea respuesta colectiva ante la percepción de ciertos agravios
La mentalidad nacionalista a gran escala no se forma de cero,
pero tampoco es la consecuencia de una espontánea respuesta colectiva ante la
percepción de ciertos agravios (el corredor mediterráneo, las autopistas de
pago, el Estatut modificado por el Tribunal Constitucional, etc.,) así
considerados por la ciudadanía de un territorio. Estas posibles afrentas
influyen negativamente en la concordia, por supuesto. Pero, para que se
produzcan unos efectos separadores como los vividos en Cataluña, ciertos
“dedos señalizadores con poder” han de haber hecho previamente su trabajo. El
de intentar orientar la mirada de la
ciudadanía en una determinada dirección, intensificar los sentimientos de pertenencia y superioridad por
un lado (el “nuestro”) y de distanciamiento y desafección hacia el otro. El
medio para conseguirlo no es otro, en cualquier nacionalismo, que una acción
concertada y propagandística que magnifica las “diferencias” que separan a
personas y territorios de uno y otro bando, intenta transformar éstas en “incompatibilidades”
para, finalmente, concluir que lo que procede es independizarse de esos “otros”,
causantes de buena parte de “nuestros” males y responsables de que la considerada “nación propia”, no reconocida, ejerza el derecho que la asiste de
liberarse y alcanzar su plenitud.
Para que este proceso pueda desarrollarse es preciso,
lógicamente, que los “dedos señalizadores” puedan desempeñar su influencia a
través de las instituciones, las organizaciones sociales, los medios de
comunicación y la educación. No es necesario que esa influencia se haga muy
evidente o de manera doctrinaria. Es suficiente situar a “los nuestros” en los
puestos claves de esas organizaciones, ignorar a los “otros” (a España en
TV3 se la conoce por “Estado”), establecer
en múltiples ámbitos (cultura, deporte, etc.,) ciertas comparaciones
tendenciosas, la selección de unas u otras noticias, la infravaloración de “los
otros” o destacar las virtudes de “los nuestros” por poco relevantes que sean.
Con tiempo, y el nacionalismo en Catalunya lo ha tenido por obra y gracia de la apatía del estado y ciertos intereses partidarios, todos esos matices acaban “calando”, inconscientemente o no, en la mente de muchos ciudadanos que sienten la inquietud que les genera convivir en una atmosfera de enfrentamiento civil no declarado, pero sí perceptible. En términos de “psicopolítica” se ha de tener en cuenta, además, la probada tendencia de las personas a seguir acríticamente a sus líderes, a sentirse bien en grupos muy cohesionados y a valorar las propuestas que conlleven una cierta mística (un “nuevo” relato, la construcción de un “nuevo” país, etc.,).
Con tiempo, y el nacionalismo en Catalunya lo ha tenido por obra y gracia de la apatía del estado y ciertos intereses partidarios, todos esos matices acaban “calando”, inconscientemente o no, en la mente de muchos ciudadanos que sienten la inquietud que les genera convivir en una atmosfera de enfrentamiento civil no declarado, pero sí perceptible. En términos de “psicopolítica” se ha de tener en cuenta, además, la probada tendencia de las personas a seguir acríticamente a sus líderes, a sentirse bien en grupos muy cohesionados y a valorar las propuestas que conlleven una cierta mística (un “nuevo” relato, la construcción de un “nuevo” país, etc.,).
Esta deriva propicia, por otra parte, que la idea de ciudadano
se supedite a la de nación, lo que supone un apreciable riesgo para la
democracia y la ética ya que una entidad superior en valor al sujeto, puede
justificar acciones que de otro modo se considerarían reprobables (pensemos,
por ejemplo, en las antidemocráticas últimas sesiones del govern de Cataluña, en
la ostensible corrupción/malversación reconocida y en los múltiples engaños que se hizo a la
población). Igualmente, se desdibuja el papel que en democracia juegan las
distintas ideologías políticas (pueden gobernar conjuntamente partidos de pensamiento
político muy dispar si lo requiere “la causa”), mientras que emerge la tendencia a confundir “el pueblo” con la
parte del mismo que se muestra afín a las concepciones nacionalistas. La
política derivada de éstas crea así un
grave problema de convivencia que, paradójicamente, luego se propone resolver por
la vía política en forma de un diálogo imposible. Y lo es porque una de las
partes, El Estado, pierde siempre, ya sea cediendo su soberanía o permitiendo
referendums que la pongan sucesivamente en cuestión.
Reconducir esta situación en Cataluña no va a ser una
tarea fácil. Solicitará no pocos esfuerzos para lograr una mutua comprensión,
la vuelta a la democracia constitucional, transformar las fuerzas separadoras
en cohesivas y generar mentalidades que
valoren la convivencia cívica por encima de cualquier otra pretensión
transformadora de la sociedad. Pienso que quizás la idea de un federalismo con
alta sensibilidad social, propenso a contemplar la diversidad como una riqueza
para el conjunto y leal a las instituciones, pueda ser una vía de solución a
medio o largo plazo.
Resumen de la intervención Federalistes d’Esquerra en Sant Cugat el 1 de diciembre de 2017
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