Se supone que dentro de poco más de un mes los
ciudadanos de Cataluña conoceremos la fecha de la consulta y lo que en ella se
nos preguntara. En todo caso, versará sobre algo de tan innegable trascendencia
como el encaje (o si ha de haber alguno) de Cataluña en España. Probablemente
estamos tan enredados en el día a día, se nos reclama tanto la atención con
pequeños episodios cotidianos relacionados con el proceso, que no calibramos
adecuadamente la importancia del hecho de que, a estas alturas, ignoremos por
completo lo que se nos va a preguntar, asunto que se ha transformado en objeto
de mera transacción política. Sin duda, estamos en un momento histórico pero
que, precisamente por serlo, está poniendo a prueba a nuestros representantes
políticos. Y no creo que pueda decirse que están saliendo airosos del trance.
Podríamos señalar muchas contradicciones, múltiples
silencios, incontables evasivas. Pero tal vez baste con señalar una sola cosa,
con formular una simple pregunta: ¿es cierto que en privado los mismos políticos
que en sus declaraciones públicas convocan al pueblo de Cataluña al combate
final por la consulta comentan que ésta no se llevará a cabo? De ser así, el
reproche democrático que deberían sufrir por su silencio habría de ser
ejemplar. ¿O es que acaso no tiene derecho la ciudadanía a compartir los
motivos de la pesimista percepción de sus representantes?
¿Es cierto que en privado los mismos políticos que en sus declaraciones públicas convocan al pueblo de Cataluña al combate final por la consulta comentan que ésta no se llevará a cabo?
Pero éstos andan muy tranquilos porque saben que,
al menos en primera instancia, el reproche público no se va a producir. No
funcionan los contrapesos. Los medios de comunicación -antaño definidos, un
tanto enfáticamente, como cuarto poder
y hoy atenazados por la brutal crisis del sector, que les convierte en rehenes
de los poderes económicos y políticos, por no hablar de la docilidad de los de
titularidad pública- hace tiempo que dejaron de cumplir la función de
contrapeso critico que en el pasado pudieron desempeñar, incluso con gran brillantez.
Ha llegado un momento en el que el principal
problema de los ciudadanos ya no es la orfandad política (el hecho de que no
consigan encontrar formaciones políticas en las que sentirse representados)
sino la indefensión en la que se encuentran ante las manipulaciones de las que
son objeto de manera permanente. Los políticos se muestran incapaces de cumplir
compromisos de ningún tipo con la ciudadanía, que no sale de su asombro ante
sus continuos volantazos. Los mismos políticos que, eso sí, tras cada nueva
corrección del rumbo reiteran el mensaje de que la hoja de ruta permanece
intacta.
No hace falta que nos demoremos ahora en
enumerarlos. A estas alturas, incluso la lógica ha padecido demasiado (sin ir más
lejos, identificando consulta con decisión: ¿acaso expresar una opinión no se
diferencia en nada de adoptar una decisión?). Por ello, mejor que apliquemos
nuestras energías a lo que más importa. Autoconvoquémonos, de los modos que estén
a nuestro alcance, a la tarea política de la que quienes debieran asumirla (más
interesados, según parece, en movilizar que en clarificar, en agitar que en
debatir, en soliviantar que en solucionar) han hecho dejación. A fin de
cuentas, para eso, para contribuir a que nuestras propuestas se abran camino en
medio de tanto ruido, nos hemos constituido.
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